Isabel Allende
La Casa de los espíritus
Isabel Allende nació en Lima en 1942, estudió Periodismo en
Chile y tuvo que exiliarse a Venezuela tras el golpe militar contra
su tío Salvador Allende. Desde la publicación en 1982 de La casa
de los espíritus, sus novelas y cuentos han alcanzado gran éxito de
ventas, trascendiendo las fronteras del ámbito de la lengua
castellana. Entre su obra narrativa destacan Eva Luna, Paula y El
plan infinito, Retrato en sepia, etc.
Con La casa de los espíritus comienza el empeño de Isabel Allende por
rescatar la memoria del pasado, mediante la historia de tres generaciones de
chilenos desde comienzos del siglo XX hasta la década de los setenta. El eje de la
saga lo constituye Esteban Txueba, un humilde minero que logra prosperar a
base de tenacidad y se convierte en uno de los más poderosos terratenientes. Tras
su matrimonio frustrado con Rosa, que muere envenenada por error, se casa con
otra hermana, Clara, incompetente para las cosas de orden doméstico pero
dotada de una extraña clarividencia: es capaz de interpretar los sueños y de
predecir el futuro con sorprendente exactitud. La brutalidad de Esteban, hombre
lujurioso y de mal carácter, irá minando un matrimonio difícilmente conciliable y
los conflictos se extenderán también a sus hijos y nietos.
La novela recorre, con el paso de los años, la evolución de los cambios sociales e
ideológicos del país, sin perder de vista las peripecias personales -a menudo misteriosas- de la saga familiar.
Entrarán en escena los avances tecnológicos, la mudanza en las costumbres, las «nuevas ideas» socialistas y
de emancipación de la mujer, el espiritismo y los fantasmas comunistas, hasta desembocar en el triunfo
socialista y el posterior golpe militar. Estas convulsiones afectarán a la familia de Esteban Trueba -cuyos
miembros poseen siempre algún rasgo extravagante y desmedido- con distintos matices de dramatismo y
violencia. EL viejo terrateniente envejece y, con él, una forma de ver el mundo basada en el dominio, el código
de honor y la venganza. La casa de los espíritus fue llevada al cine por Bille August en 1993. Antonio
Banderas, Meryl Streep, Glenn Close, Winona Ryder y Jeremy Irons encarnaron a los personajes principales.
Prólogo
Zoé Valdés
Demoré varios años después de su publicación antes de iniciar la lectura de la
novela que consagró definitivamente a Isabel Allende. Es algo que hago siempre con
los libros o películas que intuyo tendrán un valor importante para mí, pocas veces
asista a un estreno sólo porque la crítica me obligue, y prefiero guardar un libro
hasta tres meses o algunos años más tarde de la edición para sumergirme en su
lectura. Salvo, por supuesto, cuando debo hacerlo por inminentes razones
profesionales. La casa de los espíritus la leí después que había pasado incluso el éxito
de la película. La película aún no la he visto, aunque me apetece verla no sólo por la
pléyade de actrices y actores que hicieron la novela aún más célebre, sobre todo
porque resulta inevitable que nos pique la curiosidad de comprobar si la historia
magistralmente narrada por su autora no ha sido traicionada en la gran pantalla,
siendo la propia historia fruto creador de una protagonista directa, además de que
la densidad filosófica y la belleza literaria son insuperables en el texto, y
constituyen claves esenciales que seducirán, bordando delicadas y perdurables
emociones en la sensibilidad y en el pensamiento del lector.
Isabel Allende nos cuenta una gran saga familiar, la existencia de cuatro
generaciones en la familia Trueba, deteniéndose con preferencia en los personajes
femeninos: Nívea, Rosa y Clara, Blanca, y por último Alba; aunque a todo lo largo
de la novela quien habla en los momentos trascendentales es el senador Trueba, eje
central del cuerpo sustancial histórico-político en el aspecto cronológico, salvo en el
final, que quien toma la palabra es Alba, en una suerte de relevo espiritual y social.
Esteban Trueba, el patrón, representa el autoritarismo de las clases altas de ese
país, que no es otro que Chile. Sin embargo, si bien el senador Trueba es el hilo
conductor de varias generaciones; Clara, su mujer, es la sonoridad telúrica de la
cultura, de la imaginación, la resonancia lírica de esas mismas-generaciones, en su
diversidad mestiza.
Insisto en hacer hincapié en el lenguaje, escrita con una limpieza excepcional,
incorporando localismos que gracias a la nitidez con que la escritora asumió el tejido
apretado de la obra se convierten de inmediato en universales. Creo que La casa de
los espíritus es la novela por excelencia de la más reciente historia latinoamericana,
donde se reflejan sin ambigüedades las hondas contradicciones entre el campo y la
ciudad, la lucha de clases, las confusiones o certezas ideológicas, las diferencias.
Aceptar las exageradas propuestas de esta multiplicidad de realidades en una
novela es un riesgo que no cualquier escritor está dispuesto a asumir. Porque Isabel
Allende expone los horrores de la junta militar, pero también los peligros no menos
siniestros de una dictadura marxista; los personajes jamás deambularán con pasos
extremistas y dislocados de un discurso a otro, viajarán por dentro de ellos con
desplazamientos excesivos, eso sí, chocando con sus negaciones, trastabillando de
un estado de ánimo a otro, acertando, equivocándose, viviendo el laberinto
indisoluble de la duda o la verdad de los seres humanos. Así Pedro Tercero García,
el cantautor con ideas izquierdistas irá aparar a un oscuro despacho totalitario
donde para nada le valdrá la guitarra que siempre le acompañó y que le dio la
celebridad en el corazón del pueblo, sin renunciar a su pasado terminará en el
exilio. Miguel, el revolucionario, será el eterno esperado por Alba, quien a su vez
significa el sacrificio, encarcelada por los militares, torturada en campos de
concentración; pero lo más importante es que Albaes la redención a través de la
escritura, de la palabra, es salvada por su abuelo, el anciano y desvalido senador
Trueba, un lejano aunque sólido indicio de la fundación de la tierra, en combinación
con Tránsito Soto, la antigua prostituta devenida nueva rica. Pero el personaje que
sostiene de una punta a la otra el equilibrio de la fábula se llama Clara,
clarividencia constante, horizonte latente, viva y extraordinariamente fantasmal,
referencia indiscutible al realismo mágico.
La casa de los espíritus es una de las grandes novelas del siglo veinte, por su
sinceridad al traducir la complejidad de la vida en literatura, asociando
espiritualidad y filosofía, realidad política y poética.
A mi madre, mi abuela y las otras extraordinarias
mujeres de esta historia.
I. A.
¿Cuánto vive el hombre, por fin?
¿Vive mil años o uno solo?
¿Vive una semana o varios siglos?
¿Por cuánto tiempo muere el hombre?
¿Qué quiere decir para siempre?
PABLO NERUDA
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Rosa, la bella
Capítulo I
Barrabás llegó a la familia por vía marítima, anotó la niña Clara con su delicada
caligrafía. Ya entonces tenía el hábito de escribir las cosas importantes y más tarde,
cuando se quedó muda, escribía también las trivialidades, sin sospechar que cincuenta
años después, sus cuadernos me servirían para rescatar la memoria del pasado y para
sobrevivir a mi propio espanto. El día que llegó Barrabás era jueves Santo. Venía en
una jaula indigna, cubierto de sus propios excrementos y orines, con una mirada
extraviada de preso miserable e indefenso, pero ya se adivinaba -por el porte real de
su cabeza y el tamaño de su esqueleto- el gigante legendario que llegó a ser. Aquél
era un día aburrido y otoñal, que en nada presagiaba los acontecimientos que la niña
escribió para que fueran recordados y que ocurrieron durante la misa de doce, en la
parroquia de San Sebastián, a la cual asistió con toda su familia. En señal de duelo, los
santos estaban tapados con trapos morados, que las beatas desempolvaban
anualmente del ropero de la sacristía, y bajo las sábanas de luto, la corte celestial
parecía un amasijo de muebles esperando la mudanza, sin que las velas, el incienso o
los gemidos del órgano, pudieran contrarrestar ese lamentable efecto. Se erguían
amenazantes bultos oscuros en el lugar de los santos de cuerpo entero, con sus
rostros idénticos de expresión constipada, sus elaboradas pelucas de cabello de
muerto, sus rubíes, sus perlas, sus esmeraldas de vidrio pintado y sus vestuarios de
nobles florentinos. El único favorecido con el luto era el patrono de la iglesia, san
Sebastián, porque en Semana Santa le ahorraba a los fieles el espectáculo de su
cuerpo torcido en una postura indecente, atravesado por media docena de flechas,
chorreando sangre y lágrimas, como un homosexual sufriente, cuyas llagas,
milagrosamente frescas gracias al pincel del padre Restrepo, hacían estremecer de
asco a Clara.
Era ésa una larga semana de penitencia y de ayuno, no se jugaba baraja, no se
tocaba música que incitara a la lujuria o al olvido, y se observaba, dentro de lo posible,
la mayor tristeza y castidad, a pesar de que justamente en esos días, el aguijonazo del
demonio tentaba con mayor insistencia la débil carne católica. El ayuno consistía en
suaves pasteles de hojaldre, sabrosos guisos de verdura, esponjosas tortillas y grandes
quesos traídos del campo, con los que las familias recordaban la Pasión del Señor,
cuidándose de no probar ni el más pequeño trozo de carne o de pescado, bajo pena de
excomunión, como insistía el padre Restrepo. Nadie se habría atrevido a
desobedecerle. El sacerdote estaba provisto de un largo dedo incriminador para
apuntar a los pecadores en público y una lengua entrenada para alborotar los
sentimientos.
-¡Tú, ladrón que has robado el dinero del culto! -gritaba desde el púlpito señalando
a un caballero que fingía afanarse en una pelusa de su solapa para no darle la cara-.
¡Tú, desvergonzada que te prostituyes en los muelles! -y acusaba a doña Ester Trueba,
inválida debido a la artritis y beata de la Virgen del Carmen, que abría los ojos
sorprendida, sin saber el significado de aquella palabra ni dónde quedaban los
muelles-. ¡Arrepentíos, pecadores, inmunda carroña, indignos del sacrificio de Nuestro
Señor! ¡Ayunad! ¡Haced penitencia!
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Llevado por el entusiasmo de su celo vocacional, el sacerdote debía contenerse para
no entrar en abierta desobediencia con las instrucciones de sus superiores
eclesiásticos, sacudidos por vientos de modernismo, que se oponían al cilicio y a la
flagelación. Él era partidario de vencer las debilidades del alma con una buena azotaina
de la carne. Era famoso por su oratoria desenfrenada. Lo seguían sus fieles de
parroquia en parroquia, sudaban oyéndolo describir los tormentos de los pecadores en
el infierno, las carnes desgarradas por ingeniosas máquinas de tortura, los fuegos
eternos, los garfios que traspasaban los miembros viriles, los asquerosos reptiles que
se introducían por los orificios femeninos y otros múltiples suplicios que incorporaba en
cada sermón para sembrar el terror de Dios. El mismo Satanás era descrito hasta en
sus más íntimas anomalías con el acento de Galicia del sacerdote, cuya misión en este
mundo era sacudir las conciencias de los indolentes criollos.
Severo del Valle era ateo y masón, pero tenía ambiciones políticas y no podía darse
el lujo de faltar a la misa más concurrida cada domingo y fiesta de guardar, para que
todos pudieran verlo. Su esposa Nívea prefería entenderse con Dios sin intermediarios,
tenía profunda desconfianza de las sotanas y se aburría con las descripciones del cielo,
el purgatorio y el infierno, pero acompañaba a su marido en sus ambiciones
parlamentarias, en la esperanza de que si él ocupaba un puesto en el Congreso, ella
podría obtener el voto femenino, por el cual luchaba desde hacía diez años, sin que sus
numerosos embarazos lograran desanimarla. Ese Jueves Santo el padre Restrepo había
llevado a los oyentes al límite de su resistencia con sus visiones apocalípticas y Nívea
empezó a sentir mareos. Se preguntó si no estaría nuevamente encinta. A pesar de los
lavados con vinagre y las esponjas con hiel, había dado a luz quince hijos, de los
cuales todavía quedaban once vivos, y tenía razones para suponer que ya estaba
acomodándose en la madurez, pues su hija Clara, la menor, tenía diez años. Parecía
que por fin había cedido el ímpetu de su asombrosa fertilidad. Procuró atribuir su
malestar al momento del sermón del padre Restrepo cuando la apuntó para referirse a
los fariseos que pretendían legalizar a los bastardos y al matrimonio civil,
desarticulando a la familia, la patria, la propiedad y la Iglesia, dando a las mujeres la
misma posición que a los hombres, en abierto desafío a la ley de Dios, que en ese
aspecto era muy precisa. Nívea y Severo ocupaban, con sus hijos, toda la tercera
hilera de bancos. Clara estaba sentada al lado de su madre y ésta le apretaba la mano
con impaciencia cuando el discurso del sacerdote se extendía demasiado en los
pecados de la carne, porque sabía que eso inducía a la pequeña a visualizar
aberraciones que iban más allá de la realidad, como era evidente por las preguntas
que hacía y que nadie sabía contestar. Clara era muy precoz y tenía la desbordante
imaginación que heredaron todas las mujeres de su familia por vía materna. La
temperatura de la iglesia había aumentado y el olor penetrante de los cirios, el
incienso y la multitud apiñada, contribuían a la fatiga de Nívea. Deseaba que la
ceremonia terminara de una vez, para regresar a su fresca casa, a sentarse en el
corredor de los helechos y saborear la jarra de horchata que la Nana preparaba los
días de fiesta. Miró a sus hijos, los menores estaban cansados, rígidos en su ropa de
domingo, y los mayores comenzaban a distraerse. Posó la vista en Rosa, la mayor de
sus hijas vivas, y, como siempre, se sorprendió. Su extraña belleza tenía una cualidad
perturbadora de la cual ni ella escapaba, parecía fabricada de un material diferente al
de la raza humana. Nívea supo que no era de este mundo aun antes que naciera,
porque la vio en sueños, por eso no le sorprendió que la comadrona diera un grito al
verla. Al nacer, Rosa era blanca, lisa, sin arrugas, como una muñeca de loza, con el
cabello verde y los ojos amarillos, la criatura más hermosa que había nacido en la
tierra desde los tiempos del pecado original,, como dijo la comadrona santiguándose.
Desde el primer baño, la Nana le lavó el pelo con infusión de manzanilla, lo cual tuvo la
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virtud de mitigar el color, dándole una tonalidad de bronce viejo, y la ponía desnuda al
sol, para fortalecer su piel, que era translúcida en las zonas más delicadas del vientre y
de las axilas, donde se adivinaban las venas y la textura secreta de los músculos.
Aquellos trucos de gitana, sin embargo, no fueron suficiente y muy pronto se corrió la
voz de que les había nacido un ángel. Nívea esperó que las ingratas etapas del
crecimiento otorgarían a su hija algunas imperfecciones, pero nada de eso ocurrió, por
el contrario, a los dieciocho años Rosa no había engordado y no le habían salido
granos, sino que se había acentuado su gracia marítima. El tono de su piel, con suaves
reflejos azulados, y el de su cabello, la lentitud de sus movimientos y su carácter
silencioso, evocaban a un habitante del agua. Tenía algo de pez y si hubiera tenido una
cola escamada habría sido claramente una sirena, pero sus dos piernas la colocaban en
un límite impreciso entre la criatura humana y el ser mitológico. A pesar de todo, la
joven había hecho una vida casi normal, tenía un novio y algún día se casaría, con lo
cual la responsabilidad de su hermosura pasaría a otras manos. Rosa inclinó la cabeza
y un rayo se filtró por los vitrales góticos de la iglesia, dando un halo de luz a su perfil.
Algunas personas se dieron vuelta para mirarla y cuchichearon, como a menudo
ocurría a su paso, pero Rosa no parecía darse cuenta de nada, era inmune a la vanidad
y ese día estaba más ausente que de costumbre, imaginando nuevas bestias para
bordar en su mantel, mitad pájaro y mitad mamífero, cubiertas con plumas iridiscentes
y provistas de cuernos y pezuñas, tan gordas y con alas tan breves, que desafiaban las
leyes de la biología y de la aerodinámica. Rara vez pensaba en su novio, Esteban
Trueba, no por falta de amor, sino a causa de su temperamento olvidadizo y porque
dos años de separación son mucha ausencia. Él estaba trabajando en las minas del
Norte. Le escribía metódicamente y a veces Rosa le contestaba enviando versos
copiados y dibujos de flores en papel de pergamino con tinta china. A través de esa
correspondencia, que Nívea violaba en forma regular, se enteró de los sobresaltos del
oficio de minero, siempre amenazado por derrumbes, persiguiendo vetas escurridizas,
pidiendo créditos a cuenta de la buena suerte, confiando en que aparecería un
maravilloso filón de oro que le permitiría hacer una rápida fortuna y regresar para
llevar a Rosa del brazo al altar, convirtiéndose así en el hombre más feliz del universo,
como decía siempre al final de las cartas. Rosa, sin embargo, no tenía prisa por
casarse y casi había olvidado el único beso que intercambiaron al despedirse y
tampoco podía recordar el color de los ojos de ese novio tenaz. Por influencia de las
novelas románticas, que constituían su única lectura, le gustaba imaginarlo con botas
de suela, la piel quemada por los vientos del desierto, escarbando la tierra en busca de
tesoros de piratas, doblones españoles y joyas de los incas, y era inútil que Nívea
tratara de convencerla de que las riquezas de las minas estaban metidas en las
piedras, porque a Rosa le parecía imposible que Esteban Trueba recogiera toneladas de
peñascos con la esperanza de que, al someterlos a inicuos procesos crematorios,
escupieran un gramo de oro. Entretanto, lo aguardaba sin aburrirse, imperturbable en
la gigantesca tarea que se había impuesto: bordar el mantel más grande del mundo.
Comenzó con perros, gatos y mariposas, pero pronto la fantasía se apoderó de su
labor y fue apareciendo un paraíso de bestias imposibles que nacían de su aguja ante
los ojos preocupados de su padre. Severo consideraba que era tiempo de que su hija
se sacudiera la modorra y pusiera los pies en la realidad, que aprendiera algunos
oficios domésticos y se preparara para el matrimonio, pero Nívea no compartía esa
inquietud. Ella prefería no atormentar a su hija con exigencias terrenales, pues
presentía que Rosa era un ser celestial, que no estaba hecho para durar mucho tiempo
en el tráfico grosero de este mundo, por eso la dejaba en paz con sus hilos dé bordar y
no objetaba aquel zoológico de pesadilla.
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Una barba del corsé de Nívea se quebró y la punta se le clavó entre las costillas.
Sintió que se ahogaba dentro del vestido de terciopelo azul, el cuello de encaje
demasiado alto, las mangas muy estrechas, la cintura tan ajustada, que cuando se
soltaba la faja pasaba media hora con retorcijones de barriga hasta que las tripas se le
acomodaban en su posición normal. Lo habían discutido a menudo con sus amigas
sufragistas y habían llegado a la conclusión que mientras las mujeres no se cortaran
las faldas y el pelo y no se quitaran los refajos, daba igual que pudieran estudiar
medicina o tuvieran derecho a voto, porque de ningún modo tendrían ánimo para
hacerlo, pero ella misma no tenía valor para ser de las primeras en abandonar la
moda. Notó que la voz de Galicia había dejado de martillarle el cerebro. Se encontraba
en una de esas largas pausas del sermón que el cura, conocedor del efecto de un
silencio incómodo, empleaba con frecuencia. Sus ojos ardientes aprovechaban esos
momentos para recorrer a los feligreses uno por uno. Nívea soltó la mano de su hija
Clara y buscó un pañuelo en su manga para secarse una gota que le resbalaba por el
cuello. El silencio se hizo denso, el tiempo pareció detenido en la iglesia, pero nadie se
atrevió a toser o a acomodar la postura, para no atraer la atención del padre Restrepo.
Sus últimas frases todavía vibraban entre las columnas.
Y en ese momento, como recordara años más tarde Nívea, en medio de la ansiedad
y el silencio, se escuchó con toda nitidez la voz de su pequeña Clara.
-¡Pst! ¡Padre Restrepo! Si el cuento del infierno fuera pura mentira, nos chingamos
todos...
El dedo índice del jesuita, que ya estaba en el aire para señalar nuevos suplicios,
quedó suspendido como un pararrayos sobre su cabeza. La gente dejó de respirar y los
que estaban cabeceando se reanimaron. Los esposos Del Valle fueron los primeros en
reaccionar al sentir que los invadía el pánico y al ver que sus hijos comenzaban a
agitarse nerviosos. Severo comprendió que debía actuar antes que estallara la risa
colectiva o se desencadenara algún cataclismo celestial. Tomó a su mujer del brazo y a
Clara por el cuello y salió arrastrándolas a grandes zancadas, seguido por sus otros
hijos, que se precipitaron en tropel hacia la puerta. Alcanzaron a salir antes que el
sacerdote pudiera invocar un rayo que los convirtiera en estatuas de sal, pero desde el
umbral escucharon su terrible voz de arcángel ofendido.
-¡Endemoniada! ¡Soberbia endemoniada!
Esas palabras del padre Restrepo permanecieron en la memoria de la familia con la
gravedad de un diagnóstico y, en los años sucesivos, tuvieron ocasión de recordarlas a
menudo. La única que no volvió a pensar en ellas fue la misma Clara, que se limitó a
anotarlas en su diario y luego las olvidó. Sus padres, en cambio, no pudieron
ignorarlas, a pesar de que estaban de acuerdo en que la posesión demoníaca y la
soberbia eran dos pecados demasiado grandes para una niña tan pequeña. Temían a la
maledicencia de la gente y al fanatismo del padre Restrepo. Hasta ese día, no habían
puesto nombre a las excentricidades de su hija menor ni las habían relacionado con
influencias satánicas. Las tomaban como una característica de la niña, como la cojera
lo era de Luis o la belleza de Rosa. Los poderes mentales de Clara no molestaban a
nadie y no producían mayor desorden; se manifestaban casi siempre en asuntos de
poca importancia y en la estricta intimidad del hogar. Algunas veces, a la hora de la
comida, cuando estaban todos reunidos en el gran comedor de la casa, sentados en
estricto orden de dignidad y gobierno, el salero comenzaba a vibrar y de pronto se
desplazaba por la mesa entre las copas y platos, sin que mediara ninguna fuente de
energía conocida ni truco de ilusionista. Nívea daba un tirón a las trenzas de Clara y
con ese sistema conseguía que su hija abandonara su distracción lunática y devolviera
la normalidad al salero, que al punto recuperaba su inmovilidad. Los hermanos se
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habían organizado para que, en el caso de que hubiera visitas, el que estaba más cerca
detenía de un manotazo lo que se estaba moviendo sobre la mesa, antes que los
extraños se dieran cuenta y sufrieran un sobresalto. La familia continuaba comiendo
sin comentarios. También se habían habituado a los presagios de la hermana menor.
Ella anunciaba los temblores con alguna anticipación, lo que resultaba muy
conveniente en ese país de catástrofes, porque daba tiempo de poner a salvo la vajilla
y dejar al alcance de la mano las pantuflas para salir arrancando en la noche. A los seis
años Clara predijo que el caballo iba a voltear a Luis, pero éste se negó a escucharla y
desde entonces tenía una cadera desviada. Con el tiempo se le acortó la pierna
izquierda y tuvo que usar un zapato especial con una gran plataforma que él mismo se
fabricaba. En esa ocasión Nívea se inquietó, pero la Nana le devolvió la tranquilidad
diciendo que hay muchos niños que vuelan como las moscas, que adivinan los sueños
y hablan con las ánimas, pero a todos se les pasa cuando pierden la inocencia.
-Ninguno llega a grande en ese estado -explicó-. Espere que a la niña le venga la
demostración y va a ver que se le quita la maña de andar moviendo los muebles y
anunciando desgracias.
Clara era la preferida de la Nana. La había ayudado a nacer y ella era la única que
comprendía realmente la naturaleza estrafalaria de la niña. Cuando Clara salió del
vientre de su madre, la Nana la acunó, la lavó y desde ese instante amó
desesperadamente a esa criatura frágil, con los pulmones llenos de flema, siempre al
borde de perder el aliento y ponerse morada, que había tenido que revivir muchas
veces con el calor de sus grandes pechos cuando le faltaba el aire, pues ella sabía que
ése era el único remedio para el asma, mucho más efectivo que los jarabes
aguardentosos del doctor Cuevas.
Ese Jueves Santo, Severo se paseaba por la sala preocupado por el escándalo que
su hija había desatado en la misa. Argumentaba que sólo un fanático como el padre
Restrepo podía creer en endemoniados en pleno siglo veinte, el siglo de las luces, de la
ciencia y la técnica, en el cual el demonio había quedado definitivamente
desprestigiado. Nívea lo interrumpió para decir que no era ése el punto. Lo grave era
que si las proezas de su hija trascendían las paredes de la casa y el cura empezaba a
indagar, todo el mundo iba a enterarse.
-Va a empezar a llegar la gente para mirarla como si fuera un fenómeno -dijo Nívea.
-Y el Partido Liberal se irá al carajo -agregó Severo, que veía el daño que podía
hacer a su carrera política tener una hechizada en la familia.
En eso estaban cuando llegó la Nana arrastrando sus alpargatas, con su frufrú de
enaguas almidonadas, a anunciar que en el patio había unos hombres descargando a
un muerto. Así era. Entraron en un carro con cuatro caballos, ocupando todo el primer
patio, aplastando las camelias y ensuciando con bosta el reluciente empedrado, en un
torbellino de polvo, un piafar de caballos y un maldecir de hombres supersticiosos que
hacían gestos contra el mal de ojo. Traían el cadáver del tío Marcos con todo su
equipaje. Dirigía aquel tumulto un hombrecillo melifluo, vestido de negro, con levita y
un sombrero demasiado grande, que inició un discurso solemne para explicar las
circunstancias del caso, pero fue brutalmente interrumpido por Nívea, que se lanzó
sobre el polvoriento ataúd que contenía los restos de su hermano más querido. Nívea
gritaba que abrieran la tapa, para verlo con sus propios ojos. Ya le había tocado
enterrarlo en una ocasión anterior, y, por lo mismo, le cabía la duda de que tampoco
esa vez fuera definitiva su muerte. Sus gritos atrajeron a la multitud de sirvientes de la
casa y a todos los hijos, que acudieron corriendo al oír el nombre de su tío resonando
con lamentos de duelo.
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Hacía un par de años que Clara no veía a su tío Marcos, pero lo recordaba muy bien.
Era la única imagen perfectamente nítida de su infancia y para evocarla no necesitaba
consultar el daguerrotipo del salón, donde aparecía vestido de explorador, apoyado en
una escopeta de dos cañones de modelo antiguo, con el pie derecho sobre el cuello de
un tigre de Malasia, en la misma triunfante actitud que ella había observado en la
Virgen del altar mayor, pisando el demonio vencido entre nubes de yeso y ángeles
pálidos. A Clara le bastaba cerrar los ojos para ver a su tío en carne y hueso, curtido
por las inclemencias de todos los climas del planeta, flaco, con unos bigotes de
filibustero, entre los cuales asomaba su extraña sonrisa de dientes de tiburón. Parecía
imposible que estuviera dentro de ese cajón negro en el centro del patio.
En cada visita que hizo Marcos al hogar de su hermana Nívea, se quedó por varios
meses, provocando el regocijo de los sobrinos, especialmente de Clara, y una tormenta
en la que el orden doméstico perdía su horizonte. La casa se atochaba de baúles,
animales embalsamados, lanzas de indios, bultos de marinero. Por todos lados la gente
andaba tropezando con sus bártulos inauditos, aparecían bichos nunca vistos, que
habían hecho el viaje desde tierras remotas, para terminar aplastados bajo la escoba
implacable de la Nana en cualquier rincón de la casa. Los modales del tío Marcos eran
los de un caníbal, como decía Severo. Se pasaba la noche haciendo movimientos
incomprensibles en la sala, que, más tarde se supo, eran ejercicios destinados a
perfeccionar el control de la mente sobre el cuerpo y a mejorar la digestión. Hacía
experimentos de alquimia en la cocina, llenando toda la casa con humaredas fétidas y
arruinaba las ollas con sustancias sólidas que no se podían desprender del fondo.
Mientras los demás intentaban dormir, arrastraba sus maletas por los corredores,
ensayaba sonidos agudos con instrumentos salvajes y enseñaba a hablar en español a
un loro cuya lengua materna era de origen amazónico. En el día dormía en una
hamaca que había tendido entre dos columnas del corredor, sin más abrigo que un
taparrabos que ponía de pésimo humor a Severo, pero que Nívea disculpaba porque
Marcos la había convencido de que así predicaba el Nazareno. Clara recordaba
perfectamente, a pesar de que entonces era muy pequeña, la primera vez que su tío
Marcos llegó a la casa de regreso de uno de sus viajes. Se instaló como si fuera a
quedarse para siempre. Al poco tiempo, aburrido de presentarse en tertulias de
señoritas donde la dueña de la casa tocaba el piano, jugar al naipe y eludir los
apremios de todos sus parientes para que sentara cabeza y entrara a trabajar de
ayudante en el bufete de abogados de Severo del Valle, se compró un organillo y salió
a recorrer las calles, con la intención de seducir a su prima Antonieta y, de paso,
alegrar al público con su música de manivela. La máquina no era más que un cajón
roñoso provisto de ruedas, pero él la pintó con motivos marineros y le puso una falsa
chimenea de barco. Quedó con aspecto de cocina a carbón. El organillo tocaba una
marcha militar y un vals alternadamente y entre vuelta y vuelta de la manivela, el loro,
que había aprendido el español, aunque todavía guardaba su acento extranjero, atraía
a la concurrencia con gritos agudos. También sacaba con el pico unos papelitos de una
caja para vender la suerte a los curiosos. Los papeles rosados, verdes y azules eran
tan ingeniosos, que siempre apuntaban a los más secretos deseos del cliente. Además
de los papeles de la suerte, vendía pelotitas de aserrín para divertir a los niños y
polvos contra la impotencia, que comerciaba a media voz con los transeúntes
afectados por ese mal. La idea del organillo nació como un último y desesperado
recurso para atraer a la prima Antonieta, después que le fallaron otras formas más
convencionales de cortejarla. Pensó que ninguna mujer en su sano juicio podía
permanecer impasible ante una serenata de organillo. Eso fue lo que hizo. Se colocó
debajo de su ventana un atardecer, a tocar su marcha militar y su vals, en el momento
en que ella tomaba el té con un grupo de amigas. Antonieta no se dio por aludida
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hasta que el loro comenzó a llamarla por su nombre de pila y entonces se asomó a la
ventana. Su reacción no fue la que esperaba su enamorado. Sus amigas se encargaron
de repartir la noticia por todos los salones de la ciudad y, al día siguiente, la gente
empezó a pasear por las calles céntricas en la esperanza de ver con sus propios ojos al
cuñado de Severo del Valle tocando el organillo y vendiendo pelotitas de aserrín con un
loro apolillado, simplemente por el placer de comprobar que también en las mejores
familias había buenas razones para avergonzarse. Ante el bochorno familiar, Marcos
tuvo que desistir del organillo y elegir métodos menos conspicuos para atraer a la
prima Antonieta, pero no renunció a asediarla. De todos modos, al final no tuvo éxito,
porque la joven se casó de la noche a la mañana con un diplomático veinte años
mayor, que se la llevó a vivir a un país tropical cuyo nombre nadie pudo recordar, pero
que sugería negritud, bananas y palmeras, donde ella consiguió sobreponerse al
recuerdo de aquel pretendiente que arruinó sus diecisiete años con su marcha militar y
su vals. Marcos se hundió en la depresión durante dos o tres días, al cabo de los cuales
anunció que jamás se casaría y que se iba a dar la vuelta al mundo. Vendió el organillo
a un ciego y dejó el loro como herencia a Clara, pero la Nana lo envenenó
secretamente con una sobredosis de aceite de hígado de bacalao, porque no podía
soportar su mirada lujuriosa, sus pulgas y sus gritos destemplados ofreciendo papelitos
para la suerte, pelotas de aserrín y polvos para la impotencia.
Ése fue el viaje más largo de Marcos. Regresó con un cargamento de enormes cajas
que se almacenaron en el último patio, entre el gallinero y la bodega de la leña, hasta
que terminó el invierno. Al despuntar la primavera, las hizo trasladar al Parque de los
Desfiles, un descampado enorme donde se juntaba el pueblo a ver marchar a los
militares durante las Fiestas Patrias, con el paso de ganso que habían copiado de los
prusianos. Al abrir las cajas, se vio que contenían piezas sueltas de madera, metal y
tela pintada. Marcos pasó dos semanas armando las partes de acuerdo a las
instrucciones de un manual en inglés, que descifró con su invencible imaginación y un
pequeño diccionario. Cuando el trabajo estuvo listo, resultó ser un pájaro de
dimensiones prehistóricas, con un rostro de águila furiosa pintado en su parte
delantera, alas movibles y una hélice en el lomo. Causó conmoción. Las familias de la
oligarquía olvidaron el organillo y Marcos se convirtió en la novedad de la temporada.
La gente hacía paseos los domingos para ir a ver al pájaro y los vendedores de
chucherías y fotógrafos ambulantes hicieron su agosto. Sin embargo, al poco tiempo
comenzó a agotarse el interés del público. Entonces Marcos anunció que apenas se
despejara el tiempo pensaba elevarse en el pájaro y cruzar la cordillera. La noticia se
regó en pocas horas y se convirtió en el acontecimiento más comentado del año. La
máquina yacía con la panza asentada en tierra firme, pesada y torpe, con más aspecto
de pato herido, que de uno de esos modernos aeroplanos que empezaban a fabricarse
en Norteamérica. Nada en su apariencia permitía suponer que podría moverse y mucho
menos encumbrarse y atravesar las montañas nevadas. Los periodistas y curiosos
acudieron en tropel. Marcos sonreía inmutable ante la avalancha de preguntas y
posaba para los fotógrafos sin ofrecer ninguna explicación técnica o científica respecto
a la forma en que pensaba realizar su empresa. Hubo gente que viajó de provincia
para ver el espectáculo. Cuarenta años después, su sobrino nieto Nicolás, a quien
Marcos no llegó a conocer, desenterró la iniciativa de volar que siempre estuvo
presente en los hombres de su estirpe. Nicolás tuvo la idea de hacerlo con fines
comerciales, en una salchicha gigantesca rellena con aire caliente, que llevaría impreso
un aviso publicitario de bebidas gaseosas. Pero, en los tiempos en que Marcos anunció
su viaje en aeroplano, nadie creía que ese invento pudiera servir para algo útil. Él lo
hacía por espíritu aventurero. El día señalado para el vuelo amaneció nublado, pero
había tanta expectación, que Marcos no quiso aplazar la fecha. Se presentó
La casa de los espíritus
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puntualmente en el sitio y no dio ni una mirada al cielo que se cubría de grises
nubarrones. La muchedumbre atónita, llenó todas las calles adyacentes, se encaramó
en los techos y los balcones de las casas próximas y se apretujó en el parque. Ninguna
concentración política pudo reunir a tanta gente hasta medio siglo después, cuando el
primer candidato marxista aspiraba, por medios totalmente democráticos, a ocupar el
sillón de los Presidentes. Clara recordaría toda su vida ese día de fiesta. La gente se
vistió de primavera, adelantándose un poco a la inauguración oficial de la temporada,
los hombres con trajes de lino blanco y las damas con los sombreros de pajilla italiana
que hicieron furor ese año. Desfilaron grupos de escolares con sus maestros, llevando
flores para el héroe. Marcos recibía las flores y bromeaba diciendo que esperaran que
se estrellara para llevarle flores al entierro. El obispo en persona, sin que nadie se lo
pidiera, apareció con dos turiferarios a bendecir el pájaro y el orfeón de la gendarmería
tocó música alegre y sin pretensiones, para el gusto popular. La policía, a caballo y con
lanzas, tuvo dificultad en mantener a la multitud alejada del centro del parque, donde
estaba Marcos, vestido con una braga de mecánico, con grandes anteojos de
automovilista y su cucalón de explorador. Para el vuelo llevaba, además, su brújula, un
catalejo y unos extraños mapas de navegación aérea que él mismo había trazado
basándose en las teorías de Leonardo da Vinci y en los conocimientos australes de los
incas. Contra toda lógica, al segundo intento el pájaro se elevó sin contratiempos y
hasta con cierta elegancia, entre los crujidos de su esqueleto y los estertores de su
motor. Subió aleteando y se perdió entre las nubes, despedido por una fanfarria de
aplausos, silbatos, pañuelos, banderas, redobles musicales del orfeón y aspersiones de
agua bendita. En tierra quedó el comentario de la maravillada concurrencia y de los
hombres más instruidos, que intentaron dar una explicación razonable al milagro. Clara
siguió mirando el cielo hasta mucho después que su tío se hizo invisible. Creyó
divisarlo diez minutos más tarde, pero sólo era un gorrión pasajero. Después de tres
días, la euforia provocada por el primer vuelo de aeroplano en el país, se desvaneció y
nadie volvió a acordarse del episodio, excepto Clara, que oteaba incansablemente las
alturas.
A la semana sin tener noticias del tío volador, se supuso que había subido hasta
perderse en el espacio sideral y los más ignorantes especularon con la idea de que
llegaría a la luna. Severo determinó, con una mezcla de tristeza y de alivio, que su
cuñado se había caído con su máquina en algún resquicio de la cordillera, donde nunca
sería encontrado. Nívea lloró desconsoladamente y prendió unas velas a san Antonio,
patrono de las cosas perdidas. Severo se opuso a la idea de mandar a decir algunas
misas, porque no creía en ese recurso para ganar el cielo y mucho menos para volver
a la tierra, y sostenía que las misas y las mandas, así como las indulgencias y el tráfico
de estampitas y escapularios, eran un negocio deshonesto. En vista de eso, Nívea y la
Nana pusieron a todos los niños a rezar a escondidas el rosario durante nueve días.
Mientras tanto, grupos de exploradores y andinistas voluntarios lo buscaron
incansablemente por picos y quebradas de la cordillera, recorriendo uno por uno todos
los vericuetos accesibles, hasta que por último regresaron triunfantes y entregaron a la
familia los restos mortales en un negro y modesto féretro sellado. Enterraron al
intrépido viajero en un funeral grandioso. Su muerte lo convirtió en un héroe y su
nombre estuvo varios días en los titulares de todos los periódicos. La misma
muchedumbre que se juntó para despedirlo el día que se elevó en el pájaro, desfiló
frente a su ataúd. Toda la familia lo lloró como se merecía, menos Clara, que siguió
escrutando el cielo con paciencia de astrónomo. Una semana después del sepelio,
apareció en el umbral de la puerta de la casa de Nívea y Severo del Valle, el propio tío
Marcos, de cuerpo presente, con una alegre sonrisa entre sus bigotes de pirata.
Gracias a los rosarios clandestinos de las mujeres y los niños, como él mismo lo
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admitió, estaba vivo y en posesión de todas sus facultades, incluso la del buen humor.
A pesar del noble origen de sus mapas aéreos, el vuelo había sido un fracaso, perdió el
aeroplano y tuvo que regresar a pie, pero no traía ningún hueso roto y mantenía
intacto su espíritu aventurero. Esto consolidó para siempre la devoción de la familia
por san Antonio y no sirvió de escarmiento a las generaciones futuras que también
intentaron volar con diferentes medios. Legalmente, sin embargo, Marcos era un
cadáver. Severo del Valle tuvo que poner todo su conocimiento de las leyes al servicio
de devolver la vida y la condición de ciudadano a su cuñado. Al abrir el ataúd, delante
de las autoridades correspondientes, se vio que habían enterrado una bolsa de arena.
Este hecho manchó el prestigio, hasta entonces impoluto, de los exploradores y los
andinistas voluntarios: desde ese día fueron considerados poco menos que
malhechores.
La heroica resurrección de Marcos acabó por hacer olvidar a todo el mundo el asunto
del organillo. Volvieron a invitarlo a todos los salones de la ciudad y, al menos por un
tiempo, su nombre se reivindicó. Marcos vivió en la casa de su hermana por unos
meses. Una noche se fue sin despedirse de nadie, dejando sus baúles, sus libros, sus
armas, sus botas y todos sus bártulos. Severo, y hasta la misma Nívea, respiraron
aliviados. Su última visita había durado demasiado. Pero Clara se sintió tan afectada,
que pasó una semana caminando sonámbula y chupándose el dedo. La niña, que
entonces tenía siete años, había aprendido a leer los libros de cuentos de su tío y
estaba más cerca de él que ningún otro miembro de la familia, debido a sus
habilidades adivinatorias. Marcos sostenía que la rara virtud de su sobrina podía ser
una fuente de ingresos y una buena oportunidad para desarrollar su propia
clarividencia. Tenía la teoría de que esta condición estaba presente en todos los seres
humanos, especialmente en los de su familia, y que si no funcionaba con eficiencia era
sólo por falta de entrenamiento. Compró en el Mercado Persa una bola de vidrio que,
según él, tenía propiedades mágicas y venía de Oriente, pero más tarde se supo que
era sólo un flotador de bote pesquero, la puso sobre un paño de terciopelo negro y
anunció que podía ver la suerte, curar el mal de ojo, leer el pasado y mejorar la
calidad de los sueños, todo por cinco centavos. Sus primeros clientes fueron las
sirvientas del vecindario. Una de ellas había sido acusada de ladrona, porque su
patrona había extraviado una sortija. La bola de vidrio indicó el lugar donde se
encontraba la joya: había rodado debajo de un ropero. Al día siguiente había una cola
en la puerta de la casa. Llegaron los cocheros, los comerciantes, los repartidores de
leche y agua y más tarde aparecieron discretamente algunos empleados municipales y
señoras distinguidas, que se deslizaban discretamente a lo largo de las paredes,
procurando no ser reconocidas. La clientela era recibida por la Nana, que los ordenaba
en la antesala y cobraba los honorarios. Este trabajo la mantenía ocupada casi todo el
día y llegó a absorberla tanto, que descuidó sus labores en la cocina y la familia
empezó a quejarse de que lo único que había para la cena eran porotos añejos y dulce
de membrillo. Marcos arregló la cochera con unos cortinajes raídos que alguna vez
pertenecieron al salón, pero que el abandono y la vejez habían convertido en
polvorientas hilachas. Allí atendía al público con Clara. Los dos adivinos vestían túnicas
«del color de los hombres de la luz», como llamaba Marcos al amarillo. La Nana tiñó
las túnicas con polvos de azafrán, haciéndolas hervir en la olla destinada al manjar
blanco. Marcos llevaba, además de la túnica, un turbante amarrado en la cabeza y un
amuleto egipcio colgando al cuello. Se había dejado crecer la barba y el pelo y estaba
más delgado que nunca. Marcos y Clara resultaban totalmente convincentes, sobre
todo porque la niña no necesitaba mirar la bola de vidrio para adivinar lo que cada uno
quería oír. Lo soplaba al oído al tío Marcos, quien transmitía el mensaje al cliente e
improvisaba los consejos que le parecían atinados. Así se propagó su fama, porque los
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que llegaban al consultorio alicaídos y tristes, salían llenos de esperanzas, los
enamorados que no eran correspondidos obtenían orientación para cultivar el corazón
indiferente y los pobres se llevaban infalibles martingalas para apostar en las carreras
del canódromo. El negocio llegó a ser tan próspero, que la antesala estaba siempre
atiborrada de gente y a la Nana empezaron a darle vahídos de tanto estar parada. En
esa ocasión Severo no tuvo necesidad de intervenir para ponerle fin a la iniciativa
empresarial de su cuñado, porque los dos adivinos, al darse cuenta de que sus aciertos
podían modificar el destino de la clientela, que seguía al pie de la letra sus palabras, se
atemorizaron y decidieron que ése era un oficio de tramposos. Abandonaron el oráculo
de la cochera y se repartieron equitativamente las ganancias, aunque en realidad la
única que estaba interesada en el aspecto material del negocio era la Nana.
De todos los hermanos Del Valle, Clara era la que tenía más resistencia e interés
para escuchar los cuentos de su tío. Podía repetir cada uno, sabía de memoria varias
palabras en dialectos de indios extranjeros, conocía sus costumbres y podía describir la
forma en que se atraviesan trozos de madera en los labios y en los lóbulos de las
orejas, así como los ritos de iniciación y los nombres de las serpientes más venenosas
y sus antídotos. Su tío era tan elocuente, que la niña podía sentir en su propia carne la
quemante mordedura de las víboras, ver al reptil deslizarse sobre la alfombra entre las
patas del arrimo de jacarandá y escuchar los gritos de las guacamayas entre las
cortinas del salón. Se acordaba sin vacilaciones del recorrido de Lope de Aguirre en su
búsqueda de El Dorado, de los nombres impronunciables de la flora y la fauna visitadas
o inventadas por su tío maravilloso, sabía de los lamas que toman té salado con grasa
de yac y podía describir con detalle a las opulentas nativas de la Polinesia, los
arrozales de la China o las blancas planicies de los países del Norte, donde el hielo
eterno mata a las bestias y a los hombres que se distraen, petrificándolos en pocos
minutos. Marcos tenía varios diarios de viaje donde escribía sus recorridos y sus
impresiones así como una colección de mapas y de libros de cuentos, de aventuras y
hasta de hadas, que guardaba dentro de sus baúles en el cuarto de los cachivaches, al
fondo del tercer patio de la casa. De allí salieron para poblar los sueños de sus
descendientes hasta que fueron quemados por error medio siglo más tarde, en una
pira infame.
De su último viaje, Marcos regresó en un ataúd. Había muerto de una misteriosa
peste africana que lo fue poniendo arrugado y amarillo como un pergamino. Al sentirse
enfermo emprendió el viaje de vuelta con la esperanza de que los cuidados de su
hermana y la sabiduría del doctor Cuevas le devolverían la salud y la juventud, pero no
resistió los sesenta días de travesía en barco y a la altura de Guayaquil murió
consumido por la fiebre y delirando sobre mujeres almizcladas y tesoros escondidos. El
capitán del barco, un inglés de apellido Longfellow, estuvo a punto de lanzarlo al mar
envuelto en una bandera, pero Marcos había hecho tantos amigos y enamorado a
tantas mujeres a bordo del transatlántico, a pesar de su aspecto jibarizado y su delirio,
que los pasajeros se lo impidieron y Longfellow tuvo que almacenarlo, junto a las
verduras del cocinero chino, para preservarlo del calor y los mosquitos del trópico,
hasta que el carpintero de a bordo le improvisó un cajón. En El Callao consiguieron un
féretro apropiado y algunos días después el capitán, furioso por las molestias que ese
pasajero le había causado a la Compañía de Navegación y a él personalmente, lo
descargó sin miramientos en el muelle, extrañado de que nadie se presentara a
reclamarlo ni a pagar los gastos extraordinarios. Más tarde se enteró de que el correo
en esas latitudes no tenía la misma confiabilidad que en su lejana Inglaterra y que sus
telegramas se volatilizaron por el camino. Afortunadamente para Longfellow, apareció
un abogado de la aduana que conocía a la familia Del Valle y ofreció hacerse cargo del
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asunto, metiendo a Marcos y su complejo equipaje en un coche de flete y llevándolo a
la capital al único domicilio fijo que se le conocía: la casa de su hermana.
Para Clara ése habría sido uno de los momentos más dolorosos de su vida, si
Barrabás no hubiera llegado mezclado con los bártulos de su tío. Ignorando la
perturbación que reinaba en el patio, su instinto la condujo directamente al rincón
donde habían tirado la jaula. Adentro estaba Barrabás. Era un montón de huesitos
cubiertos con un pelaje de color indefinido, lleno de peladuras infectadas, un ojo
cerrado y el otro supurando legañas, inmóvil como un cadáver en su propia porquería.
A pesar de su apariencia, la niña no tuvo dificultad en identificarlo.
-¡Un perrito! -chilló.
Se hizo cargo del animal. Lo sacó de la jaula, lo acunó en su pecho y con cuidados
de misionera consiguió darle agua en el hocico hinchado y reseco. Nadie se había
preocupado de alimentarlo desde que el capitán Longfellow, quien como todos los
ingleses trataba mucho mejor a los animales que a los humanos, lo depositó con el
equipaje en el muelle. Mientras el perro estuvo a bordo junto a su amo moribundo, el
capitán lo alimentó con su propia mano y lo paseó por la cubierta, prodigándole todas
las atenciones que le escatimó a Marcos, pero una vez en tierra firme, fue tratado
como parte del equipaje. Clara se convirtió en una madre para el animal, sin que nadie
le disputara ese dudoso privilegio, y consiguió reanimarlo. Un par de días más tarde,
una vez que se calmó la tempestad de la llegada del cadáver y del entierro del tío
Marcos, Severo se fijó en el bicho peludo que su hija llevaba en los brazos.
-¿Qué es eso? -preguntó.
-Barrabás-dijo Clara.
-Entrégueselo al jardinero, para que se deshaga de él. Puede contagiarnos alguna
enfermedad -ordenó Severo.
Pero Clara lo había adoptado.
-Es mío, papá. Si me lo quita, le juro que dejo de respirar y me muero.
Se quedó en la casa. Al poco tiempo corría por todas partes devorándose los flecos
de las cortinas, las alfombras y las patas de los muebles. Se recuperó de su agonía con
gran rapidez y empezó a crecer. Al bañarlo se supo que era negro, de cabeza
cuadrada, patas muy largas y pelo corto. La Nana sugirió mocharle la cola, para que
pareciera perro fino, pero Clara agarró un berrinche que degeneró en ataque de asma
y nadie volvió a mencionar el asunto. Barrabás se quedó con la cola entera y con el
tiempo ésta llegó a tener el largo de un palo de golf, provista de movimientos
incontrolables que barrían las porcelanas de las mesas y volcaban las lámparas. Era de
raza desconocida. No tenía nada en común con los perros que vagabundeaban por la
calle y mucho menos con las criaturas de pura raza que criaban algunas familias
aristocráticas. El veterinario no supo decir cuál era su origen y Clara supuso que
provenía de la China, porque gran parte del contenido del equipaje de su tío eran
recuerdos de ese lejano país. Tenía una ilimitada capacidad de crecimiento. A los seis
meses era del tamaño de una oveja y al año de las proporciones de un potrillo. La
familia, desesperada, se preguntaba hasta dónde crecería y comenzaron a dudar de
que fuera realmente un perro, especularon que podía tratarse de un animal exótico
cazado por el tío explorador en alguna región remota del mundo y que tal vez en su
estado primitivo era feroz. Nívea observaba sus pezuñas de cocodrilo y sus dientes
afilados y su corazón de madre se estremecía pensando que la bestia podía arrancarle
la cabeza a un adulto de un tarascón y con mayor razón a cualquiera de sus niños.
Pero Barrabás no daba muestras de ninguna ferocidad, por el contrario. Tenía los
retozos de un gatito. Dormía abrazado a Clara, dentro de su cama, con la cabeza en el
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almohadón de plumas y tapado hasta el cuello porque era friolento, pero después,
cuando ya no cabía en la cama, se tendía en el suelo a su lado, con su hocico de
caballo apoyado en la mano de la niña. Nunca se lo vio ladrar ni gruñir. Era negro y
silencioso como una pantera, le gustaban el jamón y las frutas confitadas y cada vez
que había visitas y olvidaban encerrarlo, entraba sigilosamente al comedor y daba una
vuelta a la mesa retirando con delicadeza sus bocadillos preferidos de los platos sin
que ninguno de los comensales se atreviera a impedírselo. A pesar de su
mansedumbre de doncella, Barrabás inspiraba terror. Los proveedores huían
precipitadamente cuando se asomaba a la calle y en una oportunidad su presencia
provocó pánico entre las mujeres que hacían fila frente al carretón que repartía la
leche, espantando al percherón de tiro, que salió dispararlo en medio de un estropicio
de cubos de leche desparramados en el empedrado. Severo tuvo que pagar todos los
destrozos y ordenó que el perro fuera amarrado en el patio, pero Clara tuvo otra de
sus pataletas y la decisión fue aplazada por tiempo indefinido. La fantasía popular y la
ignorancia respecto a su raza, atribuyeron a Barrabás características mitológicas.
Contaban que siguió creciendo y que si no hubiera puesto fin a su existencia la
brutalidad de un carnicero, habría llegado a tener el tamaño de un camello. La gente lo
creía una cruza de perro con yegua, suponían que podían aparecerle alas, cuernos y un
aliento sulfuroso de dragón, como las bestias que bordaba Rosa en su interminable
mantel. La Nana, harta de recoger porcelana rota y oír los chismes de que se convertía
en lobo las noches de luna llena, usó con él el mismo sistema que con el loro, pero la
sobredosis de aceite de hígado de bacalao no lo mató; sino que le provocó una
cagantina de cuatro días que cubrió la casa de arriba abajo y que ella misma tuvo que
limpiar.
Eran tiempos difíciles. Yo tenía entonces alrededor de veinticinco años, pero me
parecía que me quedaba poca vida por delante para labrarme un futuro y tener la
posición que deseaba. Trabajaba como un animal y las pocas veces que me sentaba a
descansar, obligado por el tedio de algún domingo, sentía que estaba perdiendo
momentos preciosos y que cada minuto de ocio era un siglo más lejos de Rosa. Vivía
en la mina, en una casucha de tablas con techo de zinc, que me fabriqué yo mismo con
la ayuda de un par de peones. Era una sola pieza cuadrada donde acomodé mis
pertenencias, con un ventanuco en cada pared, para que circulara el aire bochornoso
del día, con postigos para cerrarlos en la noche, cuando corría el viento glacial. Todo
mi mobiliario consistía en una silla, un catre de campaña, una mesa rústica, una
máquina de escribir y una pesada caja fuerte que tuve que hacer llevar a lomo de mula
a través del desierto, donde guardaba los jornales de los mineros, algunos documentos
y una bolsita de lona donde brillaban los pequeños trozos de oro que representaban el
fruto de tanto esfuerzo. No era cómoda, pero yo estaba acostumbrado a la
incomodidad. Nunca me había bañado en agua caliente y los recuerdos que tenía de mi
niñez eran de frío, soledad y un eterno vacío en el estómago. Allí comí, dormí y escribí
durante dos años, sin más distracción que unos cuantos libros muchas veces leídos,
una ruma de periódicos atrasados, unos textos en inglés que me sirvieron para
aprender los rudimentos de esa magnífica lengua, y una caja con llave donde guardaba
la correspondencia que mantenía con Rosa. Me había acostumbrado a escribirle a
máquina, con una copia que guardaba para mí y que ordenaba por fechas junto a las
pocas cartas que recibí de ella. Comía el mismo rancho que se cocinaba para los
mineros y tenía prohibido que circulara licor en la mina. Tampoco lo tenía en mi casa,
porque siempre he pensado que la soledad y el aburrimiento terminan por convertir al
hombre en alcohólico. Tal vez el recuerdo de mi padre, con el cuello desabotonado, la
corbata floja y manchada, los ojos turbios y el aliento pesado, con un vaso en la mano,
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hicieron de mí un abstemio. No tengo buena cabeza para el trago, me emborracho con
facilidad. Descubrí eso a los dieciséis años y nunca lo he olvidado. Una vez me
preguntó mi nieta cómo pude vivir tanto tiempo solo y tan lejos de la civilización. No lo
sé. Pero en realidad debe haber sido más fácil para mí que para otros, porque no soy
una persona sociable, no tengo muchos amigos ni me gustan las fiestas o el bochinche,
por el contrario, me siento mejor solo. Me cuesta mucho intimar con la gente. En
aquella época todavía no había vivido con una mujer, así es que tampoco podía echar
de menos lo que no conocía. No era enamoradizo, nunca lo he sido, soy de naturaleza
fiel, a pesar de que basta la sombra de un brazo, la curva de una cintura, el quiebre de
una rodilla femenina, para que me vengan ideas a la cabeza aún hoy, cuando ya estoy
tan viejo que al verme en el espejo no me reconozco. Parezco un árbol torcido. No
estoy tratando de justificar mis pecados de juventud con el cuento de que no podía
controlar el ímpetu de mis deseos, ni mucho menos. A esa edad yo estaba
acostumbrado a la relación sin futuro con mujeres de vida ligera, puesto que no tenía
posibilidad con otras. En mi generación hacíamos un distingo entre las mujeres
decentes y las otras y también dividíamos a las decentes entre propias y ajenas. No
había pensado en el amor antes de conocer a Rosa y el romanticismo me parecía
peligroso e inútil y si alguna vez me gustó alguna jovencita, no me atreví a acercarme
a ella por temor a ser rechazado y al ridículo. He sido muy orgulloso y por mi orgullo
he sufrido más que otros.
Ha pasado mucho más de medio siglo, pero aún tengo grabado en la memoria el
momento preciso en que Rosa, la bella, entró en mi vida, como un ángel distraído que
al pasar me robó el alma. Iba con la Nana y otra criatura, probablemente alguna
hermana menor. Creo que llevaba un vestido color lila, pero no estoy seguro, porque
no tengo ojo para la ropa de mujer y porque era tan hermosa, que aunque llevara una
capa de armiño, no habría podido fijarme sino en su rostro. Habitualmente no ando
pendiente de las mujeres, pero habría tenido que ser tarado para no ver esa aparición
que provocaba un tumulto a su paso y congestionaba el tráfico, con ese increíble pelo
ver que le enmarcaba la cara como un sombrero de fantasía, su porte hada y esa
manera de moverse como si fuera volando. Pasó por delante de mí sin verme y
penetró flotando a la confitería de la Plaza de Armas. Me quedé en la calle,
estupefacto, mientras ella compraba caramelos de anís, eligiéndolos uno por uno, con
su risa de cascabeles, echándose unos a la boca y dando otros a su hermana. No fui el
único hipnotizado, en pocos minutos se formó un corrillo de hombres que atisbaban
por la vitrina. Entonces reaccioné. No se me ocurrió que estaba muy lejos de ser el
pretendiente ideal para aquella joven celestial, puesto que no tenía fortuna, distaba de
ser buen mozo y tenía por delante un futuro incierto. ¡Y no la conocía! Pero estaba
deslumbrado y decidí en ese mismo momento que era la única mujer digna de ser mi
esposa y que si no podía tenerla, prefería el celibato. La seguí todo el camino de vuelta
a su casa. Me subí en el mismo tranvía y me senté tras ella, sin poder quitar la vista de
su nuca perfecta, su cuello redondo, sus hombros suaves acariciados por los rizos
verdes que escapaban del peinado. No sentí el movimiento del tranvía, porque iba
como en sueños. De pronto se deslizó por el pasillo, y al pasar por mi lado sus
sorprendentes pupilas de oro se detuvieron un instante en las mías. Debí morir un
poco. No podía respirar y se me detuvo el pulso. Cuando recuperé la compostura, tuve
que saltar a la vereda, con riesgo de romperme algún hueso, y correr en dirección a la
calle que ella había tomado. Adiviné donde vivía al divisar una mancha color lila que se
esfumaba tras un portón. Desde ese día monté guardia frente a su casa, paseando la
cuadra como perro huacho, espiando, sobornando al jardinero, metiendo conversación
a las sirvientas, hasta que conseguí hablar con la Nana y ella, santa mujer, se
compadeció de mí y aceptó hacerle llegar los billetes de amor, las flores y las
La casa de los espíritus
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incontables cajas de caramelos de anís con que intenté ganar su corazón. También le
enviaba acrósticos. No sé versificar, pero había un librero español que era un genio
para la rima, donde mandaba a hacer poemas, canciones, cualquier cosa cuya materia
prima fuera la tinta y el papel. Mi hermana Férula me ayudó a acercarme a la familia
Del Valle, descubriendo remotos parentescos entre nuestros apellidos y buscando la
oportunidad de saludarnos a la salida de misa. Así fue como pude visitar a Rosa. El día
que entré a su casa y la tuve al alcance de mi voz, no se me ocurrió nada para decirle.
Me quedé mudo, con el sombrero en la mano y la boca abierta, hasta que sus padres,
que conocían esos síntomas, me rescataron. No sé qué pudo ver Rosa en mí, ni por
qué con el tiempo, me aceptó por esposo. Llegué a ser su novio oficial sin tener que
realizar ninguna proeza sobrenatural, porque a pesar de su belleza inhumana y sus
innumerables virtudes, Rosa no tenía pretendientes. Su madre me dio la explicación:
dijo que ningún hombre se sentía lo bastante fuerte como para pasar la vida
defendiendo a Rosa de las apetencias de los demás. Muchos la habían rondado,
perdiendo la razón por ella, pero hasta que yo aparecí en el horizonte, no se había
decidido nadie. Su belleza atemorizaba, por eso la admiraban de lejos, pero no se
acercaban. Yo trunca pensé en eso, en realidad. Mi problema era que no tenía ni un
peso, pero me sentía capaz, por la fuerza del amor, de convertirme en un hombre rico.
Miré a mi alrededor buscando un camino rápido, dentro de los límites de la honestidad
en que me habían educado, y vi que para triunfar necesitaba tener padrinos, estudios
especiales o un capital. No era suficiente tener un apellido respetable. Supongo que si
hubiera tenido dinero para empezar, habría apostado al naipe o a los caballos, pero
como no era el caso, tuve que pensar en trabajar en algo que, aunque fuera
arriesgado, pudiera darme fortuna. Las minas de oro y de plata eran el sueño de los
aventureros: podían hundirlos en la miseria, matarlos de tuberculosis o convertirlos en
hombres poderosos. Era cuestión de suerte. Obtuve la concesión de una mina en el
Norte con la ayuda del prestigio del apellido de mi madre, que sirvió para que el banco
me diera una fianza. Me hice firme propósito de sacarle hasta el último gramo del
precioso metal, aunque para ello tuviera que estrujar el cerro con mis propias manos y
moler las rocas a patadas. Por Rosa estaba dispuesto a eso y mucho más.
A fines del otoño, cuando la familia se había tranquilizado respecto a las intenciones
del padre Restrepo, quien tuvo que apaciguar su vocación de inquisidor después que el
obispo en persona le advirtió que dejara en paz a la pequeña Clara del Valle, y cuando
todos se habían resignado a la idea de que el tío Marcos estaba realmente muerto,
comenzaron a concretarse los planes políticos de Severo. Había trabajado durante
años con ese fin. Fue un triunfo para él cuando lo invitaron a presentarse como
candidato del Partido Liberal en las elecciones parlamentarias, en representación de
una provincia del Sur donde nunca había estado y tampoco podía ubicar fácilmente en
el mapa. El Partido estaba muy necesitado de gente y Severo muy ansioso de ocupar
un escaño en el Congreso, de modo que no tuvieron dificultad en convencer a los
humildes electores del Sur, que nombraran a Severo como su candidato. La invitación
fue apoyada por un cerdo asado, rosado y monumental, que fue enviado por los
electores a la casa de la familia Del Valle. Iba sobre una gran bandeja de madera,
perfumado y brillante, con un perejil en el hocico y una zanahoria en el culo,
reposando en un lecho de tomates. Tenía un costurón en la panza y adentro estaba
relleno con perdices, que a su vez estaban rellenas con ciruelas. Llegó acompañado por
una garrafa que contenía medio galón del mejor aguardiente del país. La idea de
convertirse en diputado o, mejor aún, en senador, era un sueño largamente acariciado
por Severo. Había ido llevando las cosas hasta esa meta con un minucioso trabajo de
contactos, amistades, conciliábulos, apariciones públicas discretas pero eficaces, dinero
La casa de los espíritus
Isabel Allende
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y favores que hacía a las personas adecuadas en el momento preciso. Aquella
provincia sureña, aunque remota y desconocida, era lo que estaba esperando.
Lo del cerdo fue un martes. El viernes, cuando ya del cerdo no quedaba más que los
pellejos y los huesos que roía Barrabás en el patio, Clara anunció que habría otro
muerto en la casa.
-Pero será un muerto por equivocación -dijo.
El sábado pasó mala noche y despertó gritando. La Nana le dio una infusión de tilo y
nadie le hizo caso, porque estaban ocupados con los preparativos del viaje del padre al
Sur y porque la bella Rosa amaneció con fiebre. Nívea ordenó que dejaran a Rosa en
cama y el doctor Cuevas dijo que no era nada grave, que le dieran una limonada tibia
y bien azucarada, con un chorrillo de licor, para que sudara la calentura. Severo fue a
ver a su hija y la encontró arrebolada y con los ojos brillantes, hundida en los encajes
color mantequilla de sus sábanas. Le llevó de regalo un carnet de baile y autorizó a la
Nana para abrir la garrafa de aguardiente y echarle a la limonada. Rosa se bebió la
limonada, se arropó en su mantilla de lana y se durmió enseguida al lado de Clara, con
quien compartía la habitación.
En la mañana del domingo trágico, la Nana se levantó temprano, como siempre.
Antes de ir a misa fue a la cocina a preparar el desayuno de la familia. La cocina a leña
y carbón había quedado preparada desde el día anterior y ella encendió el fogón en el
rescoldo de las brasas aún tibias. Mientras calentaba el agua y hervía la leche, fue
acomodando los platos para llevarlos al comedor. Empezó a cocinar la avena, a colar el
café, tostar el pan. Arregló dos bandejas, una para Nívea, que siempre tomaba su
desayuno en la cama, y otra para Rosa, que por estar enferma tenía derecho a lo
mismo. Cubrió la bandeja de Rosa con una servilleta de lino bordado por las monjas,
para que no se enfriara el café y no le entraran moscas, y se asomó al patio para ver
que Barrabás no estuviera cerca. Tenía el prurito de asaltarla cuando ella pasaba con
el desayuno. Lo vio distraído jugando con una gallina y aprovechó para salir en su
largo viaje por los patios y los corredores, desde la cocina, al fondo de la casa, hasta el
cuarto de las niñas, al otro extremo. Frente a la puerta de Rosa vaciló, golpeada por la
fuerza del presentimiento. Entró sin anunciarse a la habitación, como era su
costumbre, y al punto notó que olía a rosas, a pesar de que no era la época de esas
flores. Entonces la Nana supo que había ocurrido una desgracia irreparable. Depositó
con cuidado la bandeja en la mesa de noche y caminó lentamente hasta la ventana.
Abrió las pesadas cortinas y el pálido sol de la mañana entró en el cuarto. Se volvió
acongojada y no le sorprendió ver sobre la cama a Rosa muerta, más bella que nunca,
con el pelo definitivamente verde, la piel del tono del marfil nuevo y sus ojos amarillos
como la miel, abiertos. A los pies de la cama estaba la pequeña Clara observando a su
hermana. La Nana se arrodilló junto a la cama, tomó la mano a Rosa y comenzó a
rezar. Siguió rezando hasta que se escuchó en toda la casa un terrible lamento de
buque perdido. Fue la primera y última vez que Barrabás se hizo oír. Aulló a la muerta
durante todo el día, hasta destrozarle los nervios a los habitantes de la casa y a los
vecinos, que acudieron atraídos por ese gemido de naufragio.
Al doctor Cuevas le bastó echar una mirada al cuerpo de Rosa para saber que la
muerte se debió a algo mucho más grave que una fiebre de morondanga. Comenzó a
husmear por todos lados, inspeccionó la cocina, pasó los dedos por las cacerolas, abrió
los sacos de harina, las bolsas de azúcar, las cajas de frutas secas, revolvió todo y dejó
a su paso un desparrame de huracán. Hurgó en los cajones de Rosa, interrogó a los
sirvientes uno por uno, acosó a la Nana hasta que la puso fuera de sí y finalmente sus
pesquisas lo condujeron a la garrafa de aguardiente que requisó sin miramientos. No le
comunicó a nadie sus dudas, pero se llevó la botella a su laboratorio. Tres horas
La casa de los espíritus
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después estaba de regreso con una expresión de horror que transformaba su
rubicundo rostro de fauno en una máscara pálida que no le abandonó durante todo ese
terrible asunto. Se dirigió a Severo, lo tomó de un brazo y lo llevó aparte.
-En ese aguardiente había suficiente veneno como para reventar a un toro -le dijo a
boca de jarro-. Pero para estar seguro de que eso fue lo que mató a la niña, tengo que
hacer una autopsia.
-¿Quiere decir que la va a abrir? -gimió Severo.
-No completamente. La cabeza no se la voy a tocar, sólo el sistema digestivo
-explicó el doctor Cuevas.
Severo sufrió una fatiga.
A esa hora Nívea estaba agotada de llorar, pero cuando se enteró de que pensaban
llevarse a su hija a la morgue, recuperó de golpe la energía. Sólo se calmó con el
juramento de que se llevarían a Rosa directamente de la casa al Cementerio Católico.
Entonces aceptó tomarse el láudano que le dio el médico y se durmió durante veinte
horas.
Al anochecer, Severo dispuso los preparativos. Mandó a sus hijos a la cama y
autorizó a los sirvientes para retirarse temprano. A Clara, que estaba demasiado
impresionada por lo que había sucedido, le permitió pasar esa noche en el cuarto de
otra hermana. Después que todas las luces se apagaron y la casa entró en reposo,
llegó el ayudante del doctor Cuevas, un joven esmirriado y miope, que tartamudeaba
al hablar. Ayudaron a Severo a transportar el cuerpo de Rosa a la cocina y lo colocaron
con delicadeza sobre el mármol donde la Nana amasaba el pan y picaba las verduras.
A pesar de la fortaleza de su carácter, Severo no pudo resistir el momento en que
quitaron la camisa de dormir a su hija y apareció su esplendorosa desnudez de sirena.
Salió trastabillando, borracho de dolor, y se desplomó en el salón llorando como una
criatura. También el doctor Cuevas, que había visto nacer a Rosa y la conocía como la
palma de su mano, tuvo un sobresalto al verla sin ropa. El joven ayudante, por su
parte, comenzó a jadear de impresión y siguió jadeando en los años siguientes cada
vez que recordaba la visión increíble de Rosa durmiendo desnuda sobre el mesón de la
cocina, con su largo pelo cayendo como una cascada vegetal hasta el suelo.
Mientras ellos trabajaban en su terrible oficio, la Nana, aburrida de llorar y rezar, y
presintiendo que algo extraño estaba ocurriendo en sus territorios del tercer patio, se
levantó, se arropó con un chal y salió a recorrer la casa. Vio luz en la cocina, pero la
puerta y los postigos de las ventanas estaban cerrados. Siguió por los corredores
silenciosos y helados, cruzando los tres cuerpos de la casa, hasta llegar al salón. Por la
puerta entreabierta divisó a su patrón que se paseaba por la habitación con aire
desolado. El fuego de la chimenea se había extinguido. La Nana entró.
-¿Dónde está la niña Rosa? -preguntó.
-El doctor Cuevas está con ella, Nana. Quédate aquí y tómate un trago conmigo
-suplicó Severo.
La Nana se quedó de pie, con los brazos cruzados sujetando el chal contra su pecho.
Severo le señaló el sofá y ella se aproximó con timidez. Se sentó a su lado. Era la
primera vez que estaba tan cerca del patrón desde que vivía en su casa. Severo sirvió
una copa de jerez para cada uno y se bebió la suya de un trago. Hundió la cabeza
entre sus dedos, mesándose los cabellos y mascullando entre dientes una
incomprensible y triste letanía. La Nana, que estaba sentada rígidamente en la punta
de la silla, se relajó al verlo llorar. Estiró su mano áspera y con un gesto automático le
alisó el pelo con la misma caricia que durante veinte años había empleado para
consolarle a los hijos.
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El levantó la vista y observó el rostro sin edad, los pómulos indígenas, el moño
negro, el amplio regazo donde había visto hipar y dormir a codos sus descendientes y
sintió que esa mujer cálida y generosa como la tierra podía darle consuelo. Apoyó la
frente en su falda, aspiró el suave olor de su delantal almidonado y rompió en sollozos
como un niño, vertiendo todas las lágrimas que había aguantado en su vida de
hombre. La Nana le rascó la espalda, le dio palmaditas de consuelo, le habló en la
media lengua que empleaba para adormecer a los niños y le cantó en un susurro sus
baladas campesinas, hasta que consiguió tranquilizarlo. Permanecieron sentados muy
juntos, bebiendo jerez, llorando a intervalos y rememorando los tiempos dichosos en
que Rosa corría por el jardín sorprendiendo a las mariposas con su belleza de fondo de
mar.
En la cocina, el doctor Cuevas y su ayudante prepararon sus siniestros utensilios y
sus frascos malolientes, se colocaron delantales de hule, se enrollaron las mangas y
procedieron a hurgar en la intimidad de la bella Rosa, hasta comprobar, sin lugar a
dudas, que la joven había ingerido una dosis superlativa de veneno para ratas.
-Esto estaba destinado a Severo -concluyó el doctor lavándose las manos en el
fregadero.
El ayudante, demasiado emocionado por la hermosura de la muerta, no se resignaba
a dejarla cosida como un saco y sugirió acomodarla un poco. Entonces se dieron
ambos a la tarea de preservar el cuerpo con ungüentos y rellenarlo con emplastos de
embalsamador. Trabajaron hasta las cuatro de la madrugada, hora en la que el doctor
Cuevas se declaró vencido por el cansancio y la tristeza y salió. En la cocina quedó
Rosa en manos del ayudante, que la lavó con una esponja, quitándole las manchas de
sangre, le colocó su camisa bordada para tapar el costurón que tenía desde la
garganta hasta el sexo y le acomodó el cabello. Después limpió los vestigios de su
trabajo.
El doctor Cuevas encontró en el salón a Severo acompañado por la Nana, ebrios de
llanto y jerez.
-Está lista-dijo-. Vamos a arreglarla un poco para que la vea su madre.
Le explicó a Severo que sus sospechas eran fundadas y que en el estómago de su
hija había encontrado la misma sustancia mortal que en el aguardiente regalado.
Entonces Severo se acordó de la predicción de Clara y perdió el resto de compostura
que le quedaba, incapaz de resignarse a la idea de que su hija había muerto en su
lugar. Se desplomó gimiendo que él era el culpable, por ambicioso y fanfarrón, que
nadie lo había mandado a meterse en política, que estaba mucho mejor cuando era un
sencillo abogado y padre dé familia, que renunciaba en ese instante y para siempre a
la maldita candidatura, al Partido Liberal, a sus pompas y sus obras, que esperaba que
ninguno de sus descendientes volviera a mezclarse en política, que ése era un negocio
de matarifes y bandidos, hasta que el doctor Cuevas se apiadó y terminó de
emborracharlo. El jerez pudo más que la pena y la culpa. La Nana y el doctor se lo
llevaron en vilo al dormitorio, lo desnudaron y lo metieron en su cama. Después fueron
a la cocina, donde el ayudante estaba terminando de acomodar a Rosa.
Nívea y Severo del Valle despertaron tarde en la mañana siguiente. Los parientes
habían decorado la casa para los ritos de la muerte, las cortinas estaban cerradas y
adornadas con crespones negros y a lo largo de las paredes se alineaban las coronas
de flores y su aroma dulzón llenaba el aire. Habían hecho una capilla ardiente en el
comedor. Sobre la gran mesa, cubierta con un paño negro de flecos dorados, estaba el
blanco ataúd con remaches de plata de Rosa. Doce cirios amarillos en candelabros de
bronce, iluminaban a la joven con un difuso resplandor. La habían vestido con su traje
de novia y puesto la corona de azahares de cera que guardaba para el día de su boda.
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A mediodía comenzó el desfile de familiares, amigos y conocidos a dar el pésame y
acompañar a los Del Valle en su duelo. Se presentaron en la casa hasta sus más
encarnizados enemigos políticos y a todos Severo del Valle los observó fijamente,
procurando descubrir en cada par de ojos que veía, el secreto del asesino, pero en
todos, incluso en el presidente del Partido Conservador, vio el mismo pesar y la misma
inocencia.
Durante el velorio, los caballeros circulaban por los salones y corredores de la casa,
comentando en voz baja sus asuntos de negocios. Guardaban respetuoso silencio
cuando se aproximaba alguien de la familia. En el momento de entrar al comedor y
acercarse al ataúd para dar una última mirada a Rosa, todos se estremecían, porque
su belleza no había hecho más que aumentar en esas horas. Las señoras pasaban al
salón, donde ordenaron las sillas de la casa formando un círculo. Allí había comodidad
para llorar a gusto, desahogando con el buen pretexto de la muerte ajena, otras
tristezas propias. El llanto era copioso, pero digno y callado. Algunas murmuraban
oraciones en voz baja. Las empleadas de la casa circulaban por los salones y los
corredores ofreciendo tazas de té, copas de coñac, pañuelos limpios para las mujeres,
confites caseros y pequeñas compresas empapadas en amoníaco, para las señoras que
sufrían mareos por el encierro, el olor de las velas y la pena. Todas las hermanas Del
Valle, menos Clara, que era todavía muy joven, estaban vestidas de negro riguroso,
sentadas alrededor de su madre como una ronda de cuervos. Nívea, que había llorado
todas sus lágrimas, se mantenía rígida sobre su silla, sin un suspiro, sin una palabra y
sin el alivio del amoníaco porque le daba alergia. Los visitantes que llegaban, pasaban
a darle el pésame. Algunos la besaban en ambas mejillas, otros la abrazaban
estrechamente por unos segundos, pero ella parecía no reconocer ni a los más íntimos.
Había visto morir a otros hijos en la primera infancia o al nacer, pero ninguno le
produjo la sensación de pérdida que tenía en ese momento.
Cada hermano despidió a Rosa con un beso en su frente helada, menos Clara, que
no quiso aproximarse al comedor. No insistieron, porque conocían su extrema
sensibilidad y su tendencia a caminar sonámbula cuando se le alborotaba la
imaginación. Se quedó en el jardín acurrucada al lado de Barrabás, negándose a
comer o a participar en el velorio. Sólo la Nana se fijó en ella y trató de consolarla,
pero Clara la rechazó.
A pesar de las precauciones que tomó Severo para acallar las murmuraciones, la
muerte de Rosa fue un escándalo público. El doctor Cuevas ofreció, a quien quiso oírlo,
la explicación perfectamente razonable de la muerte de la joven, debida, según él, a
una neumonía fulminante. Pero se corrió la voz de que había sido envenenada por
error, en vez de su padre. Los asesinatos políticos eran desconocidos en el país en
esos tiempos y el veneno, en cualquier caso, era un recurso de mujerzuelas, algo
desprestigiado y que no se usaba desde la época de la Colonia, porque incluso los
crímenes pasionales se resolvían cara a cara. Se elevó un clamor de protesta por el
atentado y antes que Severo pudiera evitarlo, salió la noticia publicada en un periódico
de la oposición, acusando veladamente a la oligarquía y añadiendo que los
conservadores eran capaces hasta de eso, porque no podían perdonar a Severo del
Valle que, a pesar de su clase social, se pasara al bando liberal. La policía trató de
seguir la pista a la garrafa de aguardiente, pero lo único que se aclaró fue que no tenía
el mismo origen que el cerdo relleno con perdices y que los electores del Sur no tenían
nada que ver en el asunto. La misteriosa garrafa fue encontrada por casualidad en la
puerta de servicio de la casa Del Valle el mismo día y a la misma hora de la llegada del
cerdo asado. La cocinera supuso que era parte del mismo regalo. Ni el celo de la
policía, ni las pesquisas que realizó Severo por su cuenta a través de un detective
privado, pudieron descubrir a los asesinos y la sombra de esa venganza pendiente ha
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quedado presente en las generaciones posteriores. Ése fue el primero de muchos actos
de violencia que marcaron el destino de la familia.
Me acuerdo perfectamente. Ése había sido un día muy feliz para mí, porque había
aparecido una nueva veta, la gorda y maravillosa veta que había perseguido durante
todo ese tiempo de sacrificio, de ausencia y de espera, y que podría representar la
riqueza que yo deseaba. Estaba seguro que en seis meses tendría suficiente dinero
para casarme y en un año podría empezar a considerarme un hombre rico. Tuve
mucha suerte porque, en el negocio de las minas, eran más los que se arruinaban que
los que triunfaban, como estaba diciendo, escribiendo, a Rosa esa tarde, tan eufórico,
tan impaciente, que se me trababan los dedos en la vieja máquina y me salían las
palabras pegadas. En eso estaba cuando oí los golpes en la puerta que me cortaron la
inspiración para siempre. Era un arriero con un par de mu,as, que traía un telegrama
del pueblo, enviado por mi hermana Férula, anunciándomela muerte de Rosa.
Tuve que leer el trozo de papel tres veces hasta comprender la magnitud de mi
desolación. La única idea que no se me había ocurrido era que Rosa fuese mortal. Sufrí
mucho pensando que ella, aburrida de esperarme, decidiera casarse con otro, o que
nunca aparecería el maldito filón que pusiera una fortuna en mis manos, o que se
desmoronara la mina aplastándome como una cucaracha. Contemplé todas esas
posibilidades y algunas más, pero nunca la muerte de Rosa, a pesar de mi proverbial
pesimismo, que me hace siempre esperar lo peor. Sentí que sin Rosa la vida no tenía
significado para mí. Me desinflé por dentro, como un globo pinchado, se me fue todo el
entusiasmo. Me quedé sentado en la silla mirando el desierto por la ventana, quién
sabe por cuánto rato, hasta que lentamente me volvió el alma al cuerpo. Mi primera
reacción fue de ira. Arremetí a golpes contra los débiles tabiques de madera de la casa
hasta que me sangraron, los nudillos, rompí en mil pedazos las cartas, los dibujos de
Rosa y las copias de las cartas mías que había guardado, metí apresuradamente en
mis maletas mi ropa, mis papeles y la bolsita de lona donde estaba el oro y luego fui a
buscar al capataz para entregarle los jornales de los trabajadores y las llaves de la
bodega. El arriero se ofreció para acompañarme hasta el tren. Tuvimos que viajar una
buena parte de la noche a lomo de las bestias, con mantas de Castilla como único
abrigo contra la camanchaca, avanzando con lentitud en aquellas interminables
soledades donde sólo el instinto de mi guía garantizaba que llegaríamos a destino,
porque no había ningún punto de referencia. La noche estaba clara y estrellada, sentía
el frío traspasándome los huesos, agarrotándome las manos, metiéndoseme en el
alma. Iba pensando en Rosa y deseando con una vehemencia irracional que no fuera
verdad su muerte, pidiendo al cielo con desesperación que todo fuera un error o que,
reanimada por la fuerza de mi amor, recuperara la vida y se levantara de su lecho de
muerte, como Lázaro. Iba llorando por dentro, hundido en mi pena y en el hielo de la
noche, escupiendo blasfemias contra la mula que andaba tan despacio, contra Férula,
portadora de desgracias, contra Rosa por haberse muerto y contra Dios por haberlo
permitido, hasta que empezó a aclarar el horizonte y vi desaparecer las estrellas y
surgir los primeros colores del alba, tiñendo de rojo y naranja el paisaje del Norte y,
con la luz, me volvió algo de cordura. Empecé a resignarme a mi desgracia y a pedir,
no ya que resucitara, sino tan sólo que yo alcanzara a llegar a tiempo para verla antes
que la enterraran. Apuramos el tranco y una hora más tarde el arriero se despidió de
mí en la minúscula estación por donde pasaba el tren de trocha angosta que unía al
mundo civilizado con ese desierto donde pasé dos años.
Viajé más de treinta horas sin detenerme ni para comer, olvidado hasta de la sed,
pero conseguí llegar a la casa de la familia Del Valle antes del funeral. Dicen que entré
a la casa cubierto de polvo, sin sombrero, sucio y barbudo, sediento y furioso,
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preguntando a gritos por mi novia. La pequeña Clara, que entonces era apenas una
niña flaca y fea, me salió al encuentro cuando entré al patio, me tomó de la mano y
me condujo en silencio al comedor. Allí estaba Rosa entre blancos pliegues de raso
blanco en su blanco ataúd, que a los tres días de fallecida se conservaba intacta y era
mil veces más bella de lo que yo recordaba, porque Rosa en la muerte se había
transformado sutilmente en la sirena que siempre fue en secreto.
-¡Maldita sea! ¡Se me fue de las manos! -dicen que dije, grité, cayendo de rodillas a
su lado, escandalizando a los deudos, porque no podía nadie comprender mi
frustración por haber pasado dos años rascando la tierra para hacerme rico, con el
único propósito de llevar algún día a esa joven al altar y la muerte me la había birlado.
Momentos después llegó la carroza, un coche enorme, negro y reluciente, tirado por
seis corceles empenachados, como se usaba entonces, y conducida por dos cocheros
de librea. Salió de la casa a media tarde, bajo una tenue llovizna, seguida por una
procesión de coches que llevaban a los parientes, a los amigos y a las coronas de
flores. Por costumbre, las mujeres y los niños no asistían a los entierros, ése era un
oficio de hombres, pero Clara consiguió mezclarse a última hora con el cortejo, para
acompañar a su hermana Rosa. Sentí su manita enguantada aferrada a la mía y
durante todo el trayecto la tuve a mi lado, pequeña sombra silenciosa que removía una
ternura desconocida en mi alma. En ese momento yo tampoco me di cuenta que Clara
no había dicho ni una palabra en dos días y pasarían tres más antes de que la familia
se alarmara por su silencio.
Severo del Valle y sus hijos mayores llevaron en andas el ataúd blanco con
remaches de plata de Rosa y ellos mismos lo colocaron en el nicho abierto del
mausoleo. Iban de luto, silenciosos y sin lágrimas, como corresponde a las normas de
tristeza en un país habituado a la dignidad del dolor. Después que se cerraron las rejas
de la tumba y se retiraron los deudos, los amigos y los sepultureros, me quedé allí,
parado entre las flores que escaparon a las comilonas de Barrabás y acompañaron a
Rosa al cementerio. Debo de haber parecido un oscuro pájaro de invierno, con el
faldón de la chaqueta bailando en la brisa, alto y flaco, como era yo entonces, antes
que se cumpliera la maldición de Férula y empezara a achicarme. El cielo estaba gris y
amenazaba lluvia, supongo que hacía frío, pero creo que no lo sentía, porque la rabia
me estaba consumiendo. No podía despegar los ojos del pequeño rectángulo de
mármol donde habían grabado el nombre de Rosa, la bella, y las fechas que limitaban
su corto paso por este mundo, con altas letras góticas. Pensaba que había perdido dos
años soñando con Rosa, trabajando para Rosa, escribiendo a Rosa, deseando a Rosa y
que al final ni siquiera tendría el consuelo de ser enterrado a su lado. Medité en los
años que me faltaban por vivir y llegué a la conclusión de que sin ella no valían la
pena, porque nunca encontraría, en todo el universo, otra mujer con su pelo verde y
su hermosura marina. Si me hubieran dicho que iba a vivir más de noventa años, me
habría pegado un balazo.
No oí los pasos del guardián del cementerio que se me acercó por detrás. Por eso
me sorprendí cuando me tocó el hombro.
-¿Cómo se atreve a tocarme? -rugí.
Retrocedió asustado, pobre hombre. Algunas gotas de lluvia mojaron tristemente las
flores de los muertos.
-Disculpe, caballero, son las seis y tengo que cerrar -creo que me dijo.
Trató de explicarme que el reglamento prohibía a las personas ajenas al personal
permanecer en el recinto después de la puesta del sol, pero no lo dejé terminar, puse
unos billetes en su mano y lo empujé para que se fuera y me dejara en paz. Lo vi
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alejarse mirándome por encima del hombro. Debe de haber pensado que yo era un
loco, uno de esos dementes necrofílicos que a veces rondan los cementerios.
Fue una larga noche, tal vez la más larga de mi vida. La pasé sentado junto a la
tumba de Rosa, hablando con ella, acompañándola en la primera parte de su viaje al
Más Allá, cuando es más difícil desprenderse de la tierra y se necesita el amor de los
que quedan vivos, para irse al menos con el consuelo de haber sembrado algo en el
corazón ajeno. Recordaba su rostro perfecto y maldecía mi suerte. Reproché a Rosa los
años que pasé metido en un hoyo en la mina, soñando con ella. No le dije que no
había visto más mujeres, en todo ese tiempo, que unas miserables prostitutas
envejecidas y gastadas, que servían a todo el campamento con más buena voluntad
que mérito. Pero sí le dije que había vivido entre hombres toscos y sin ley, comiendo
garbanzos y bebiendo agua verde, lejos de la civilización, pensando en ella noche y
día, llevando en el alma su imagen como un estandarte que me daba fuerzas para
seguir picoteando la montaña, aunque se perdiera la veta, enfermo del estómago la
mayor parte del año, helado de frío en las noches y alucinado por el calor del día, todo
eso con el único fin de casarme con ella, pero va y se me muere a traición, antes que
pudiera cumplir mis sueños, dejándome una incurable desolación. Le dije que se había
burlado de mí, le saqué la cuenta de que nunca habíamos estado completamente
solos, que la había podido besar una sola vez. Había tenido que tejer el amor con
recuerdos y deseos apremiantes, pero imposibles de satisfacer, con cartas atrasadas y
desteñidas que no podían reflejar la pasión de mis sentimientos ni el dolor de su
ausencia, porque no tengo facilidad para el género epistolar y mucho menos para
escribir sobre mis emociones. Le dije que esos años en la mina eran una irremediable
pérdida, que si yo hubiera sabido que iba a durar tan poco en este mundo, habría
robado el dinero necesario para casarme con ella y construir un palacio alhajado con
tesoros del fondo del mar: corales, perlas, nácar, donde la habría mantenido
secuestrada y donde sólo yo tuviera acceso. La habría amado ininterrumpidamente por
un tiempo casi infinito, porque estaba seguro que si hubiera estado conmigo, no habría
bebido el veneno destinado a su padre y habría durado mil años. Le hablé de las
caricias que le tenía reservadas, los regalos con que iba a sorprenderla, la forma como
la hubiera enamorado y hecho feliz. Le dije; en resumen, todas las locuras que nunca
le hubiera dicho si pudiera oírme y que nunca he vuelto a decir a ninguna mujer.
Esa noche creí que había perdido para siempre la capacidad de enamorarme, que
nunca más podría reírme ni perseguir una ilusión. Pero nunca más es mucho tiempo.
Así he podido comprobarlo en esta larga vida.
Tuve la visión de la rabia creciendo dentro de mí como un tumor maligno,
ensuciando las mejores horas de mi existencia, incapacitándome para la ternura o la
clemencia. Pero, por encima de la confusión y la ira, el sentimiento más fuerte que
recuerdo haber tenido esa noche, fue el deseo frustrado, porque jamás podría cumplir
el anhelo de recorrer a Rosa con las manos, de penetrar sus secretos, de soltar el
verde manantial de su cabello y hundirme en sus aguas más profundas. Evoqué con
desesperación la última imagen que tenía de ella, recortada entre los pliegues de raso
de su ataúd virginal, con sus azahares de novia coronando su cabeza y un rosario
entre los dedos. No sabía que así mismo, con los azahares y el rosario, volvería a verla
por un instante fugaz muchos años más tarde.
Con las primeras luces del amanecer volvió el guardián. Debe haber sentido lástima
por ese loco semicongelado, que había pasado la noche entre los lívidos fantasmas del
cementerio. Me tendió su cantimplora.
-Té caliente. Tome un poco, señor -me ofreció.
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Pero lo rechacé con un manotazo y me alejé maldiciendo, a grandes zancadas
rabiosas, entre las hileras de tumbas y cipreses.
La noche que el doctor Cuevas y su ayudante destriparon el cadáver de Rosa en la
cocina para encontrar la causa de su muerte, Clara estaba en su cama con los ojos
abiertos, temblando en la oscuridad. Tenía la terrible duda de que su hermana había
muerto porque ella lo había dicho. Creía que así como la fuerza de su mente podía
mover el salero, igualmente podía ser la causa de las muertes, de los temblores de
tierra y otras desgracias mayores. En vano le había explicado su madre que ella no
podía provocar los acontecimientos, sólo verlos con alguna anticipación. Se sentía
desolada y culpable y se le ocurrió que si pudiera estar con Rosa, se sentiría mejor. Se
levantó descalza, en camisa, y se fue al dormitorio que había compartido con su
hermana mayor, pero no la encontró en su cama, donde la había visto por última vez.
Salió a buscarla por la casa. Todo estaba oscuro y silencioso. Su madre dormía
drogada por el doctor Cuevas y sus hermanos y los sirvientes se habían retirado
temprano a sus habitaciones. Recorrió los salones, deslizándose pegada a los muros,
asustada y helada. Los muebles pesados, las gruesas cortinas drapeadas, los cuadros
de las paredes, el papel tapiz con sus flores pintadas sobre tela oscura, las lámparas
apagadas oscilando en los techos y las matas de helecho sobre sus columnas de loza,
le parecieron amenazantes. Notó que en el salón brillaba algo de luz por una rendija
debajo de la puerta y estuvo a punto de entrar, pero temió encontrar a su padre y que
la mandara de regreso a la cama. Se dirigió entonces a la cocina, pensando que en el
pecho de la Nana hallaría consuelo. Cruzó el patio principal, entre las camelias y los
naranjos enanos, atravesó los salones del segundo cuerpo de la casa y los sombríos
corredores abiertos donde las tenues luces de los faroles a gas quedaban encendidas
toda la noche, para salir arrancando en los temblores y para espantar a los
murciélagos y otros bichos nocturnos, y llegó al tercer patio, donde estaban las
dependencias de servicio y las cocinas. Allí la casa perdía su señorial prestancia y
empezaba el desorden de las perreras, los gallineros y los cuartos de los sirvientes.
Más allá estaba la caballeriza, donde se guardaban los viejos caballos que Nívea
todavía usaba, a pesar de que Severo del Valle había sido uno de los primeros en
comprar un automóvil. La puerta y los postigos de la cocina y el repostero estaban
cerrados. El instinto advirtió a Clara que algo anormal estaba ocurriendo adentro, trató
de asomarse, pero su nariz no llegaba al alféizar de la ventana, tuvo que arrastrar un
cajón y acercarlo al muro, se trepó y pudo mirar por un hueco entre el postigo de
madera y el marco de la ventana que la humedad y el tiempo habían deformado. Y
entonces vio el interior.
El doctor Cuevas, ese hombronazo bonachón y dulce, de amplia barba y vientre
opulento, que la ayudó a nacer y que la atendió en todas sus pequeñas enfermedades
de la niñez y sus ataques de asma, se había transformado en un vampiro gordo y
oscuro como los de las ilustraciones de los libros de su tío Marcos. Estaba inclinado
sobre el mostrador donde la Nana preparaba la comida. A su lado había un joven
desconocido, pálido como la luna, con la camisa manchada de sangre y los ojos
perdidos de amor. Vio las piernas blanquísimas de su hermana y sus pies desnudos.
Clara comenzó a temblar. En ese momento el doctor Cuevas se apartó y ella pudo ver
el horrendo espectáculo de Rosa acostada sobre el mármol, abierta en canal por un
tajo profundo, con los intestinos puestos a su lado, dentro de la fuente de la ensalada.
Rosa tenía la cabeza torcida en dirección a la ventana donde ella estaba espiando, su
larguísimo pelo verde colgaba como un helecho desde el mesón hasta las baldosas del
suelo, manchadas de rojo. Tenía los ojos cerrados, pero la niña, por efecto de las
sombras, la distancia o la imaginación, creyó ver una expresión suplicante y humillada.
La casa de los espíritus
Isabel Allende
28
Clara, inmóvil sobre el cajón, no pudo dejar de mirar hasta el final. Se quedó
atisbando por la rendija mucho rato, helándose sin darse cuenta, hasta que los dos
hombres terminaron de vaciar a Rosa, de inyectarle líquido por las venas y bañarla por
dentro y por fuera con vinagre aromático y esencia de espliego. Se quedó hasta que la
rellenaron con emplastos de embalsamador y la cosieron con una aguja curva de
colchonero. Se quedó hasta que el doctor Cuevas se lavó en el fregadero y se enjugó
las lágrimas, mientras el otro limpiaba la sangre y las vísceras. Se quedó hasta que el
médico salió poniéndose su chaqueta negra con un gesto de mortal tristeza. Se quedó
hasta que el joven desconocido besó a Rosa en los labios, en el cuello, en los senos,
entre las piernas, la lavó con una esponja, le puso su camisa bordada y le acomodó el
pelo, jadeando. Se quedó hasta que llegaron la Nana y el doctor Cuevas y hasta que la
vistieron con su traje blanco y le pusieron la corona de azahares que tenía guardados
en papel de seda para el día de su boda. Se quedó hasta que el ayudante la cargó en
los brazos con la misma conmovedora ternura con que la hubiera levantado para
cruzar por primera vez el umbral de su casa si hubiera sido su novia. Y no pudo
moverse hasta que aparecieron las primeras luces. Entonces se deslizó hasta su cama,
sintiendo por dentro todo el silencio del mundo. El silencio la ocupó enteramente y no
volvió a hablar hasta nueve años después, cuando sacó la voz para anunciar que se iba
a casar.
La casa de los espíritus
Isabel Allende
29
Las Tres Marías
Capítulo II
En el comedor de su casa, entre muebles anticuados y maltrechos que en un pasado
lejano fueron buenas piezas victorianas, Esteban Trueba cenaba con su hermana
Férula la misma sopa grasienta de todos los días y el mismo pescado desabrido de
todos los viernes. Eran servidos por la empleada que los había atendido toda la vida,
en la tradición de esclavos a sueldo de entonces. La vieja mujer iba y venía entre la
cocina y el comedor, agachada y medio ciega, pero todavía enérgica, llevando y
trayendo las fuentes con solemnidad. Doña Ester Trueba no acompañaba a sus hijos en
la mesa. Pasaba las mañanas inmóvil en su silla mirando por la ventana el quehacer de
la calle y viendo cómo el transcurso de los años iba deteriorando el barrio que en su
juventud fue distinguido. Después del almuerzo la trasladaban a su cama,
acomodándola para que pudiera estar medio sentada, única posición que le permitía la
artritis, sin más compañía que las lecturas piadosas de sus libritos píos de vidas y
milagros de los santos. Allí permanecía hasta el día siguiente, en que volvía a repetirse
la misma rutina. Su única salida a la calle era para asistir a la misa del domingo en la
iglesia de San Sebastián, a dos cuadras de la casa, donde la llevaban Férula y la
empleada en su silla de ruedas.
Esteban terminó de escarbar la carne blancuzca del pescado entre la maraña de
espinas y dejó los cubiertos en el plato. Se sentaba rígidamente, igual como caminaba,
muy erguido, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás y un poco ladeada,
mirando de reojo, con una mezcla de altanería, desconfianza y miopía. Ese gesto
habría sido desagradable si sus ojos no hubieran sido sorprendentemente dulces y
claros. Su postura, tan tiesa, era más propia de un hombre grueso y bajo que quisiera
aparecer más alto, pero él medía un metro ochenta y era muy delgado. Todas las
líneas de su cuerpo eran verticales y ascendentes, desde su afilada nariz aguileña y
sus cejas en punta, hasta la alta frente coronada por una melena de león que peinaba
hacia atrás. Era de huesos largos y manos de dedos espatulados. Caminaba a grandes
trancos, se movía con energía y parecía muy fuerte, sin carecer, sin embargo, de
cierta gracia en los gestos. Tenía un rostro muy armonioso, a pesar del gesto adusto y
sombrío y su frecuente expresión de mal humor. Su rasgo predominante era el mal
genio y la tendencia a ponerse violento y perder la cabeza, característica que tenía
desde la niñez, cuando se tiraba al suelo, con la boca llena de espuma, sin poder
respirar de rabia, pataleando como un endemoniado. Habla que zambullirlo en agua
helada para que recuperara el control. Más tarde aprendió a dominarse, pero le quedó
a lo largo de la vida aquella ira siempre pronta, que requería muy poco estímulo para
aflorar en ataques terribles.
-No voy a volver a la mina -dijo.
Era la primera frase que intercambiaba con su hermana en la mesa. Lo había
decidido la noche anterior, al darse cuenta que no tenía sentido seguir haciendo vida
de anacoreta en busca de una riqueza rápida. 'Iénía la concesión de la mina por dos
años más, tiempo suficiente para explotar bien el maravilloso filón que había
descubierto, pero pensaba que aunque el capataz le robara un poco, o no supiera
trabajarla como lo haría él, no tenía ninguna razón para ir a enterrarse en el desierto.
La casa de los espíritus
Isabel Allende
30
No deseaba hacerse rico a costa de tantos sacrificios. Le quedaba la vida por delante
para enriquecerse si podía, para aburrirse y esperar la muerte, sin Rosa.
-En algo tendrás que trabajar, Esteban -replicó Férula-. Ya sabes que nosotras
gastamos muy poco, casi nada, pero las medicinas de mamá son caras.
Esteban miró a su hermana. Era todavía una bella mujer, de formas opulentas y
rostro ovalado de madona romana, pero a través de su piel pálida con reflejos de
durazno y sus ojos llenos de sombras, ya se adivinaba la fealdad de la resignación.
Férula había aceptado el papel de enfermera de su madre. Dormía en la habitación
contigua a la de doña Ester, dispuesta en todo momento a acudir corriendo a su lado a
darle sus pócimas, ponerle la bacinilla, acomodarle las almohadas. Tenía un alma
atormentada. Sentía gusto en la humillación y en las labores abyectas, creía que iba a
obtener el cielo por el medio terrible de sufrir iniquidades, por eso se complacía
limpiando las pústulas de las piernas enfermas de su madre, lavándola, hundiéndose
en sus olores y en sus miserias, escrutando su orinal. Y tanto como se odiaba a sí
misma por esos tortuosos e inconfesables placeres, odiaba a su madre por servirle de
instrumento. La atendía sin quejarse, pero procuraba sutilmente hacerle pagar el
precio de su invalidez. Sin decirlo abiertamente, estaba presente entre las dos el hecho
de que la hija había sacrificado su vida por cuidar a la madre y se había quedado
soltera por esa causa. Férula había rechazado a dos novios con el pretexto de la
enfermedad de su madre. No hablaba de eso, pero todo el mundo lo sabía. Era de
gestos bruscos y torpes, con el mismo mal carácter de su hermano, pero obligada por
la vida, y por su condición de mujer, a dominarlo y a morder el freno. Parecía tan
perfecta, que llegó a tener fama de santa. La citaban como ejemplo por la dedicación
que le prodigaba a doña Ester y por la forma en que había criado a su único hermano
cuando enfermó la madre y murió el padre dejándolos en la miseria. Férula había
adorado a su hermano Esteban cuando era niño. Dormía con él, lo bañaba, lo llevaba
de, paseo, trabajaba de sol a sol cosiendo ropa ajena para pagarle el colegio y había
llorado de rabia y de impotencia el día que Esteban tuvo que entrar a trabajar en una
notaría porque en su casa no alcanzaba lo que ella ganaba para comer. Lo había
cuidado y servido como ahora lo hacía con la madre y también a él lo envolvió en la
red invisible de la culpabilidad y de las deudas de gratitud impagas. El muchacho
empezó a alejarse de ella apenas se puso pantalones largos. Esteban podía recordar el
momento exacto en que se dio cuenta que su hermana era una sombra fatídica. Fue
cuando ganó su primer sueldo. Decidió que se reservaría cincuenta centavos para
cumplir un sueño que acariciaba desde la infancia: tomar un café vienés. Había visto, a
través de las ventanas del Hotel Francés, a los mozos que pasaban con las bandejas
suspendidas sobre sus cabezas, llevando unos tesoros: altas copas de cristal coronadas
por torres de crema batida y decoradas con una hermosa guinda glaseada. El día de su
primer sueldo pasó delante del establecimiento muchas veces antes de atreverse a
entrar. Por último cruzó con timidez el umbral, con la boina en la mano, y avanzó hacia
el lujoso comedor, entre las lámparas de lágrimas y muebles de estilo, con la
sensación de que todo el mundo lo miraba, que mil ojos juzgaban su traje demasiado
estrecho y sus zapatos viejos. Se sentó en la punta de la silla, las orejas calientes, y le
hizo el pedido al mozo con un hilo de voz. Esperó con impaciencia, espiando por los
espejos el ir y venir de la gente, saboreando de antemano aquel placer tantas veces
imaginado. Y llegó su café vienés, mucho más impresionante de lo imaginado,
soberbio, delicioso, acompañado por tres galletitas de miel. Lo contempló fascinado por
un largo rato. Finalmente se atrevió a tomar la cucharilla de mango largo y con un
suspiro de dicha, la hundió en la crema. Tenía la boca hecha agua. Estaba dispuesto a
hacer durar ese instante lo más posible, estirarlo hasta el infinito. Comenzó a revolver
viendo cómo se mezclaba el líquido oscuro del vaso con la espuma de la crema.
La casa de los espíritus
Isabel Allende
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Revolvió, revolvió, revolvió... Y, de pronto, la punta de la cucharilla golpeó el cristal,
abriendo un orificio por donde saltó el café a presión. Le cayó en la ropa. Esteban,
horrorizado, vio todo el contenido del vaso desparramarse sobre su único traje, ante la
mirada divertida de los ocupantes de otras mesas. Se paró, pálido de frustración, y
salió del Hotel Francés con cincuenta centavos menos, dejando a su paso un reguero
de café vienés sobre las mullidas alfombras. Llegó a su casa chorreado, furioso,
descompuesto. Cuando Férula se enteró de lo que había sucedido, comentó
ácidamente: «eso te pasa por gastar el dinero de las medicinas de mamá en tus
caprichos. Dios te castigó». En ese momento Esteban vio con claridad los mecanismos
que usaba su hermana para dominarlo, la forma en que conseguía hacerlo sentirse
culpable y comprendió que debía ponerse a salvo. En la medida en que él se fue
alejando de su tutela, Férula le fue tomando antipatía. La libertad que él tenía, a ella le
dolía como un reproche, como una injusticia. Cuando se enamoró de Rosa y lo vio
desesperado, como un chiquillo, pidiéndole ayuda, necesitándola, persiguiéndola por la
casa para suplicarle que se acercara a la familia Del Valle, que hablara a Rosa, que
sobornara a la Nana, Férula volvió a sentirse importante para Esteban. Por un tiempo
parecieron reconciliados. Pero aquel fugaz reencuentro no duró mucho y Férula no
tardó en darse cuenta de que había sido utilizada. Se alegró cuando vio partir a su
hermano a la mina. Desde que empezó a trabajar, a los quince años, Esteban mantuvo
la casa y adquirió el compromiso de hacerlo siempre, pero para Férula eso no era
suficiente. Le molestaba tener que quedarse encerrada entre esas paredes hediondas a
vejez y a remedios, desvelada con los gemidos de la enferma, atenta al reloj para
administrarle sus medicinas, aburrida, cansada, triste, mientras que su hermano
ignoraba esas obligaciones. Él podría tener un destino luminoso, libre, lleno de éxitos.
Podría casarse, tener hijos, conocer el amor. El día que puso el telegrama
anunciándole la muerte de Rosa, experimentó un cosquilleo extraño, casi de alegría.
-Tendrás que trabajar en algo -repitió Férula.
-Nunca les faltará nada mientras yo viva -dijo él.
-Es fácil decirlo -respondió Férula sacándose una espina de pescado entre los
dientes.
-Creo que me iré al campo, a Las Tres Marías.
-Eso es una ruina, Esteban. Siempre te he dicho que es mejor vender esa tierra,
pero tú eres testarudo como una mula.
-Nunca hay que vender la tierra. Es lo único que queda cuando todo lo demás se
acaba.
-No estoy de acuerdo. La tierra es una idea romántica, lo que enriquece a los
hombres es el buen ojo para los negocios -alegó Férula-. Pero tú siempre decías que
algún día te ibas a ir a vivir al campo.
Ahora ha llegado ese día. Odio esta ciudad.
-¿Por qué no dices mejor que odias esta casa?
-También -respondió él brutalmente.
-Me habría gustado nacer hombre, para poder irme también -erijo ella llena de odio.
-Y a mí no me habría gustado nacer mujer -dijo él.
Terminaron de comer en silencio.
Los hermanos estaban muy alejados y lo único que todavía los unía era la presencia
de la madre y el recuerdo borroso del amor que se tuvieron en la niñez. Habían crecido
en una casa arruinada, presenciando el deterioro moral y económico del padre y luego
la lenta enfermedad de la madre. Doña Ester comenzó a padecer de artritis desde muy
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joven, fue poniéndose rígida hasta llegar a moverse con gran dificultad, como
amortajada en vida, y, por último, cuando ya no pudo doblar las rodillas, se instaló
definitivamente en su silla de ruedas, en su viudez y en su desolación. Esteban
recordaba su infancia y su juventud, sus trajes estrechos, el cordón de san Francisco
que lo obligaban a usar en pago de quién sabe qué promesas de su madre o de su
hermana, sus camisas remendadas con cuidado y su soledad. Férula, cinco años
mayor, lavaba y almidonaba día por medio sus únicas dos camisas, para que estuviera
siempre pulcro y bien presentado, y le recordaba que por el lado de la madre llevaba el
apellido más noble y linajudo del Virreinato de Lima. Trueba no había sido más que un
lamentable accidente en la vida de doña Ester, que estaba destinada a casarse con
alguien de su clase, pero se había enamorado perdidamente de aquel tarambana,
emigrante de primera generación, que en pocos años dilapidó su dote y después su
herencia. Pero de nada servía a Esteban el pasado de sangre azul, si en su casa no
había para pagar las cuentas del almacén y tenía que irse a pie al colegio, porque no
tenía el centavo para el tranvía. Recordaba que lo mandaban a clase con el pecho y la
espalda forrados en papel de periódicos, porque no tenía ropa interior de lana y su
abrigo daba lástima, y que padecía imaginando que sus compañeros podían oír, como
lo oía él, el crujido del papel al frotarse contra su piel. En invierno, la única fuente de
calor era un brasero en la habitación de su madre, donde se reunían los tres para
ahorrar las velas y el carbón. Había sido una infancia de privaciones, de
incomodidades, de asperezas, de interminables rosarios nocturnos, de miedos y de
culpas. De todo eso no le había quedado más que la rabia y su desmesurado orgullo.
Dos días después Esteban Trueba partió al campo. Férula lo acompañó a la estación.
Al despedirse lo besó fríamente en la mejilla y esperó que subiera al tren, con sus dos
maletas de cuero con cerraduras de bronce, las mismas que había comprado para irse
a la mina y que debían durarle toda la vida, como le había prometido el vendedor. Le
recomendó que se cuidara y tratara de visitarlas de vez en cuando, dijo que lo echaría
de menos, pero ambos sabían que estaban destinados a no verse en muchos años y en
el fondo sentían un cierto alivio.
-¡Avísame si mamá empeora! -gritó Esteban por la ventanilla cuando el tren se puso
en movimiento.
-¡No te preocupes! -respondió Férula agitando su pañuelo desde el andén.
Esteban Trueba se recostó en el respaldo tapizado en terciopelo rojo y agradeció la
iniciativa de los ingleses de construir coches de primera clase, donde se podía viajar
como un caballero, sin tener que soportar las gallinas, los canastos, los bultos de
cartón amarrados con un cordel y los lloriqueos de los niños ajenos. Se felicitó por
haberse decidido a gastar en un pasaje más costoso, por primera vez en su vida, y
decidió que era en los detalles donde estaba la diferencia entre un caballero y un
patán. Por eso, aunque estuviera en mala situación, de ese día en adelante iba a
gastar en las pequeñas comodidades que lo hacían sentirse rico.
-¡No pienso volver a ser pobre! -decidió, pensando en el filón de oro.
Por la ventanilla del tren vio pasar el paisaje del valle central. Vastos campos
tendidos al pie de la cordillera, fértiles campiñas de viñedos, de trigales, de alfalfa y de
maravilla. Lo comparó con las yermas planicies del Norte, donde había pasado dos
años metido en un hoyo, en medio de una naturaleza agreste y lunar cuya aterradora
belleza no se cansaba de mirar, fascinado por los colores del desierto, por los azules,
los morados, los amarillos, de los minerales a flor de tierra.
-Me está cambiando la vida -murmuró.
Cerró los ojos y se quedó dormido.
La casa de los espíritus
Isabel Allende
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Bajó del tren en la estación San Lucas. Era un lugar miserable. A esa hora no se
veía ni un alma en el andén de madera, con un techo arruinado por la intemperie y las
hormigas. Desde allí se podía ver todo el valle a través de una bruma impalpable que
se desprendía de la tierra mojada por la lluvia de la noche. Las montañas lejanas se
perdían entre las nubes de un cielo encapotado y sólo la punta nevada del volcán se
distinguía nítidamente, recortada contra el paisaje e iluminada por un tímido sol de
invierno. Miró alrededor. En su infancia, en la única época feliz que podía recordar,
antes que su padre terminara de arruinarse y se abandonara al licor y a su propia
vergüenza, había cabalgado con él por esa región. Recordaba que en Las Tres Marías
había jugado en los veranos, pero hacía tantos años de eso, que la memoria lo había
casi borrado y no podía reconocer el lugar. Buscó con la vista el pueblo de San Lucas,
pero sólo divisó un caserío lejano, desteñido en la humedad de la mañana. Recorrió la
estación. Estaba cerrada con un candado la puerta de la única oficina. Había un aviso
escrito con lápiz, pero estaba tan borroso que no pudo leerlo. Oyó que a sus espaldas
el tren se ponía en marcha y comenzaba a alejarse dejando atrás una columna de
humo blanco. Estaba solo en ese paraje silencioso. Tomó sus maletas y echó a andar
por el barrizal y las piedras de un sendero que conducía al pueblo. Caminó más de diez
minutos, agradecido de que no lloviera, porque a duras penas podía avanzar con sus
pesadas maletas por ese camino y comprendió que la lluvia lo habría convertido en
pocos segundos en un lodazal intransitable. Al acercarse al caserío vio humo en
algunas chimeneas y suspiró aliviado, porque al comienzo tuvo la impresión de que era
un villorrio abandonado, tal era su decrepitud y su soledad.
Se detuvo a la entrada del pueblo, sin ver a nadie. En la única calle cercada de
modestas casas de adobe, reinaba el silencio y tuvo la sensación de marchar en
sueños. Se aproximó a la casa más cercana, que no tenía ninguna ventana y cuya
puerta estaba abierta. Dejó sus maletas en la acera y entró llamando en alta voz.
Adentro estaba oscuro, porque la luz sólo provenía de la puerta, de modo que necesitó
algunos segundos para acomodar la vista y acostumbrarse a la penumbra. Entonces
divisó a dos niños jugando en el suelo de tierra apisonada, que lo miraban con grandes
ojos asustados, y en un patio posterior a una mujer que avanzaba secándose las
manos con el borde del delantal. Al verlo, esbozó un gesto instintivo para arreglarse un
mechón de pelo que le caía sobre la frente. La saludó y ella respondió tapándose la
boca con la mano al hablar para ocultar sus encías sin dientes. Trueba le explicó que
necesitaba alquilar un coche, pero ella pareció no comprender y se limitó a esconder a
los niños en los pliegues de su delantal, con una mirada sin expresión. Él salió, tomó
su equipaje y siguió su camino.
Cuando había recorrido casi toda la aldea sin ver a nadie y empezaba a
desesperarse, sintió a sus espaldas los cascos de un caballo. Era una destartalada
carreta conducida por un leñador. Se paró delante y obligó al conductor a detenerse.
-¿Puede llevarme a Las Tres Marías? ¡Le pagaré bien! -gritó.
-¿Qué va a ir a hacer allá, caballero? -preguntó el hombre-. Ésa es una tierra de
nadie, un roquerío sin ley.
Pero aceptó llevarlo y lo ayudó a poner su equipaje entre los atados de leña. Trueba
se sentó a su lado en el pescante. De algunas casas salieron niños corriendo tras la
carreta. Trucha se sintió más solo que nunca.
A once kilómetros del pueblo de San Lucas, por un camino devastado, invadido por
la maleza y lleno de baches, apareció el aviso de madera con el nombre de la
propiedad. Colgaba de una cadena rota y el viento lo golpeaba contra el poste con un
sonido sordo que le sonó como un tambor de duelo. Le bastó una ojeada para
comprender que se necesitaba un hércules para rescatar aquello de la desolación. La
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Isabel Allende
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mala yerba se había tragado el sendero y para donde mirara veía peñascos, matorrales
y monte. No había ni la sugerencia de potreros, ni restos de los viñedos que él
recordaba, nadie que saliera a recibirlo. La carreta avanzó lentamente, siguiendo una
huella que el paso de las bestias y los hombres había trazado en los malezales. Al poco
rato divisó la casa del fundo, que todavía se mantenía en pie, pero aparecía como una
visión de pesadumbre, llena de escombros, de alambres de gallinero en el suelo, de
basura. Tenía la mitad de las tejas rotas y había una enredadera salvaje que se metía
por las ventanas y cubría casi todas las paredes. Alrededor de la casa vio algunos
ranchos de adobe sin blanquear, sin ventanas y con techos de paja, negros de hollín.
Dos perros peleaban con furia en el patio.
La sonajera de las ruedas de la carreta y las maldiciones del leñador atrajeron a los
ocupantes de los ranchos, que fueron apareciendo poco a poco. Miraban a los recién
llegados con extrañeza y desconfianza. Habían pasado quince años sin ver ningún
patrón y habían deducido que simplemente no lo tenían. No podían reconocer en ese
hombre alto y autoritario al niño de rizos castaños que mucho tiempo atrás jugaba en
ese mismo patio. Esteban los. miró y tampoco pudo recordar a ninguno. Formaban un
grupo miserable. Vio varias mujeres de edad indefinida, con la piel agrietada y seca,
algunas aparentemente embarazadas, todas vestidas con harapos descoloridos y
descalzas. Calculó que había por lo menos una docena de niños de todas las edades.
Los menores estaban desnudos. Otros rostros se asomaban en los umbrales de las
puertas, sin atreverse a salir. Esteban esbozó un gesto de saludo, pero nadie
respondió. Algunos niños corrieron a esconderse detrás de las mujeres.
Esteban se bajó de la carreta, descargó sus dos maletas y pasó unas monedas al
leñador.
-Si quiere lo espero, patrón -dijo el hombre.
-No. Aquí me quedo.
Se dirigió a la casa, abrió la puerta de un empujón y entró. Adentro había suficiente
luz, porque la mañana entraba por los postigos rotos y los huecos del techo, donde
habían cedido las tejas. Estaba lleno de polvo y telarañas, con un aspecto de total
abandono, y era evidente que en esos años ninguno de los campesinos se había
atrevido a dejar su choza para ocupar la gran casa patronal vacía. No habían tocado
los muebles; eran los mismos de su niñez, en los mismos sitios de siempre, pero más
feos, lúgubres y desvencijados de lo que podía recordar. Toda la casa estaba
alfombrada con una capa de yerba, polvo y hojas secas. Olía a tumba. Un perro
esquelético le ladró furiosamente, pero Esteban Trueba no le hizo caso y finalmente el
perro, cansado, se echó en un rincón a rascarse las pulgas. Dejó sus maletas sobre
una mesa y salió a recorrer la casa, luchando contra la tristeza que comenzaba a
invadirlo. Pasó de una habitación a otra, vio el deterioro que el tiempo había labrado
en todas las cosas, la pobreza, la suciedad, y sintió que ése era un hoyo mucho peor
que el de la mina. La cocina era una amplia habitación cochambrosa, techo alto y de
paredes renegridas por el humo de la leña y el carbón, mohosa, en ruinas, todavía
colgaban de unos clavos en las paredes las cacerolas y sartenes de cobre y de fierro
que no se habían usado en quince años y que nadie había tocado en todo ese tiempo.
Los dormitorios tenían las mismas camas y los grandes armarios con espejos de luna
que compró su padre en otra época, pero los colchones eran un montón de lana
podrida y bichos que habían anidado en ellos durante generaciones. Escuchó los
pasitos discretos de las ratas en el artesonado del techo. No pudo descubrir si el piso
era de madera o de baldosas, porque en ninguna parte aparecía a la vista y la mugre
lo tapaba todo. La capa gris de polvo borraba el contorno de los muebles. En lo que
había sido el salón, aún se veía el piano alemán con una pata rota y las teclas
La casa de los espíritus
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amarillas, sonando como un clavecín desafinado. En los anaqueles quedaban algunos
libros ilegibles con las páginas comidas por la humedad y en el suelo restos de revistas
muy antiguas, que el viento desparramó. Los sillones tenían los resortes a la vista y
había un nido de ratones en la poltrona donde su madre se sentaba a tejer antes que
la enfermedad le pusiera las manos como garfios.
Cuando terminó su recorrido, Esteban tenía las ideas más claras. Sabía que tenía
por delante un trabajo titánico, porque si la casa estaba en ese estado de abandono,
no podía esperar que el resto de la propiedad estuviera en mejores condiciones. Por un
instante tuvo la tentación de cargar sus dos maletas en la carreta y volver por donde
mismo había llegado, pero desechó ese pensamiento de una plumada y resolvió que si
había algo que podía calmar la pena y la rabia de haber perdido a Rosa, era partirse el
lomo trabajando en esa tierra arruinada. Se quitó el abrigo, respiró profundamente y
salió al patio donde todavía estaba el leñador junto a los inquilinos reunidos a cierta
distancia, con la timidez propia de la gente del campo. Se observaron mutuamente con
curiosidad. Trueba dio un par de pasos hacia ellos y percibió un leve movimiento de
retroceso en el grupo, paseó la vista por los zarrapastrosos campesinos y trató de
esbozar una sonrisa amistosa a los niños sucios de mocos, a los viejos legañosos y a
las mujeres sin esperanza, pero le salió como una mueca.
-¿Dónde están los hombres? -preguntó.
El único hombre joven dio un paso adelante. Probablemente tenía la misma edad de
Esteban Trueba, pero se veía mayor.
-Se fueron dijo.
-¿Cómo te llamas?
-Pedro Segundo García, señor -respondió el otro.
-Yo soy el patrón ahora. Se acabó la fiesta. Vamos a trabajar. Al que no le guste la
idea, que se vaya de inmediato. Al que se quede no le faltará de comer, pero tendrá
que esforzarse. No quiero flojos ni gente insolente, ¿me oyeron?
Se miraron asombrados. No habían comprendido ni la mitad del discurso, pero
sabían reconocer la voz del amo cuando la escuchaban.
-Entendimos, patrón -dijo Pedro Segundo García-. No tenemos donde ir, siempre
hemos vivido aquí. Nos quedamos.
Un niño se agachó y se puso a cagar y un perro sarnoso se acercó a olisquearlo.
Esteban, asqueado, dio orden de guardar al niño, lavar el patio y matar al perro. Así
comenzó la nueva vida que, con el tiempo, habría de hacerlo olvidar a Rosa.
Nadie me va a quitar de la cabeza la idea de que he sido un buen patrón. Cualquiera
que hubiera visto Las Tres Marías en los tiempos del abandono y la viera ahora, que es
un fundo modelo, tendría que estar de acuerdo conmigo. Por eso no puedo aceptar que
mi nieta me venga con el cuento de la lucha de clases, porque si vamos al grano, esos
pobres campesinos están mucho peor ahora que hace cincuenta años. Yo era como un
padre para ellos. Con la reforma agraria nos jodimos todos.
Para sacar a Las Tres Marías de la miseria destiné todo el capital que había ahorrado
para casarme con Rosa y todo lo que me enviaba el capataz de la mina, pero no fue el
dinero el que salvó a esa tierra, sino el trabajo y la organización. Se corrió la voz de
que había un nuevo patrón en Las Tres Marías y que estábamos quitando las piedras
con bueyes y arando los potreros para sembrar. Pronto comenzaron a llegar algunos
hombres a ofrecerse como braceros, porque yo pagaba bien y les daba abundante
comida. Compré animales. Los animales eran sagrados para mí y aunque pasáramos el
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año sin probar la carne, no se sacrificaban. Así creció el ganado. Organicé a los
hombres en cuadrillas y después de trabajar en el campo, nos dedicábamos a
reconstruir la casa patronal. No eran carpinteros ni albañiles, todo se lo tuve que
enseñar yo con unos manuales que compré. Hasta plomería hicimos con ellos,
arreglamos los techos, pintamos todo con cal, limpiamos hasta dejar la casa brillante
por dentro y por fuera. Repartí los muebles entre los inquilinos, menos la mesa del
comedor, que todavía estaba indemne a pesar de la polilla que había infectado todo, y
la cama de fierro forjado que había sido de mis padres. Me quedé viviendo en la casa
vacía, sin más mobiliario que esas dos cosas y unos cajones donde me sentaba, hasta
que Férula me mandó de la capital los muebles nuevos que le encargué. Eran piezas
grandes, pesadas, ostentosas, hechas para resistir muchas generaciones y adecuados
para la vida de campo, la prueba es que se necesitó un terremoto para destruirlos. Los
acomodé contra las paredes, pensando en la comodidad y no en la estética, y una vez
que la casa estuvo confortable, me sentí contento y empecé a acostumbrarme a la idea
de que iba a pasar muchos años, tal vez toda la vida, en Las Tres Marías.
Las mujeres de los inquilinos hacían turnos para servir en la casa patronal y ellas se
encargaron de mi huerta. Pronto vi las primeras flores en el jardín que tracé con mi
propia mano y que, con muy pocas modificaciones, es el mismo que existe hoy día. En
esa época la gente trabajaba sin chistar. Creo que mi presencia les devolvió la
seguridad y vieron que poco a poco esa tierra se convertía en un lugar próspero. Eran
gente buena y sencilla, no había revoltosos. También es cierto que eran muy pobres e
ignorantes. Antes que yo llegara se limitaban a cultivar sus pequeñas chacras
familiares que les daban lo indispensable para no morirse de hambre, siempre que no
los golpeara alguna catástrofe, como sequía, helada, peste, hormiga o caracol, en cuyo
caso las cosas se les ponían muy difíciles. Conmigo todo eso cambió. Fuimos
recuperando los potreros uno por uno, reconstruimos el gallinero y los establos y
comenzamos a trazar un sistema de riego para que las siembras no dependieran del
clima, sino de algún mecanismo científico. Pero la vida no era fácil. Era muy dura. A
veces yo iba al pueblo y volvía con un veterinario que revisaba a las vacas y a las
gallinas y, de paso, echaba una mirada a los enfermos. No es cierto que yo partiera del
principio de que si los conocimientos del veterinario alcanzaban para los animales,
también servían para los pobres, como dice mi nieta cuando quiere ponerme furioso.
Lo que pasaba era que no se conseguían médicos por esos andurriales. Los campesinos
consultaban a una meica indígena que conocía el poder de las yerbas y de la sugestión,
a quien le tenían una gran confianza. Mucha más que al veterinario. Las parturientas
daban a luz con ayuda de las vecinas, de la oración y de una comadrona que casi
nunca llegaba a tiempo, porque tenía que hacer el viaje en burro, pero que igual servía
para hacer nacer a un niño, que para sacarle el ternero a una vaca atravesada. Los
enfermos graves, esos que ningún encantamiento de la meica ni pócima del veterinario
podían curar, eran llevados por Pedro Segundo García o por mí en una carreta al
hospital de las monjas, donde a veces había algún médico de turno que los ayudaba a
morir. Los muertos iban a parar con sus huesos a un pequeño camposanto junto a la
parroquia abandonada, al pie del volcán, donde ahora hay un cementerio como Dios
manda. Una o dos veces al año yo conseguía un sacerdote para que fuera a bendecir
las uniones, los animales y las máquinas, bautizar a los niños y decir alguna oración
atrasada a los difuntos. Las únicas diversiones eran capar a los cerdos y a los toros, las
peleas de gallos, la rayuela y las increíbles historias de Pedro García, el viejo, que en
paz descanse. Era el padre de Pedro Segundo y decía que su abuelo había combatido
en las filas de los patriotas que echaron a los españoles de América. Enseñaba a los
niños a dejarse picar por las arañas y tomar orina de mujer encinta para inmunizarse.
Conocía casi tantas yerbas como la meica, pero se confundía en el momento de decidir
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su aplicación y cometía algunos errores irreparables. Para sacar muelas, sin embargo,
reconozco que tenía un sistema insuperable, que le había dado justa fama en toda la
zona, era una combinación de vino tinto y padrenuestros, que sumía al paciente en
trance hipnótico. A mí me sacó una muela sin dolor y si estuviera vivo, sería mi
dentista.
Muy pronto empecé a sentirme a gusto en el campo. Mis vecinos más próximos
quedaban a una buena distancia a lomo de caballo, pero a mí no me interesaba la vida
social, me complacía la soledad y además tenía mucho trabajo entre las manos. Me fui
convirtiendo en un salvaje, se me olvidaron las palabras, se me acortó el vocabulario,
me puse muy mandón. Como no tenía necesidad de aparentar ante nadie, se acentuó
el mal carácter que siempre he tenido. Todo me daba rabia, me enojaba cuando veía a
los niños rondando las cocinas para robarse el pan, cuando las gallinas alborotaban en
el patio, cuando los gorriones invadían los maizales. Cuando el mal humor empezaba a
estorbarme y me sentía incómodo en mi propio pellejo, salía a cazar. Me levantaba
mucho antes que amaneciera y partía con una escopeta al hombro, mi morral y mi
perro perdiguero. Me gustaba la cabalgata en la oscuridad, el frío del amanecer, el
largo acecho en la sombra, el silencio, el olor de la pólvora y la sangre, sentir contra el
hombro recular el arma con un golpe seco y ver a la presa caer pataleando, eso me
tranquilizaba y cuando regresaba de una cacería, con cuatro conejos miserables en el
morral y unas perdices tan perforadas que no servían para cocinarlas, medio muerto
de fatiga y lleno de barro, me sentía aliviado y feliz.
Cuando pienso en esos tiempos, me da una gran tristeza. La vida se me pasó muy
rápido. Si volviera a empezar hay algunos errores que no cometería, pero en general
no me arrepiento de nada. Sí, he sido un buen patrón, de eso no hay duda.
Los primeros meses Esteban Trueba estuvo tan ocupado canalizando el agua,
cavando pozos, sacando piedras, limpiando potreros y reparando los gallineros y los
establos, que no tuvo tiempo de pensar en nada. Se acostaba rendido y se levantaba
al alba, tomaba un magro desayuno en la cocina y partía a caballo a vigilar las labores
del campo. No regresaba hasta el atardecer. A esa hora hacía la única comida
completa del día, solo en el comedor de casa. Los primeros meses se hizo el propósito
de bañarse y cambiarse ropa diariamente a la hora de cenar, como había oído que
hacían los colonos ingleses en las más lejanas aldeas del Asia y del África, para no
perder la dignidad y el señorío. Se vestía con su mejor ropa, se afeitaba y ponía en el
gramófono las mismas arias de sus óperas preferidas todas las noches. Pero poco a
poco se dejó vencer por la rusticidad y aceptó que no tenía vocación de petimetre,
especialmente si no había nadie que pudiera apreciar, el esfuerzo. Dejó de afeitarse, se
cortaba el pelo cuando le llegaba por los hombros, y siguió bañándose sólo porque
tenía el hábito muy arraigado, pero se despreocupó de su ropa y de sus modales. Fue
convirtiéndose en un bárbaro. Antes de dormir leía un rato o jugaba ajedrez, había
desarrollado la habilidad de competir contra un libro sin hacer trampas y de perder las
partidas sin enojarse. Sin embargo, la fatiga del trabajo no fue suficiente para sofocar
su naturaleza fornida y sensual. Empezó a pasar malas noches, las frazadas le
parecían muy pesadas, las sábanas demasiado suaves. Su caballo le jugaba malas
pasadas y de repente se convertía en una hembra formidable, una montaña dura y
salvaje de carne, sobre la cual cabalgaba hasta molerse los huesos. Los tibios y
perfumados melones de la huerta le parecían descomunales pechos de mujer y se
sorprendía enterrando la cara en la manta de su montura, buscando en el agrio olor
del sudor de la bestia, la semejanza con aquel aroma lejano y prohibido de sus
primeras prostitutas. En la noche se acaloraba con pesadillas de mariscos podridos, de
trozos enormes de res descuartizada, de sangre, de semen, de lágrimas. Despertaba
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tenso, con el sexo como un fierro entre las piernas, más rabioso que nunca. Para
aliviarse, corría a zambullirse desnudo en el río y se hundía en las aguas heladas hasta
perder la respiración, pero entonces creía sentir unas manos invisibles que le
acariciaban las piernas. Vencido, se dejaba flotar a la deriva, sintiéndose abrazado por
la corriente, besado por los guarisapos, fustigado por las cañas de la orilla. Al poco
tiempo su apremiante necesidad era notoria, no se calmaba ni con inmersiones
nocturnas en el río, ni con infusiones de canela, ni colocando piedra lumbre debajo del
colchón, ni siquiera con los manipuleos vergonzantes que en el internado ponían locos
a los muchachos, los dejaban ciegos y los sumían en la condenación eterna. Cuando
comenzó a mirar con ojos de concupiscencia a las aves del corral, a los niños que
jugaban desnudos en el huerto y hasta a la masa cruda del pan, comprendió que su
virilidad no se iba a calmar con sustitutos de sacristán. Su sentido práctico le indicó
que tenía que buscarse una mujer y, una vez tomada la decisión, la ansiedad que lo
consumía se calmó y su rabia pareció aquietarse. Ese día amaneció sonriendo por
primera vez en mucho tiempo.
Pedro García, el viejo, lo vio salir silbando camino al establo y movió la cabeza
inquieto.
El patrón anduvo todo el día ocupado en el arado de un potrero que acababa de
hacer limpiar y que había destinado a plantar maíz. Después se fue con Pedro Segundo
García a ayudar a una vaca que a esas horas trataba de parir y tenía al ternero
atravesado. Tuvo que introducirle el brazo hasta el codo para voltear al crío y ayudarlo
a asomar la cabeza. La vaca se murió de todos modos, pero eso no le puso de mal
humor. Ordenó que alimentaran al ternero con una botella, se lavó en un balde y
volvió a montar. Normalmente era su hora de comida, pero no tenía hambre. No tenía
ninguna prisa, porque ya había hecho su elección.
Había visto a la muchacha muchas veces cargando en la cadera a su hermanito
moquillento, con un saco en la espalda o un cántaro de agua del pozo en la cabeza. La
había observado cuando lavaba la ropa, agachada en las piedras planas del río, con
sus piernas morenas pulidas por el agua, refregando los trapos descoloridos con sus
toscas manos de campesina. Era de huesos grandes y rostro aindiado, con las
facciones anchas y la piel oscura, de expresión apacible y dulce, su amplia boca
carnosa conservaba todavía todos los dientes y cuando sonreía se iluminaba, pero lo
hacía muy poco. Tenía la belleza de la primera juventud, aunque él podía ver que se
marchitaría muy pronto, como sucede a las mujeres nacidas para parir muchos hijos,
trabajar sin descanso y enterrar a sus muertos. Se llamaba Pancha García y tenía
quince años.
Cuando Esteban Trueba salió a buscarla, ya había caído la tarde y estaba más
fresco. Recorrió con su caballo al paso las largas alamedas que dividían los potreros
preguntando por ella a los que pasaban, hasta que la vio por el camino que conducía a
su rancho. Iba doblada por el peso de un haz de espino para el fogón de la cocina, sin
zapatos, cabizbaja. La miró desde la altura del caballo y sintió al instante la urgencia
del deseo que había estado molestándolo durante tantos meses. Se acercó al trote
hasta colocarse a su lado, ella lo oyó, pero siguió caminando sin mirarlo, por la
costumbre ancestral de todas las mujeres de su estirpe de bajar la cabeza ante el
macho. Esteban se agachó y le quitó el fardo, lo sostuvo un momento en el aire y
luego lo arrojó con violencia a la vera del camino, alcanzó a la muchacha con un brazo
por la cintura y la levantó con un resoplido bestial, acomodándola delante de la
montura, sin que ella opusiera ninguna resistencia. Espoleó el caballo y partieron al
galope en dirección al río. Desmontaron sin intercambiar ni una palabra y se midieron
con los ojos. Esteban se soltó el ancho cinturón de cuero y ella retrocedió, pero la
atrapó de un manotazo. Cayeron abrazados entre las hojas de los eucaliptos.
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Esteban no se quitó la ropa. La acometió con fiereza incrustándose en ella sin
preámbulos, con una brutalidad inútil. Se dio cuenta demasiado tarde, por las
salpicaduras sangrientas en su vestido, que la joven era virgen, pero ni la humilde
condición de Pancha, ni las apremiantes exigencias de su apetito, le permitieron tener
contemplaciones. Pancha García no se defendió, no se quejó, no cerró los ojos. Se
quedó de espaldas, mirando el cielo con expresión despavorida, hasta que sintió que el
hombre se desplomaba con un gemido a su lado. Entonces empezó a llorar
suavemente. Antes que ella su madre, y antes que su madre su abuela, habían sufrido
el mismo destino de perra. Esteban Trueba se acomodó los pantalones, se cerró el
cinturón, la ayudó a ponerse en pie y la sentó en el anca de su caballo. Emprendieron
el regreso. Él iba silbando. Ella seguía llorando. Antes de dejarla en su rancho, el
patrón la besó en la boca.
-Desde mañana quiero que trabajes en la casa -dijo.
Pancha asintió sin levantar la vista. También su madre y su abuela habían servido
en la casa patronal.
Esa noche Esteban Trueba durmió como un bendito, sin soñar con Rosa. En la
mañana se sentía pleno de energía, más grande y poderoso. Se fue al campo
canturreando y a su regreso, Pancha estaba en la cocina, afanada revolviendo el
manjar blanco en una gran olla de cobre. Esa noche la esperó con impaciencia y
cuando se callaron los ruidos domésticos en la vieja casona de adobe y empezaron los
trajines nocturnos de las ratas, sintió la presencia de la muchacha en el umbral de su
puerta.
-Ven, Pancha -la llamó. No era una orden, sino más bien una súplica.
Esa vez Esteban se dio tiempo para gozarla y para hacerla gozar. La recorrió
tranquilamente, aprendiendo de memoria el olor ahumado de su cuerpo y de su ropa
lavada con ceniza y estirada con plancha a carbón, conoció la textura de su pelo negro
y liso, de su piel suave en los sitios más recónditos y áspera y callosa en los demás, de
sus labios frescos, de su sexo sereno y su vientre amplio. La deseó con calma y la
inició en la ciencia más secreta y más antigua. Probablemente fue feliz esa noche y
algunas noches más, retozando como dos cachorros en la gran cama de fierro forjado
que había sido del primer Trucha y que ya estaba medio coja, pero aún podía resistir
las embestidas del amor.
A Pancha García le crecieron los senos y se le redondearon las caderas. A Esteban
Trucha le mejoró por un tiempo el mal humor y comenzó a interesarse en sus
inquilinos. Los visitó en sus ranchos de miseria. Descubrió en la penumbra de uno de
ellos un cajón relleno con papel de periódico donde compartían el sueño un niño de
pecho y una perra recién parida. En otro, vio a una anciana que estaba muriéndose
desde hacía cuatro años y tenía los huesos asomados por las llagas de la espalda. En
un patio conoció a un adolescente idiota, babeando, con una soga al cuello, atado a un
poste, hablando cosas de otros mundos, desnudo y con un sexo de mulo que refregaba
incansablemente contra el suelo. Se dio cuenta, por primera vez, que el peor abandono
-no era el de las tierras y los animales, sino de los habitantes de Las Tres Marías, que
habían vivido en el desamparo desde la época en que su padre se jugó la dote y la
herencia de su madre. Decidió que era tiempo de llevar un poco de civilización a ese
rincón perdido entre la cordillera y el mar.
En Las Tres Marías comenzó una fiebre de actividad que sacudió la modorra.
Esteban Trueba puso a trabajar a los campesinos como nunca lo habían hecho. Cada
hombre, mujer, anciano y niño que pudiera tenerse en sus dos piernas, fue empleado
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por el patrón, ansioso por recuperar en pocos meses los años de abandono. Hizo
construir un granero y despensas para guardar alimentos para el invierno, hizo salar la
carne de caballo y ahumar la de cerdo y puso a las mujeres a hacer dulces y conservas
de frutas. Modernizó la lechería, que no era más que un galpón lleno de estiércol y
moscas, y obligó a las vacas a producir suficiente leche. Inició la construcción de una
escuela con seis aulas, porque tenía la ambición de que todos los niños y adultos de
Las Tres Marías debían aprender a leer, escribir y sumar, aunque no era partidario de
que adquirieran otros conocimientos, para que no se les llenara la cabeza con ideas
inapropiadas a su estado y condición. Sin embargo, no pudo conseguir un maestro que
quisiera trabajar en esas lejanías, y ante la dificultad para atrapar a los chiquillos con
promesas de azotes y de caramelos para alfabetizarlos él mismo, abandonó esa ilusión
y dio otros usos a la escuela. Su hermana Férula le enviaba desde la capital los libros
que le encargaba. Era literatura práctica. Con ellos aprendió a poner inyecciones
colocándoselas en las piernas y fabricó una radio a galena. Gastó sus primeras
ganancias en comprar telas rústicas, una máquina de coser, una caja de píldoras
homeopáticas con su manual de instrucciones, una enciclopedia y un cargamento de
silabarios, cuadernos y lápices. Acarició el proyecto de hacer un comedor donde todos
los niños recibieran una comida completa al día, para que crecieran fuertes y sanos y
pudieran trabajar desde pequeños, pero comprendió que era cosa de locos obligar a los
niños a trasladarse desde cada extremo de la propiedad por un plato de comida, de
modo que cambió el proyecto por un taller de costura. Pancha García fue la encargada
de desentrañar los misterios de la máquina de coser. Al principio, creía que era un
instrumento del diablo dotado de vida propia y se negaba a aproximársele, pero él fue
inflexible y ella acabó por dominarla. Trucha organizó una pulpería. Era un modesto
almacén donde los inquilinos podían comprar lo necesario sin tener que hacer el viaje
en carreta hasta San Lucas. El patrón compraba las cosas al por mayor y lo revendía al
mismo precio a sus trabajadores. Impuso un sistema de vales, que primero funcionó
como una forma de crédito y con el tiempo llegó a reemplazar al dinero legal. Con sus
papeles rosados se compraba todo en la pulpería y se pagaban los sueldos. Cada
trabajador tenía derecho, además de los famosos papelitos, a un trozo de tierra para
cultivar en su tiempo libre, seis gallinas por familia al año, una porción de semillas,
una parte de la cosecha que cubriera sus necesidades, pan y leche para el día y
cincuenta pesos que se repartían para Navidad y para las Fiestas Patrias entre los
hombres. Las mujeres no tenían esa bonificación, aunque trabajaran con los hombres
de igual a igual, porque no se las consideraba jefes de familia, excepto en el caso de
las viudas. El jabón de lavar, la lana para tejer y el jarabe para fortalecer los pulmones
eran distribuidos gratuitamente, porque Trueba no quería a su alrededor gente sucia,
con frío o enferma. Un día leyó en la enciclopedia las ventajas de una dieta equilibrada
y comenzó su manía de las vitaminas, que había de durarle por el resto de la vida.
Sufría rabietas cada vez que comprobaba que los campesinos daban a los niños sólo el
pan y alimentaban a los cerdos con la leche y los huevos. Empezó a hacer reuniones
obligatorias en la escuela para hablarles de las vitaminas y, de paso, informarlos sobre
las noticias que conseguía captar mediante los escarceos con la radio a galena. Pronto
se aburrió de perseguir la onda con el alambre y encargó a la capital una radio
transoceánica provista de dos enormes baterías. Con ella podía captar algunos
mensajes coherentes, en medio de un ensordecedor barullo de sonidos de ultramar.
Así se enteró de la guerra de Europa y siguió los avances de las tropas en un mapa
que colgó en el pizarrón de la escuela y que iba marcando con alfileres. Los
campesinos lo observaban estupefactos, sin comprender ni remotamente el propósito
de clavar un alfiler en el color azul y al día siguiente correrlo al color verde. No podían
imaginar el mundo del tamaño de un papel suspendido en el pizarrón, ni a los ejércitos
reducidos a la cabeza de un alfiler. En realidad, la guerra, los inventos de la ciencia, el
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progreso de la industria, el precio del oro y las extravagancias de la moda, los tenían
sin cuidado. Eran cuentos de hadas que en nada modificaban la estrechez de su
existencia. Para aquel impávido auditorio, las noticias de la radio eran lejanas y ajenas
y el aparato se desprestigió rápidamente cuando fue evidente que no podía pronosticar
el estado del tiempo. El único que demostraba interés por los mensajes venidos del
aire, era Pedro Segundo García.
Esteban Trucha compartió con él muchas horas, primero junto a la radio a galena, y
después con la de batería, esperando el milagro de una voz anónima y remota que los
pusiera en contacto con la civilización. Esto, sin embargo, no consiguió acercarlos.
Trueba sabía que ese rudo campesino era más inteligente que los demás. Era el único
que sabía leer y era capaz de mantener una conversación de más de tres frases. Era lo
más parecido a un amigo que tenía en cien kilómetros a la redonda, pero su
monumental orgullo le impedía reconocerle ninguna virtud, excepto aquellas propias de
su condición de buen peón de campo. Tampoco era partidario de las familiaridades con
los subalternos. Por su parte, Pedro Segundo lo odiaba, aunque jamás había puesto
nombre a ese sentimiento tormentoso que le abrasaba el alma y lo llenaba de
confusión. Era una mezcla de miedo y de rencorosa admiración. Presentía que nunca
se atrevería a hacerle frente, porque era el patrón. Tendría que soportar sus rabietas,
sus órdenes desconsideradas y su prepotencia durante el resto de su vida. En los años
en que Las Tres Marías estuvo abandonada, él había asumido en forma natural el
mando de la pequeña tribu que sobrevivió en esas tierras olvidadas. Se había
acostumbrado a ser respetado, a mandar, a tomar decisiones y a no tener más que el
cielo sobre su cabeza. La llegada del patrón le cambió la vida, pero no podía dejar de
admitir que ahora vivían mejor, que no pasaban hambre y que estaban más protegidos
y seguros. Algunas veces Trueba creyó verle en los ojos un destello asesino, pero
nunca pudo reprocharle una insolencia. Pedro Segundo obedecía sin chistar, trabajaba
sin quejarse, era honesto y parecía leal. Si veía pasar a su hermana Pancha por el
corredor de la casa patronal, con el vaivén pesado de la hembra satisfecha, agachaba
la cabeza y callaba.
Pancha García era joven y el patrón era fuerte. El resultado predecible de su alianza
comenzó a notarse a los pocos meses. Las venas de las piernas de la muchacha
aparecieron como lombrices en su piel morena, se hizo más lento su gesto y lejana su
mirada, perdió interés en los retozos descarados de la cama de fierro forjado y
rápidamente se le engrosó la cintura y se le cayeron los senos con el peso de una
nueva vida que crecía en su interior. Esteban tardó bastante en darse cuenta, porque
casi nunca la miraba y, pasado el entusiasmo del primer momento, tampoco la
acariciaba. Se limitaba a utilizarla como una medida higiénica que aliviaba la tensión
del día y le brindaba una noche sin sueños. Pero llegó un momento en que la gravidez
de Pancha fue evidente incluso para él. Le tomó repulsión. Empezó a verla corno un
enorme envase que contenía una sustancia informe y gelatinosa, que no podía
reconocer como un hijo suyo. Pancha abandonó la casa del patrón y regresó al rancho
de sus padres, donde no le hicieron preguntas. Siguió trabajando en la cocina patronal,
amasando el pan y cosiendo a máquina, cada día más deformada por la maternidad.
Dejó de servir la mesa a Esteban y evitó encontrarse con él, puesto que ya nada tenían
que compartir. Una semana después que ella salió de su cama, él volvió a soñar con
Rosa y despertó con las sábanas húmedas. Miró por la ventana y vio a una niña
delgada que estaba colgando en un alambre la ropa recién lavada. No parecía tener
más de trece o catorce años, pero estaba completamente desarrollada. En ese
momento se volvió y lo miró: tenía la mirada de una mujer.
Pedro García vio al patrón salir silbando camino al establo y movió la cabeza
inquieto.
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En el transcurso de los diez años siguientes, Esteban Trueba se convirtió en el
patrón más respetado de la región, construyó casas de ladrillo para sus trabajadores,
consiguió un maestro para la escuela y subió el nivel de vida de todo el mundo en sus
tierras. Las Tres Marías era un buen negocio que no requería ayuda del filón de oro,
sino, por el contrario, sirvió de garantía para prorrogar la concesión de la mina. El mal
carácter de Trueba se convirtió en una leyenda y se acentuó hasta llegar a incomodarlo
a él mismo. No aceptaba que nadie le replicara y no toleraba ninguna contradicción,
consideraba que el menor desacuerdo era una provocación. También se acrecentó su
concupiscencia. No pasaba ninguna muchacha de la pubertad a la edad adulta sin que
la hiciera probar el bosque, la orilla del río o la cama de fierro forjado. Cuando no
quedaron mujeres disponibles en Las Tres Marías, se dedicó a perseguir a las de otras
haciendas, violándolas en un abrir y cerrar de ojos, en cualquier lugar del campo,
generalmente al atardecer. No se preocupaba de hacerlo a escondidas, porque no le
temía a nadie. En algunas ocasiones llegaron hasta Las Tres Marías un hermano, un
padre, un marido o un patrón a pedirle cuentas, pero ante su violencia descontrolada,
estas visitas de justicia o de venganza fueron cada vez menos frecuentes. La fama de
su brutalidad se extendió por toda la zona y causaba envidiosa admiración entre los
machos de su clase. Los campesinos escondían a las muchachas y apretaban los puños
inútilmente, pues no podían hacerle frente. Esteban Trueba era más fuerte y tenía
impunidad. Dos veces aparecieron cadáveres de campesinos de otras haciendas
acribillados a tiros de escopeta y a nadie le cupo duda que había que buscar al culpable
en Las Tres Marías, pero los gendarmes rurales se limitaron a anotar el hecho en su
libro de actas, con la trabajosa caligrafía de los semianalfabetos, agregando que
habían sido sorprendidos robando. La cosa no pasó de allí. Trueba siguió labrando su
prestigio de rajadiablos, sembrando la región de bastardos, cosechando el odio y
almacenando culpas que no le hacían mella, porque se le había curtido el alma y
acallado la conciencia con el pretexto del progreso. En vano Pedro Segundo García y el
viejo cura del hospital de las monjas trataron de sugerirle que no eran las casitas de
ladrillo ni los litros de leche los que hacían a un buen patrón, o a un buen cristiano,
sino dar a la gente un sueldo decente en vez de papelitos rosados, un horario de
trabajo que no les moliera los riñones y un poco de respeto y dignidad. Trueba no
quería oír hablar de esas cosas que, según él, olían a comunismo.
-Son ideas degeneradas -mascullaba-. Ideas bolcheviques para soliviantarme a los
inquilinos. No se dan cuenta que esta pobre gente no tiene cultura ni educación, no
pueden asumir responsabilidades, son niños. ¿Cómo van a saber lo que les conviene?
Sin mí estarían perdidos, la prueba es que cuando doy vuelta la cara, se va todo al
diablo y empiezan a hacer burradas. Son muy ignorantes. Mi gente está muy bien,
¿qué más quieren? No les falta nada. Si se quejan, es de puro mal agradecidos. Tienen
casas de ladrillo, me preocupo de sonar los mocos y quitar los parásitos a sus
chiquillos, de llevarles vacunas y enseñarles a leer. ¿Hay otro fundo por aquí que tenga
su propia escuela? ¡No! Siempre que puedo, les llevo al cura para que les diga unas
misas, así es que no sé por qué viene el cura a hablarme de justicia. No tiene que
meterse en lo que no sabe y no es de su incumbencia. ¡Quisiera verlo a cargo de esta
propiedad! A ver si iba a andar con remilgos. Con estos pobres diablos hay que tener
mano dura, es el único lenguaje que entienden. Si uno se ablanda, no lo respetan. No
niego que muchas veces he sido muy severo, pero siempre he sido justo. He tenido
que enseñarles de todo, hasta a comer, porque si fuera por ellos, se alimentaban de
puro pan. Si me descuido les dan la leche y los huevos a los chanchos. ¡No saben
limpiarse el traste y quieren derecho a voto! Si no saben donde están parados, ¿cómo
van a saber de política? Son capaces de votar por los comunistas, como los mineros
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del Norte, que con sus huelgas perjudican a todo el país, justamente cuando el precio
del mineral está en su punto máximo. Mandar a la tropa es lo que haría yo en el Norte,
para que les corra bala, a ver si aprenden de una vez por todas. Por desgracia el
garrote es lo único que funciona en estos países. No estamos en Europa. Aquí lo que se
necesita es un gobierno fuerte, un patrón fuerte. Sería muy lindo que fuéramos todos
iguales, pero no lo somos. Eso salta a la vista. Aquí el único que sabe trabajar soy yo y
los desafío a que me prueben lo contrario. Me levanto el primero y me acuesto el
último en esta maldita tierra. Si fuera por mí, mandaba todo al carajo y me iba a vivir
como un príncipe a la capital, pero tengo que estar aquí, porque si me ausento aunque
sea por una semana, esto se viene al suelo y estos infelices empiezan a morirse de
hambre. Acuérdense cómo era cuando yo llegué hace nueve o diez años: una
desolación. Era una ruina de piedras y buitres. Una tierra de nadie. Estaban todos los
potreros abandonados. A nadie se le había ocurrido canalizar el agua. Se contentaban
con plantar cuatro lechugas mugrientas en sus patios y dejaron que todo lo demás se
hundiera en la miseria. Fue necesario que yo llegara para que aquí hubiera orden, ley,
trabajo. ¿Cómo no voy a estar orgulloso? He trabajado tan bien, que ya compré los dos
fundos vecinos y esta propiedad es la más grande y la más rica de toda la zona, la
envidia de todo el mundo, un ejemplo, un fundo modelo. Y ahora que la carretera pasa
por el lado, se ha duplicado su valor, si quisiera venderlo podría irme a Europa a vivir
de mis rentas, pero no me voy, me quedo aquí, machucándome. Lo hago por esta
gente. Sin mí estarían perdidos. Si vamos al fondo de las cosas, no sirven ni para
hacer los mandados, siempre lo he dicho: son como niños. No hay uno que pueda
hacer lo que tiene que hacer sin que tenga que estar yo detrás azuzándolo. ¡Y después
me vienen con el cuento de que somos todos iguales! Para morirse de la risa, carajo...
A su madre y hermana enviaba cajones con frutas, carnes saladas, jamones, huevos
frescos, gallinas vivas y en escabeche, harina, arroz y granos por sacos, quesos del
campo y todo el dinero que podían necesitar, porque eso no le faltaba. Las Tres Marías
y la mina producían como era debido por primera vez desde que Dios puso aquello en
el planeta, como le gustaba decir a quien quisiera oírlo. A doña Ester y a Férula daba lo
que nunca ambicionaron, pero no tuvo tiempo, en todos esos años, para irlas a visitar,
aunque fuera de paso en alguno de sus viajes al Norte. Estaba tan ocupado en el
campo, en las nuevas tierras que había comprado y en otros negocios a los que
empezaba a echar el guante, que no podía perder su tiempo junto al lecho de una
enferma. Además existía el correo que los mantenía en contacto y el tren que le
permitía mandar todo lo que quisiera. No tenía necesidad de verlas. Todo se podía
decir por carta. Todo menos lo que no quería que supieran, como la recua de
bastardos que iban naciendo como por arte de magia. Bastaba tumbar a una
muchacha en el potrero y quedaba preñada inmediatamente, era cosa del demonio,
tanta fertilidad era insólita, estaba seguro que la mitad de los críos no eran suyos. Por
eso decidió que aparte del hijo de Pancha García, que se llamaba Esteban como él y
que no había duda de que su madre era virgen cuando la poseyó, los demás podían ser
sus hijos y podían no serlo y siempre era mejor pensar que no lo eran. Cuando llegaba
a su casa alguna mujer con un niño en los brazos para reclamar el apellido o alguna
ayuda, la ponía en el camino con un par de billetes en la mano y la amenaza de que si
volvía a importunarlo, la sacaría a rebencazos, para que no le quedaran ganas de
andar meneando el rabo al primer hombre que viera y después acusarlo a él. Así fue
como nunca se enteró del número exacto de sus hijos y en realidad el asunto no le
interesaba. Pensaba que cuando quisiera tener hijos, buscaría una esposa de su clase,
con bendición de la Iglesia, porque los únicos que contaban eran los que llevaban el
apellido del padre, los otros era como si no existieran. Que no le fueran con la
monstruosidad de que todos nacen con los mismos derechos y heredan igual, porque
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en ese caso se iba todo al carajo y la civilización regresaba a la Edad de Piedra. Se
acordaba de Nívea, la madre de Rosa, quien después que su marido renunció a la
política, aterrado por el aguardiente envenenado, inició su propia campaña política. Se
encadenaba con otras damas en las rejas del Congreso y de la Corte Suprema,
provocando un bochornoso espectáculo que ponía en ridículo a sus maridos. Sabía que
Nívea salía en la noche a pegar pancartas sufragistas en los muros de la ciudad y era
capaz de pasear por el centro a plena luz del mediodía de un domingo, con una escoba
en la mano y un birrete en la cabeza, pidiendo que las mujeres tuvieran los derechos
de los hombres, que pudieran votar y entrar a la universidad, pidiendo también que
todos los niños gozaran de la protección de la ley, aunque fueran bastardos.
-¡Esa señora está mal de la cabeza! -decía Trueba-. Eso sería ir contra la naturaleza.
Si las mujeres no saben sumar dos más dos, menos podrán tomar un bisturí. Su
función es la maternidad, el hogar. Al paso que van, cualquier día van a querer ser
diputados, jueces, ¡hasta Presidente de la República! Y mientras tanto están
produciendo una confusión y un desorden que puede terminar en un desastre. Andan
publicando panfletos indecentes, hablan por la radio, se encadenan en lugares públicos
y tiene que ir la policía con un herrero para que corte los candados y puedan
llevárselas presas, que es como deben estar. Lástima que siempre hay un marido
influyente, un juez de pocos bríos o un parlamentario con ideas revoltosas que las
pone en libertad... ¡Mano dura es lo que hace falta también en este caso!
La guerra en Europa había terminado y los vagones llenos de muertos eran un
clamor lejano, pero que aún no se apagaba. De allí estaban llegando las ideas
subversivas traídas por los vientos incontrolables de la radio, el telégrafo y los buques
cargados de emigrantes que llegaban como un tropel atónito, escapando al hambre de
su tierra, asolados por el rugido de las bombas y por los muertos pudriéndose en los
surcos del arado. Era año de elecciones presidenciales y de preocuparse por el vuelco
que estaban tomando los acontecimientos. El país despertaba. La oleada de
descontento que agitaba al pueblo estaba golpeando la sólida estructura de aquella
sociedad oligárquica. En los campos hubo de todo: sequía, caracol, fiebre aftosa. En el
Norte había cesantía y en la capital se sentía el efecto de la guerra lejana. Fue un año
de miseria en el que lo único que faltó para rematar el desastre fue un terremoto.
La clase alta, sin embargo, dueña del poder y de la riqueza, no se dio cuenta del
peligro que amenazaba el frágil equilibrio de su posición. Los ricos se divertían
bailando el charlestón y los nuevos ritmos del jazz, el fox-trot y unas cumbias de
negros que eran una maravillosa indecencia. Se renovaron los viajes en barco a
Europa, que se habían suspendido durante los cuatro años de guerra y se pusieron de
moda otros a Norteamérica. Llegó la novedad del golf, que reunía a la mejor sociedad
para golpear una pelotita con un palo, tal como doscientos años antes hacían los indios
en esos mismos lugares. Las damas se ponían collares de perlas falsas hasta las
rodillas y sombreros de bacinilla hundidos hasta las cejas, se habían cortado el pelo
como hombres y se pintaban como meretrices, habían suprimido el corsé y fumaban
pierna arriba. Los caballeros andaban deslumbrados por el invento de los coches
norteamericanos, que llegaban al país por la mañana y se vendían el mismo día por la
tarde, a pesar de que costaban una pequeña fortuna y no eran más que un estrépito
de humo y tuercas sueltas corriendo a velocidad suicida por unos caminos que fueron
hechos para los caballos y otras bestias naturales, pero en ningún caso para máquinas
de fantasía. En las mesas de juego se jugaban las herencias y las riquezas fáciles de la
posguerra, destapaban el champán, y llegó la novedad de la cocaína para los más
refinados y viciosos. La locura colectiva parecía no tener fin.
Pero en el campo los nuevos automóviles eran una realidad tan lejana como los
vestidos cortos y los que se libraron del caracol y la fiebre aftosa lo anotaron como un
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buen año. Esteban Trueba y otros terratenientes de la región se juntaban en el club del
pueblo para planear la acción política antes de las elecciones. Los campesinos todavía
vivían igual que en tiempos de la Colonia y no habían oído hablar de sindicatos, ni de
domingos festivos, ni de un salario mínimo, pero ya comenzaban a infiltrarse en los
fundos los delegados de los nuevos partidos de izquierda, que entraban disfrazados de
evangélicos, con una Biblia en un sobaco y sus panfletos marxistas en el otro,
predicando simultáneamente la vida abstemia y la muerte por la revolución. Estos
almuerzos de confabulación de los patrones terminaban en borracheras romanas o en
peleas de gallos y al anochecer tomaban por asalto el Farolito Rojo, donde las
prostitutas de doce años y Carmelo, el único marica del burdel y del pueblo, bailaban
al son de una vitrola antediluviana, bajo la mirada alerta de la Sofía, que ya no estaba
para esos trotes, pero que todavía tenía energía para regentarlo con mano de hierro y
para impedir que se metieran los gendarmes a fregar la paciencia y los patrones a
propasarse con las muchachas, jodiendo sin pagar. Entre todas, Tránsito Soto era la
que mejor bailaba y la que más resistía los embistes de los borrachos, era incansable y
nunca se quejaba de nada, como si tuviera la virtud tibetana de dejar su mísero
esqueleto de adolescente en manos del cliente y trasladar su alma a una región lejana.
A Esteban Trueba le gustaba, porque no tenía remilgos para las innovaciones y las
brutalidades del amor, sabía cantar con voz de pájaro ronco, y porque una vez le dijo
que ella iba a llegar muy lejos y eso le hizo gracia.
-No me voy a quedar en el Farolito Rojo toda la vida, patrón. Me voy a ir a la
capital, porque quiero ser rica y famosa -dijo.
Esteban iba al lupanar porque era el único lugar de diversión del pueblo, pero no era
hombre de prostitutas. No le gustaba pagar por lo que podía obtener por otros medios.
A Tránsito Soto, sin embargo, la apreciaba. La joven lo hacía reír.
Un día, después de hacer el amor, se sintió generoso, lo que no le ocurría casi
nunca, y preguntó a Tránsito Soto si le gustaría que le hiciera un regalo.
-¡Préstame cincuenta pesos, patrón! -pidió ella al punto.
-Es mucha plata. ¿Para qué la quieres?
-Para un pasaje en tren, un vestido rojo, unos zapatos con tacón, un frasco de
perfume y para hacerme la permanente. Es todo lo que necesito para empezar. Se los
voy a devolver algún día, patrón. Con intereses.
Esteban le dio los cincuenta pesos porque ese día había vendido cinco novillos y
andaba con los bolsillos repletos de billetes, y también porque la fatiga del placer
satisfecho lo ponía algo sentimental.
-Lo único que siento es que no te voy a volver a ver, Tránsito. Me había
acostumbrado a ti.
-Sí nos vamos a ver, patrón. La vida es larga y tiene muchas vueltas.
Esas comilonas en el club, las riñas de gallos y las tardes en el burdel, culminaron
en un plan inteligente, aunque no del todo original, para hacer votar a los campesinos.
Les dieron una fiesta con empanadas y mucho vino, se sacrificaron algunas reses para
asarlas, les tocaron canciones en la guitarra, les endilgaron algunas arengas patrióticas
y les prometieron que si salía el candidato conservador tendrían una bonificación, pero
si salía cualquier otro, se quedaban sin trabajo. Además, controlaron las urnas y
sobornaron a la policía. A los campesinos, después de la fiesta, los echaron dentro de
unas carretas y los llevaron a votar, bien vigilados, entre bromas y risas, la única
oportunidad en que tenían familiaridades con ellos, compadre para acá, compadre para
allá, cuente conmigo, que yo no le fallo, patroncito, así me gusta, hombre, que tengas
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conciencia patriótica, mira que los liberales y los radicales son todos unos pendejos y
los comunistas son unos ateos, hijos de puta, que se comen a los niños.
El día de la elección todo ocurrió como estaba previsto, en perfecto orden. Las
Fuerzas Armadas garantizaron el proceso democrático, todo en paz, un día de
primavera más alegre y asoleado que otros.
-Un ejemplo para este continente de indios y de negros, que se lo pasan en
revoluciones para tumbar a un dictador y poner a otro. Éste es un país diferente, una
verdadera república, tenemos orgullo cívico, aquí el Partido Conservador gana
limpiamente y no se necesita a un general para que haya orden y tranquilidad, no es
como esas dictaduras regionales donde se matan unos a otros, mientras los gringos se
llevan todas las materias primas -expresó Trueba en el comedor del club, brindando
con una copa en la mano, en el momento en que se enteró de los resultados de la
votación.
Tres días después, cuando se había vuelto a la rutina, llegó la carta de Férula a Las
Tres Marías. Esteban Trueba había soñado esa noche con Rosa. Hacía mucho tiempo
que eso no le ocurría. En el sueño la vio con su pelo de sauce suelto en la espalda,
como un manto vegetal que la cubría hasta la cintura, tenía la piel dura y helada, del
color y textura del alabastro. Iba desnuda y llevaba un bulto en los brazos, caminaba
como se camina en los sueños, aureolada por el verde resplandor que flotaba
alrededor de su cuerpo. La vio acercarse lentamente y cuando quiso tocarla, ella lanzó
el bulto al suelo, estrellándolo a sus pies. Él se agachó, lo recogió, y vio a una niña sin
ojos que lo llamaba papá. Se despertó angustiado y anduvo de mal humor toda la
mañana. A causa del sueño, se sintió inquieto, mucho antes de recibir la carta de
Férula. Entró a tomar su desayuno en la cocina, como todos los días, y vio una gallina
que andaba picoteando las migas en el suelo. Le mandó un puntapié que le abrió la
barriga, dejándola agónica en un charco de tripas y plumas, aleteando en medio de la
cocina. Eso no lo calmó, por el contrario, aumentó su rabia y sintió que comenzaba a
ahogarse. Se montó en el caballo y se fue al galope a vigilar el ganado que estaban
marcando. En eso llegó a la casa Pedro Segundo García, que había ido a la estación
San Lucas a dejar una encomienda y había pasado por el pueblo a recoger el correo.
Traía la carta de Férula.
El sobre aguardó toda la mañana sobre la mesa de la entrada. Cuando Esteban
Trueba llegó, pasó directamente a bañarse, porque iba cubierto de sudor y de polvo,
impregnado del olor inconfundible de las bestias aterrorizadas. Después se sentó en su
escritorio a sacar cuentas y ordenó que le sirvieran la comida en una bandeja. No vio
la carta de su hermana hasta la noche, cuando recorrió la casa como hacía siempre
antes de acostarse, para ver que los faroles estuvieran apagados y las puertas
cerradas. La carta de Férula era igual a todas las que había recibido de ella, pero al
tenerla en la mano, supo, aun antes de abrirla, que su contenido le cambiaría la vida.
Tuvo la misma sensación que cuando sostenía el telegrama de su hermana que le
anunció la muerte de Rosa, años atrás.
La abrió, sintiendo que le latían las sienes a causa del presentimiento. La carta decía
brevemente que doña Ester Trucha se estaba muriendo y que, después de tantos años
de cuidarla y servirla como una esclava, Férula tenía que aguantar que su madre ni
siquiera la reconociera, sino que clamaba día y noche por su hijo Esteban, porque no
quería morirse sin verlo. Esteban nunca había querido realmente a su madre, ni se
sentía cómodo en su presencia, pero la noticia lo dejó tembloroso. Comprendió que ya
no le servirían los pretextos siempre novedosos que inventaba para no visitarla, y que
había llegado el momento de hacer el camino de vuelta a la capital y enfrentar por
última vez a esa mujer que estaba presente en sus pesadillas, con su rancio olor a
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medicamentos, sus quejidos tenues, sus interminables oraciones, esa mujer sufriente
que había poblado de prohibiciones y terrores su infancia y cargado de
responsabilidades y culpas su vida de hombre.
Llamó a Pedro Segundo García y le explicó la situación. Lo llevó al escritorio y le
mostró el libro de contabilidad y las cuentas de la pulpería. Le entregó un manojo con
todas las llaves, menos la de la bodega de los vinos, y le anunció que a partir de ese
momento y hasta su regreso, él era responsable de todo lo que había en Las Tres
Marías y que cualquier estupidez que cometiera la pagaría muy cara. Pedro Segundo
García recibió las llaves, se metió el libro de cuentas debajo del brazo y sonrió sin
alegría.
-Uno hace lo que puede, no más, patrón -dijo encogiéndose de hombros.
Al día siguiente Esteban Trueba rehizo por primera vez en años el camino que lo
había llevado de la casa de su madre al campo. Se fue en una carreta con sus dos
maletas de, cuero hasta la estación San Lucas, ton ió el coche de primera clase de los
tiempos de la compañía inglesa de fi:rrocarriles y volvió a recorrer los vastos campos
tendidos al pie de la cordillera.
Cerró los ojos e intentó dormir, pero la imagen de su madre le espantó el sueño.
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Clara, clarividente
Capítulo III
Clara tenía diez años cuando decidió que no valía la pena hablar y se encerró en el
mutismo. Su vida cambió notablemente. El médico de la familia, el gordo y afable
doctor Cuevas, intentó curarle el silencio con píldoras de su invención, con vitaminas
en jarabe y tocaciones de miel de bórax en la garganta, pero sin ningún resultado
aparente. Se dio cuenta de que sus medicamentos eran ineficaces y que su presencia
ponía a la niña en estado de terror. Al verlo, Clara comenzaba a chillar y se refugiaba
en el rincón más lejano, encogida como un animal acosado, de modo que abandonó
sus curaciones y recomendó a Severo y Nívea que la llevaran donde un rumano de
apellido Rostipov, que estaba causando sensación esa temporada. Rostipov se ganaba
la vida haciendo trucos de ilusionista en los teatros de variedades y había realizado la
increíble hazaña de tensar un alambre desde la punta de la catedral hasta la cúpula de
la Hermandad Gallega, al otro lado de la plaza para cruzar caminando por el aire con
una pértiga como único sostén. A pesar de su lado frívolo, Rostipov estaba provocando
una batahola en los círculos científicos, porque en sus horas libres mejoraba la histeria
con varillas magnéticas y trances hipnóticos. Nívea y Severo llevaron a Clara al
consultorio que el rumano había improvisado en su hotel. Rostipov la examinó
cuidadosamente y por último declaró que el caso no era de su incumbencia, puesto
que la pequeña no hablaba porque no le daba la gana, y no porque no pudiera. De
todos modos, ante la insistencia de los padres, fabricó unas píldoras de azúcar
pintadas de color violeta y las recetó advirtiendo que eran un remedio siberiano para
curar sordomudos. Pero la sugestión no funcionó en este caso y el segundo frasco fue
devorado por Barrabás en un descuido sin que ello provocara en la bestia ninguna
reacción apreciable. Severo y Nívea intentaron hacerla hablar con métodos caseros,
con amenazas y súplicas y hasta dejándola sin comer, a ver si el hambre la obligaba a
abrir la boca para pedir su cena, pero tampoco eso resultó.
La Nana tenía la idea de que un buen susto podía conseguir que la niña hablara y se
pasó nueve años inventando recursos desesperados para aterrorizar a Clara, con lo
cual sólo consiguió inmunizarla contra la sorpresa y el espanto. Al poco tiempo Clara
no tenía miedo de nada, no la conmovían las apariciones de monstruos lívidos y
desnutridos en su habitación, ni los golpes de los vampiros y demonios en su ventana.
La Nana se disfrazaba de filibustero sin cabeza, de verdugo de la Torre de Londres, de
perro lobo y de diablo cornudo, según la inspiración del momento y las ideas que
sacaba de unos folletos terroríficos que compraba para ese fin y aunque no era capaz
de leerlos, copiaba las ilustraciones. Adquirió la costumbre de deslizarse sigilosamente
por los corredores para asaltar a la niña en la oscuridad, de aullar detrás de las
puertas y esconder bichos vivos en la cama, pero nada de eso logró sacarle ni una
palabra. A veces Clara perdía la paciencia, se tiraba al suelo, pataleaba y gritaba, pero
sin articular ningún sonido en idioma conocido, o bien anotaba en la pizarrita que
siempre llevaba consigo los peores insultos para la pobre mujer, que se iba a la cocina
a llorar la incomprensión,
-¡Lo hago por tu bien, angelito! -sollozaba la Nana envuelta en una sábana
ensangrentada y con la cara tiznada con corcho quemado.
La casa de los espíritus
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Nívea le prohibió que siguiera asustando a su hija. Se dio cuenta que el estado de
turbación aumentaba sus poderes mentales y producía desorden entre los aparecidos
que rondaban a la niña. Además, aquel desfile de personajes truculentos estaba
destrozando el sistema nervioso a Barrabás, que nunca tuvo buen olfato y era incapaz
de reconocer a la Nana debajo de sus disfraces. El perro comenzó a orinarse sentado,
dejando a su alrededor un inmenso charco y con frecuencia le crujían los dientes. Pero
la Nana aprovechaba cualquier descuido de la madre para persistir en sus intentos de
curar la mudez con el mismo remedio con que se quita el hipo.
Retiraron a Clara del colegio de monjas donde se habían educado todas las
hermanas Del Valle y le pusieron profesores en la casa. Severo hizo traer de Inglaterra
a una institutriz, miss Agatha, alta, toda ella de color ámbar y con grandes manos de
albañil, pero no resistió el cambio de clima, la comida picante y el vuelo autónomo del
salero desplazándose sobre la mesa del comedor, y tuvo que regresar a Liverpool. La
siguiente fue una suiza que no tuvo mejor suerte y la francesa, que llegó gracias a los
contactos del embajador de ese país con la familia, resultó ser tan rosada, redonda y
dulce, que quedó encinta a los pocos meses y, al hacer las averiguaciones del caso, se
supo que el padre era Luis, hermano mayor de Clara. Severo los casó sin preguntarles
su opinión y, contra todos los pronósticos de Nívea y sus amigas, fueron muy felices.
En vista de estas experiencias, Nívea convenció a su marido de que aprender idiomas
extranjeros no era importante para una criatura con habilidades telepáticas y que era
mucho mejor insistir con las clases de piano y enseñarle a bordar.
La pequeña Clara leía mucho. Su interés por la lectura era indiscriminado y le daban
lo mismo los libros mágicos de los baúles encantados de su tío Marcos, que los
documentos del Partido Liberal que su padre guardaba en su estudio. Llenaba
incontables cuadernos con sus anotaciones privadas, donde fueron quedando
registrados los acontecimientos de ese tiempo, que gracias a eso no se perdieron
borrados por la neblina del olvido, y ahora yo puedo usarlos para rescatar su memoria.
Clara clarividente conocía el significado de los sueños. Esta habilidad era natural en
ella y no requería los engorrosos estudios cabalísticos que usaba el tío Marcos con más
esfuerzo y menos acierto. El primero en darse cuenta de eso fue Honorio, el jardinero
de la casa, que soñó un día con culebras que andaban entre sus pies y que, para
quitárselas de encima, les daba de patadas hasta que conseguía aplastar a diecinueve.
Se lo contó a la niña mientras podaba las rosas, sólo para entretenerla, porque la
quería mucho y le daba lástima que fuera muda. Clara sacó la pizarrita del bolsillo de
su delantal y escribió la interpretación del sueño de Honorio: tendrás mucho dinero, te
durará poco, lo ganarás sin esfuerzo, juega al diecinueve. Honorio no sabía leer, pero
Nívea le leyó el mensaje entre burlas y risas. El jardinero hizo lo que le decían y se
ganó ochenta pesos en una timba clandestina que había detrás de una bodega de
carbón. Se los gastó en un traje nuevo, una borrachera memorable con todos sus
amigos y una muñeca de loza para Clara. A partir de entonces la niña tuvo mucho
trabajo descifrando sueños a escondidas de su madre, porque cuando se supo la
historia de Honorio iban a preguntarle qué quería decir volar sobre una torre con alas
de cisne; ir en una barca a la deriva y que cante una sirena con voz de viuda; que
nazcan dos gemelos pegados por la espalda, cada uno con una espada en la mano, y
Clara anotaba sin vacilar en la pizarrita que la torre es la muerte y el que vuela por
encima se salvará de morir en un accidente, el que naufraga y escucha a la sirena
perderá su trabajo y pasará penurias, pero lo ayudará una mujer con la que hará un
negocio; los gemelos son marido y mujer forzados en un mismo destino, hiriéndose
mutuamente con golpes de espada.
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Los sueños no eran lo único que Clara adivinaba. También veía el futuro y conocía la
intención de la gente, virtudes que mantuvo a lo largo de su vida y acrecentó con el
tiempo. Anunció la muerte de su padrino, don Salomón Valdés, que era corredor de la
Bolsa de Comercio y que creyendo haberlo perdido todo, se colgó de la lámpara en su
elegante oficina. Allí lo encontraron, por insistencia de Clara, con el aspecto de un
carnero mustio, tal como ella lo describió en la pizarra. Predijo la hernia de su padre,
todos los temblores de tierra y otras alteraciones de la naturaleza, la única vez que
cayó nieve en la capital matando de frío a los pobres en las poblaciones y a los rosales
en. los jardines de los ricos, y la identidad del asesino de las colegialas, mucho antes
que la policía descubriera el segundo cadáver, pero nadie la creyó y Severo no quiso
que su hija opinara sobre cosas de criminales que no tenían parentesco con la familia.
Clara se dio cuenta a la primera mirada que Getulio Armando iba a estafar a su padre
con el negocio de las ovejas australianas, porque se lo leyó en el color del aura. Se lo
escribió a su padre, pero éste no le hizo caso y cuando vino a acordarse de las
predicciones de su hija menor, había perdido la mitad de su fortuna y su socio andaba
por el Caribe, convertido en hombre rico, con un serrallo de negras culonas y un barco
propio para tomar el sol.
La habilidad de Clara para mover objetos sin tocarlos no se pasó con la
menstruación, como vaticinaba la Nana, sino que se fue acentuando hasta tener tanta
práctica, que podía mover las teclas del piano con la tapa cerrada, aunque nunca pudo
desplazar el instrumento por la sala, como era su deseo. En esas extravagancias
ocupaba la mayor parte de su energía y de su tiempo. Desarrolló la capacidad de
adivinar un asombroso porcentaje de las cartas de la baraja e inventó juegos de
irrealidad para divertir a sus hermanos. Su padre le prohibió escrutar el futuro en los
naipes e invocar fantasmas y espíritus traviesos que molestaban al resto de la familia y
aterrorizaban a la servidumbre, pero Nívea comprendió que mientras más limitaciones
y sustos tenía que soportar su hija menor, más lunática se ponía, de modo que decidió
dejarla en paz con sus trucos de espiritista, sus juegos de pitonisa y su silencio de
caverna, tratando de amarla sin condiciones y aceptarla tal cual era. Clara creció como
una planta salvaje, a pesar de las recomendaciones del doctor Cuevas, que había
traído de Europa la novedad de los baños de agua fría y los golpes de electricidad para
curar a los locos.
Barrabás acompañaba a la niña de día y de noche, excepto en los períodos
normales de su actividad sexual. Estaba siempre rondándola como una gigantesca
sombra tan silenciosa como la misma niña, se echaba a sus pies cuando ella se
sentaba y en la noche dormía a su lado con resoplidos de locomotora. Llegó a
compenetrarse tan bien con su ama, que cuando ésta salía a caminar sonámbula por la
casa, el perro la seguía en la misma actitud. Las noches de luna llena era común verlos
paseando por los corredores, como dos fantasmas flotando en la pálida luz. A medida
que el perro fue creciendo, se hicieron evidentes sus distracciones. Nunca comprendió
la naturaleza translúcida del cristal y en sus momentos de emoción solía embestir las
ventanas al trote, con la inocente intención de atrapar alguna mosca. Caía al otro lado
en un estrépito de vidrios rotos, sorprendido y triste. En aquellos tiempos los cristales
venían de Francia por barco y la manía del animal de lanzarse contra ellos llegó a ser
un problema, hasta que Clara ideó el recurso extremo de pintar gatos en los vidrios. Al
convertirse en adulto, Barrabás dejó de fornicar con las patas del piano, como lo hacía
en su infancia, y su instinto reproductor se ponía de manifiesto sólo cuando olía alguna
perra en celo en la proximidad. En esas ocasiones no había cadena ti¡ puerta que
pudiera retenerlo, se lanzaba a la calle venciendo todos los obstáculos que se le ponían
por delante y se perdía por dos o tres días. Volvía siempre con la pobre perra colgando
atrás suspendida en el aire, atravesada por su enorme masculinidad. Había que
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esconder a los niños para que no vieran el horrendo espectáculo del jardinero
mojándolos con agua fría hasta que, después de mucha agua, patadas y otras
ignominias, Barrabás se desprendía de su enamorada, dejándola agónica en el patio
de la casa, donde Severo tenía que rematarla con un tiro de misericordia.
La adolescencia de Clara transcurrió suavemente en la gran casa de tres patios de
sus padres, mimada por sus hermanos mayores, por Severo que la prefería entre
todos sus hijos, por Nívea y por la Nana, que alternaba sus siniestras excursiones
disfrazada de cuco, con los más tiernos cuidados. Casi todos sus hermanos se habían
casado o partido, unos de viaje, otros a trabajar a provincia, y la gran casa, que había
albergado a una familia numerosa, estaba casi vacía, con muchos cuartos cerrados. La
niña ocupaba el tiempo que le dejaban sus preceptores en leer, mover sin tocar los
objetos más diversos, corretear a Barrabás, practicar juegos de adivinación y
aprender a tejer que, de todas las artes domésticas, fue la única que pudo dominar.
Desde aquel Jueves Santo en que el padre Restrepo la acusó de endemoniada, hubo
una sombra sobre su cabeza que el amor de sus padres y la discreción de sus
hermanos consiguió controlar, pero la fama de sus extrañas habilidades circuló en voz
baja en las tertulias de señoras. Nívea se dio cuenta que a su hija nadie la invitaba y
hasta sus propios primos la eludían. Procuró compensar la falta de amigos con su
dedicación total, con tanto éxito, que Clara creció alegremente y en los años
posteriores recordaría su infancia como un período luminoso de su existencia, a pesar
de su soledad y de su mudez. Toda su vida guardaría en la memoria las tardes
compartidas con su madre en la salita de costura, donde Nívea cosía a máquina ropa
para los pobres y le contaba cuentos y anécdotas familiares. Le mostraba los
daguerrotipos de la pared y le narraba el pasado.
-¿Ve este señor tan serio, con barba de bucanero? Es el tío Mateo, que se fue al
Brasil por un negocio de esmeraldas, pero una mulata de fuego le hizo mal de ojo. Se
le cayó el pelo, se le desprendieron las uñas, se le soltaron los dientes. Tuvo que ir a
ver a un hechicero, un brujo vudú, un negro retinto, que le dio un amuleto y se le
afirmaron los dientes, le salieron uñas nuevas y recuperó el pelo. Mírelo, hijita, tiene
más pelo que un indio: es el único calvo en el mundo que volvió a echar pelo.
Clara sonreía sin decir nada y Nívea seguía hablando porque se había acostumbrado
al silencio de su hija. Por otra parte, tenía la esperanza que de tanto meterle ideas en
la cabeza, tarde o temprano haría una pregunta y recuperaría el habla.
-Y éste decía- es el tío Juan. Yo lo quería mucho. Una vez se tiró un pedo y fue su
condena a muerte, una gran desgracia. Sucedió en un almuerzo campestre. Estábamos
todas las primas un fragante día de primavera, con nuestros vestidos de muselina y
nuestros sombreros con flores y cintas, y los muchachos lucían su mejor ropa
dominguera. Juan se quitó su chaqueta blanca, ¡parece que lo estoy viendo! Se
arremangó la camisa y se colgó airoso de la rama de un árbol para provocar, con sus
proezas de trapecista, la admiración de Constanza Andrade, que fue Reina de la
Vendimia, y que desde la primera vez que la vio, perdió la tranquilidad, devorado por
el amor. Juan hizo dos flexiones impecables, una vuelta completa y al siguiente
movimiento lanzó una sonora ventosidad. ¡No se ría, Clarita! Fue terrible. Se produjo
un silencio confundido y la Reina de la Vendimia empezó a reír descontroladamente.
Juan se puso su chaqueta, estaba muy pálido, se alejó del grupo sin prisa y no lo
volvimos a ver más. Lo buscaron hasta en la Legión Extranjera, preguntaron por él en
todos los consulados, pero nunca más se supo de su existencia. Yo creo que se metió a
misionero y se fue a cuidar leprosos ala Isla de Pascua, que es lo más lejos que se
puede llegar para olvidar y para que lo olviden, porque queda fuera de las rutas de
La casa de los espíritus
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navegación y ni siquiera figura en los mapas de los holandeses. Desde entonces la
gente lo recuerda como Juan del Pedo.
Nívea llevaba a su hija a la ventana y le mostraba el tronco seco del álamo.
-Era un árbol enorme -decía-. Lo hice cortar antes que naciera mi hijo mayor. Dicen
que era tan alto, que desde la punta se podía ver toda la ciudad, pero el único que
llegó tan arriba, no tenía ojos para verla. Cada hombre de la familia Del Valle, cuando
quiso ponerse pantalones largos, tuvo que treparlo para probar su valor. Era algo así
como un rito de iniciación. El árbol estaba lleno de marcas. Yo misma pude
comprobarlo cuando lo cortaron. Desde las primeras ramas intermedias, gruesas como
chimeneas, ya se podían ver la marcas dejadas por los abuelos que hicieron su
ascenso en su época. Por las iniciales grabadas en el tronco se sabía de los que habían
subido más alto, de los más valientes, y también de los que se habían detenido,
asustados. Un día le tocó a jerónimo, el primo ciego. Subió tanteando las ramas sin
vacilar, porque no veía la altura y no presentía el vacío. Llegó a la cima, pero no pudo
terminar la jota de su inicial, porque se desprendió como una gárgola y se fue de
cabeza al suelo, a los pies de su padre y sus hermanos. Tenía quince años. Llevaron el
cuerpo envuelto en una sábana a su madre, la pobre mujer los escupió a todos en la
cara, les gritó insultos de marinero y maldijo a la raza de hombres que había incitado a
su hijo a subir al árbol, hasta que se la llevaron las monjas de la Caridad envuelta en
una camisa de fuerza. Yo sabía que algún día mis hijos tendrían que continuar esa
bárbara tradición. Por eso lo hice cortar. No quería que Luis y los otros niños crecieran
con la sombra de ese patíbulo en la ventana.
A veces Clara acompañaba a su madre y a dos o tres de sus amigas sufragistas a
visitar fábricas, donde se subían en unos cajones para arengar a las obreras, mientras
desde una prudente distancia, los capataces y los patrones las observaban burlones y
agresivos. A pesar de su corta edad y su completa ignorancia de las cosas del mundo,
Clara podía percibir el absurdo de la situación y describía en sus cuadernos el contraste
entre su madre y sus amigas, con abrigos de piel y botas de gamuza, hablando de
opresión, de igualdad y de derechos, a un grupo triste y resignado de trabajadoras,
con sus toscos delantales de dril y las manos rojas por los sabañones. De la fábrica, las
sufragistas se iban a la confitería de la Plaza de Armas a tomar té con pastelitos y
comentar los progresos de la campaña, sin que esta distracción frívola las apartara ni
un ápice de sus inflamados ideales. Otras veces su madre la llevaba a las poblaciones
marginales y a los conventillos, donde llegaban con el coche cargado de alimentos y
ropa que Nívea y sus amigas cosían para los pobres. También en esas ocasiones, la
niña escribía con asombrosa intuición que las obras de caridad no podían mitigar la
monumental injusticia. La relación con su madre era alegre e íntima, y Nívea, a pesar
de haber tenido quince hijos, la trataba como si fuera la única, estableciendo un
vínculo tan fuerte, que se prolongó en las generaciones posteriores como una tradición
familiar.
La Nana se había convertido en una mujer sin edad, que conservaba intacta la
fortaleza de su juventud y podía andar a brincos por los rincones asustando la mudez,
igual como podía pasar el día revolviendo con un palo la marmita de cobre, en un
fuego de infierno al centro del tercer patio, donde gorgoriteaba el dulce de membrillo,
un líquido espeso de color del topacio, que al enfriarse se convertía en moldes de todos
tamaños que Nívea repartía entre sus pobres. Acostumbrada a vivir rodeada de niños,
cuando los demás crecieron y se fueron, la Nana volcó en Clara todas sus ternuras.
Aunque la niña ya no tenía edad para eso, la bañaba como si fuera un crío,
remojándola en la bañera esmaltada con agua perfumada de albahaca y jazmín, la
frotaba con una esponja, la enjabonaba meticulosamente sin olvidar ningún resquicio
de las orejas a los pies, la friccionaba con agua de colonia, la empolvaba con un hisopo
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de plumas de cisne y le cepillaba el pelo con infinita paciencia, hasta dejárselo brillante
y dócil como una planta de mar. La vestía, le abría la cama, le llevaba el desayuno en
bandeja, la obligaba a tomar infusión de tilo para los nervios, de manzanilla para el
estómago, de limón para la transparencia de la piel, de ruda para la mala bilis y de
menta para la frescura del aliento, hasta que la niña se convirtió en un ser angélico y
hermoso que deambulaba por los patios y los corredores envuelta en un aroma de
flores, un rumor de enaguas almidonadas y un halo de rizos y cintas.
Clara pasó la infancia y entró en la juventud dentro de las paredes de su casa, en un
mundo de historias asombrosas, de silencios tranquilos, donde el tiempo no se
marcaba con relojes ni calendarios y donde los objetos tenían vida propia, los
aparecidos se sentaban en la mesa y hablaban con los humanos, el pasado y el futuro
eran parte de la misma cosa y la realidad del presente era un caleidoscopio de espejos
desordenados donde todo podía ocurrir. Es una delicia, para mi, leer los cuadernos de
esa época, donde se describe un mundo mágico que se acabó. Clara habitaba un
universo inventado para ella, protegida de las inclemencias de la vida, donde se
confundían la verdad prosaica de las cosas materiales con la verdad tumultosa de los
sueños, donde no siempre funcionaban las leyes de la física o la lógica. Clara vivió ese
período ocupada en sus fantasías, acompañada por los espíritus del aire, del agua y de
la tierra, tan feliz, que no sintió la necesidad de hablar en nueve años. Todos habían
perdido la esperanza de volver a oírle la voz, cuando el día de su cumpleaños, después
que sopló las diecinueve velas de su pastel de chocolate, estrenó una voz que había
estado guardada durante todo aquel tiempo y que tenía resonancia de instrumento
desafinado.
-Pronto me voy a casar -dijo.
-¿Con quién? -preguntó Severo.
-Con el novio de Rosa -respondió ella.
Y entonces se dieron cuenta que había hablado por primera vez en todos esos años
y el prodigio removió la casa en sus cimientos y provocó el llanto de toda la familia. Se
llamaron unos a otros, se desparramó la noticia por la ciudad, consultaron al doctor
Cuevas, que no podía creerlo, y en el alboroto de que Clara había hablado, a todos se
les olvidó lo que dijo y no se acordaron hasta dos meses más tarde, cuando apareció
Esteban Trueba, a quien no habían visto desde el entierro de Rosa, a pedir la mano de
Clara.
Esteban Trueba se bajó en la estación y cargó él mismo sus dos maletas. La cúpula
de fierro que habían construido los ingleses imitando la Estación Victoria, en los
tiempos en que tenían la concesión de los ferrocarriles nacionales, no había cambiado
nada desde la última vez que estuvo allí años antes, los mismos cristales sucios, los
niños lustrabotas, las vendedoras de pan de huevo y dulces criollos y los cargadores
con sus gorras oscuras con la insignia de la corona británica, que a nadie se le había
ocurrido sustituir por otra con los colores de la bandera. Tomó un coche y le dio la
dirección de la casa de su madre. La ciudad le pareció desconocida, había un desorden
de modernismo, un prodigio de mujeres mostrando las pantorrillas, de hombres con
chaleco y pantalones con pliegues, un estropicio de obreros haciendo hoyos en el
pavimento, quitando árboles para poner postes, quitando postes para poner edificios,
quitando edificios para plantar árboles, un estorbo de pregoneros ambulantes gritando
las maravillas del afilador de cuchillos, del maní tostado, del muñequito que baila solo,
sin alambre, sin hilos, compruébelo usted mismo, pásele la mano, un viento de
basurales, de fritangas, de fábricas, de automóviles tropezando con los coches y los
tranvías de tracción a sangre, como llamaban a los caballos viejos que tiraban la
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movilización colectiva, un resuello de muchedumbre, un rumor de carreras, de ir y
venir con prisa, de impaciencia y horario fijo. Esteban se sintió oprimido. Odiaba esa
ciudad mucho más de lo que recordaba, evocó las alamedas del campo, el tiempo
medido por las lluvias, la vasta soledad de sus potreros, la fresca quietud del río y de
su casa silenciosa.
-Ésta es una ciudad de mierda -concluyó.
El coche lo llevó al trote a la casa donde se había criado. Se estremeció al ver cómo
se había deteriorado el barrio en esos años, desde que los ricos quisieron vivir más
arriba que los demás y la ciudad creció hacia los faldeos de la cordillera. De la plaza
donde jugaba de niño, no quedaba nada, era un sitio baldío lleno de carretas del
mercado estacionadas entre la basura donde escarbaban los perros vagos. Su casa
estaba devastada. Vio todos los signos del paso del tiempo. En la puerta vidriada, con
motivos de pájaros exóticos en el cristal tallado, pasada de moda y desvencijada,
había un llamador de bronce con la forma de una mano femenina sujetando una bola.
Tocó y tuvo que esperar un tiempo que le pareció interminable hasta que la puerta se
abrió con el tirón de una cuerda que iba del picaporte hasta la parte superior de la
escalera. Su madre habitaba el segundo piso y alquilaba la planta baja a una fábrica de
botones. Esteban comenzó a subir los peldaños crujientes que no habían sido
encerados en mucho tiempo. Una viejísima sirvienta, cuya existencia había olvidado
por completo, lo esperaba arriba y lo recibió con lacrimosas muestras de afecto, igual
como lo recibía a los quince años, cuando volvía de la Notaría donde se ganaba la vida
copiando traspasos de propiedades y poderes de desconocidos. Nada había cambiado,
ni siquiera la ubicación de los muebles, pero todo le pareció diferente a Esteban, el
corredor con los pisos de madera gastada, algunos vidrios rotos, mal remendados con
pedazos de cartón, unos helechos polvorientos languideciendo en tarros oxidados y
maceteros de loza descascarada, una fetidez de comida y de orines que encogía el
estómago: «¡Qué pobreza!», pensó Esteban sin explicarse a dónde iba a parar todo el
dinero que le enviaba a su hermana para vivir con decencia.
Férula salió a recibirlo con una triste mueca de bienvenida. Había cambiado mucho,
ya no era la mujer opulenta que había dejado años atrás, había adelgazado y la nariz
parecía enorme en su rostro anguloso, tenía un aire de melancolía y ofuscación, olor
intenso a lavanda y ropa anticuada. Se abrazaron en silencio.
-¿Cómo está mamá? -preguntó Esteban.
-Ven a verla, te espera -dijo ella.
Pasaron por un corredor de cuartos comunicados entre sí, todos iguales, oscuros, de
paredes mortuorias, techos altos y ventanas estrechas, con papeles murales de flores
desteñidas y doncellas lánguidas, manchados por el hollín de los braseros y por la
pátina del tiempo y la pobreza. Desde muy lejos llegaba la voz de un locutor de radio
anunciando las pildoritas del doctor Ross, chiquitas pero cumplidoras, que combaten el
estreñimiento, el insomnio y el mal aliento. Se detuvieron ante la puerta cerrada del
dormitorio de doña Ester Trueba.
Aquí está -dijo Férula.
Esteban abrió la puerta y necesitó algunos segundos para ver en la oscuridad. El
olor a medicamentos y podredumbre le golpeó la cara, un olor dulzón de sudor,
humedad, encierro y algo que al principio no identificó, pero que pronto se le adhirió
como una peste: el olor de la carne en descomposición. La luz entraba en un hilo por la
ventana entreabierta, vio la cama ancha donde murió su padre y donde durmió su
madre desde el día de su boda, de negra madera tallada, con un dosel de ángeles en
altorrelieve y unas piltrafas de brocado rojo marchitas por el uso. Su madre estaba
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semisentada. Era un bloque de carne compacta, una monstruosa pirámide de grasa y
trapos, terminada en una pequeña cabecita calva con los ojos dulces,
sorprendentemente vivos, azules e inocentes. La artritis la había convertido en un ser
monolítico, no podía doblar las articulaciones ni girar la cabeza, tenía los dedos
engarfiados como las patas de un fósil, y para mantener la posición en la cama
necesitaba el apoyo de un cajón en la espalda, sostenido por una viga de madera que
a su vez se asentaba en la pared. Se notaba el paso de los años por las marcas que la
viga dejó en el muro, una huella de sufrimiento, un sendero de dolor.
-Mamá... -murmuró Esteban y la voz se le quebró en el pecho en un llanto
contenido, borrando de una plumada los recuerdos tristes, la infancia pobre, los olores
rancios, las mañanas heladas y la sopa grasienta de su niñez, la madre enferma, el
padre ausente y esa rabia comiéndole las entrañas desde el día en que tuvo uso de
razón, olvidando todo menos los únicos momentos luminosos en que esa mujer
desconocida que yacía en la cama lo había acunado en sus brazos, había tocado su
frente buscando la fiebre, le había cantado una canción de cuna, se había inclinado con
él sobre las páginas de un libro, había sollozado de pena al verlo levantarse al alba
para ir a trabajar cuando aún era un niño, había sollozado de alegría al verlo regresar
en la noche, había sollozado, madre, por mí.
Doña Ester extendió la mano, pero no era un saludo, sino un gesto para detenerlo.
-Hijo, no se acerque -y tenía la voz entera, tal como él la recordaba, la voz
cantarina y sana de una jovencita.
-Es por el olor -aclaró Férula secamente-. Se pega.
Esteban quitó la colcha de damasco deshilachada y vio las piernas de su madre.
Eran dos columnas amoratadas, elefantiásicas, cubiertas de llagas donde las larvas de
moscas y los gusanos hacían nidos y cavaban túneles, dos piernas pudriéndose en
vida, con unos pies descomunales de un pálido color azul, sin uñas en los dedos,
reventándose en su propia pus, en la sangre negra, en la fauna abominable que se
alimentaba de su carne, madre, por Dios, de mi carne.
-El doctor me las quiere cortar, hijo -dijo doña Ester con su voz tranquila de
muchacha-,pero yo estoy muy vieja para eso y estoy muy cansada de sufrir, así es que
mejor me muero. Pero no quería morirme sin verlo, porque en todos estos años llegué
a pensar que usted estaba muerto y que sus cartas las escribía su hermana, para no
darme ese dolor. Póngase a la luz, hijo, para verlo bien visto. ¡Por Dios! ¡Parece un
salvaje!
-Es la vida del campo, mamá -murmuró él.
-¡Enfín! Se ve fuerte todavía. ¿Cuántos años tiene?
-Treinta y cinco.
-Buena edad para casarse y asentar cabeza, para que yo me pueda morir en paz.
-¡Usted no se va a morir, mamá! -suplicó Esteban.
-Quiero estar segura de que tendré nietos, alguien que lleve mi sangre, que tenga
nuestro apellido. Férula perdió las esperanzas de casarse, pero usted tiene que
buscarse una esposa. Una mujer decente y cristiana. Pero antes tiene que cortarse
esos pelos y esa barba, ¿me oye?
Esteban asintió. Se arrodilló junto a su madre y hundió la cara en su mano
hinchada, pero el olor lo tiró hacia atrás. Férula lo tomó del brazo y lo sacó de esa
habitación de pesadumbre. Afuera respiró profundamente, con el olor pegado en las
narices y entonces sintió la rabia, su rabia tan conocida subirle como una oleada
caliente a la cabeza, inyectarle los ojos, poner blasfemias de bucanero en sus labios,
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rabia por el tiempo pasado sin pensar en usted madre, rabia por haberla descuidado,
por no haberla querido y cuidado lo suficiente, rabia por ser un miserable hijo de puta,
no, perdone, madre, no quise decir eso, carajo, se está muriendo, vieja, y yo no puedo
hacer nada, ni siquiera calmarle el dolor, aliviarle la podredumbre, quitarle ese olor de
espanto, ese caldo de muerte en el que se está cocinando, madre.
Dos días después, doña Ester Trueba murió en el lecho de los suplicios donde había
padecido los últimos años de su vida. Estaba sola, porque su hija Férula había ido,
como todos los viernes, a los conventillos de los pobres, en el barrio de la Misericordia,
a rezar el rosario a los indigentes, a los ateos, a las prostitutas y a los huérfanos, que
le tiraban basura, le vaciaban bacinillas y la escupían, mientras ella, de rodillas en el
callejón del conventillo, gritaba padrenuestros y avemarías en incansable letanía,
chorreada de porquería de indigente, de escupo de ateo, de desperdicio de prostituta y
basura de huérfano, llorando, ay, de humillación, clamando perdón para los que no
saben lo que hacen y sintiendo que los huesos se le ablandaban, que una languidez
mortal le convertía las piernas en algodón, que un calor de verano le infundía pecado
entre los muslos, aparta de mí este cáliz, Señor, que el vientre le estallaba en llamas
de infierno, ay; de santidad, de miedo, padrenuestro, no me dejes caer en la
tentación, Jesús.
Esteban tampoco estaba con doña Ester cuando murió calladamente en el lecho de
los suplicios. Había ido a visitar a la familia Del Valle para ver si les quedaba alguna
hija soltera, porque con tantos años de ausencia y tantos de barbarie, no sabía por
donde comenzar a cumplir la promesa hecha a su madre de darle nietos legítimos y
concluyó que si Severo y Nívea lo aceptaron como yerno en los tiempos de Rosa la
bella, no había ninguna razón para que no lo aceptaran de nuevo, especialmente ahora
que era un hombre rico y no tenía que escarbar la tierra para arrancarle su oro, sino
que tenía todo el necesario en su cuenta en el banco.
Esteban y Férula encontraron esa noche a su madre muerta en la cama. Tenía una
sonrisa apacible, como si en el último instante de su vida la enfermedad hubiera
querido ahorrarle su cotidiana tortura.
El día que Esteban Trueba pidió ser recibido, Severo y Nívea del Valle recordaron las
palabras con que Clara había roto su larga mudez, de modo que no manifestaron
ninguna extrañeza cuando el visitante les preguntó si tenían alguna hija en edad y
condición de casarse. Sacaron sus cuentas y le informaron que Ana se había metido a
monja, Teresa estaba muy enferma y todas las demás estaban casadas, menos Clara,
la menor, que aún estaba disponible, pero era una criatura algo estrafalaria, poco apta
para las responsabilidades matrimoniales y la vida doméstica. Con toda honestidad, le
contaron las rarezas de su hija menor, sin omitir el hecho de que había permanecido
sin hablar durante la mitad de su existencia, porque no le daba la gana hacerlo y no
porque no pudiera, como había aclarado muy bien el rumano Rostipov y confirmado el
doctor Cuevas con innumerables exámenes. Pero Esteban Trucha no era hombre de
dejarse amedrentar por historias de fantasmas que deambulan por los corredores, por
objetos que se mueven a la distancia con el poder de la mente o por presagios de mala
suerte, y mucho menos por el prolongado silencio, que consideraba una virtud.
Concluyó que ninguna de esas cosas eran inconvenientes para echar hijos sanos y
legítimos al mundo y pidió conocer a Clara. Nívea salió a buscar a su hija y los dos
hombres quedaron solos en el salón, ocasión que Trucha, con su franqueza habitual,
aprovechó para plantear sin preámbulos su solvencia económica.
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-¡Por favor, no se adelante, Esteban! -le interrumpió Severo-. Primero tiene que ver
a la niña, conocerla mejor, y también tenemos que considerar los deseos de Clara. ¿No
le parece?
Nívea regresó con Clara. La joven entró al salón con las mejillas arreboladas y las
uñas negras, porque había estado ayudando al jardinero a plantar papas de dalias y en
esa ocasión le falló la clarividencia para esperar al futuro novio con un arreglo más
esmerado. Al verla, Esteban se puso de pie asombrado. La recordaba como una
criatura flaca y asmática, sin la menor gracia, pero la joven que tenía al frente era un
delicado medallón de marfil, con un rostro dulce y una mata de cabello castaño, crespo
y desordenado escapándose en rizos del peinado, ojos melancólicos, que se
transformaban en una expresión burlona y chispeante cuando se reía, con una risa
franca y abierta, la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás. Ella lo saludó con un
apretón de manos, sin dar muestras de timidez.
-Lo estaba esperando -dijo sencillamente.
Transcurrieron un par de horas en visita de cortesía, hablando de la temporada
lírica, los viajes a Europa, la situación política y los resfríos de invierno, bebiendo
mistela y comiendo pasteles de hojaldre. Esteban observaba a Clara con toda la
discreción de que era capaz, sintiéndose paulatinamente seducido por la muchacha. No
recordaba haber estado tan interesado en alguien desde el día glorioso en que vio a
Rosa, la bella, comprando caramelos de anís en la confitería de la Plaza de Armas.
Comparó a las dos hermanas y llegó a la conclusión de que Clara aventajaba en
simpatía, aunque Rosa, sin duda, había sido mucho más hermosa. Cayó la noche y
entraron dos empleadas a correr las cortinas y encender las luces, entonces Esteban se
dio cuenta que su visita había durado demasiado. Sus modales dejaban mucho que
desear. Saludó rígidamente a Severo y Nívea y pidió autorización para visitar a Clara
de nuevo.
-Espero no aburrirla, Clara -dijo sonrojándose-. Soy un hombre rudo, de campo, y
soy por lo menos quince años mayor. No sé tratar a una joven como usted...
-¿Usted quiere casarse conmigo? -preguntó Clara y él notó un brillo irónico en sus
pupilas de avellana.
-¡Clara, por Dios! -exclamó su madre horrorizada-. Disculpe, Esteban, esta niña
siempre ha sido muy impertinente.
-Quiero saberlo, mamá, para no perder tiempo -dijo Clara.
-A mí también me gustan las cosas directas -sonrió feliz Esteban-. Sí, Clara, a eso
he venido.
Clara lo tomó del brazo y lo acompañó hasta la salida. En la última mirada que
intercambiaron Esteban comprendió que lo había aceptado y lo invadió la alegría. Al
tomar el coche, iba sonriendo sin poder creer en su buena suerte y sin saber por qué
una joven tan encantadora como Clara lo había aceptado sin conocerlo. No sabía que
ella había visto su propio destino, por eso lo había llamado con el pensamiento y
estaba dispuesta a casarse sin amor.
Dejaron pasar algunos meses por respeto al duelo de Esteban Trueba, durante los
cuales él la cortejó a la antigua, en la misma forma en que lo había hecho con su
hermana Rosa, sin saber que Clara detestaba los caramelos de anís y los acrósticos le
daban risa. A fin de año, cerca de Navidad, anunciaron oficialmente su noviazgo por el
periódico y se colocaron las argollas en presencia de sus parientes y amigos íntimos,
más de cien personas en total, en un banquete pantagruélico, donde desfilaron las
bandejas con pavos rellenos, los cerdos acaramelados, los congrios de agua fría, las
langostas gratinadas, las ostras vivas, las tortas de naranja y limón de las Carmelitas,
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de almendra y nuez de las Dominicas, de chocolate y huevomol de las Clarisas, y cajas
de champán traídas de Francia a través del cónsul, que hacía contrabando con sus
privilegios diplomáticos, pero todo servido y presentado con gran sencillez por las
antiguas empleadas de la casa, con sus delantales negros de todos los días, para darle
al festín la apariencia de una modesta reunión familiar, porque toda extravagancia era
una prueba de chabacanería y condenada como un pecado de vanidad mundana y un
signo de mal gusto, debido al ancestro austero y algo lúgubre de aquella sociedad
descendiente de los más esforzados emigrantes castellanos y vascos. Clara era una
aparición de encaje de Chantilly blanco y camelias naturales, desquitándose como una
cotorra feliz de los nueve años de silencio, bailando con su novio bajo los toldos y los
faroles, ajena por completo a las advertencias de los espíritus que le hacían señales
desesperadas desde las cortinas, pero que en la turbamulta y el bochinche, ella no
veía. La ceremonia de las argollas se mantenía igual desde los tiempos de la Colonia. A
las diez de la noche, un sirviente circuló entre los invitados tocando una campanita de
cristal, se calló la música, se paró el baile y los invitados se reunieron en el salón
principal. Un sacerdote pequeño e inocente, adornado con sus paramentos de misa
mayor, leyó el enmarañado sermón que había preparado, exaltando confusas e
impracticables virtudes. Clara no le escuchó, porque cuando se apagó el estrépito de la
música y la pelotera de los bailarines, prestó atención a los susurros de los espíritus
entre las cortinas y se dio cuenta que hacía muchas horas que no veía a Barrabás. Lo
buscó con la mirada, alertando los sentidos, pero un codazo de su madre la devolvió a
las urgencias de la ceremonia. El sacerdote terminó su discurso, bendijo los anillos de
oro y en seguida Esteban puso uno a su novia y se colocó el otro en su dedo.
En ese momento un grito de horror sacudió a la concurrencia. La gente se apartó,
abriendo un camino por donde entró Barrabás, más negro y grande que nunca, con
un cuchillo de carnicero metido en el lomo hasta la cacha, desangrándose como un
buey, las largas patas de potrillo temblando, el hocico babeando en un hilo de sangre,
los ojos nublados por la agonía, paso a paso, arrastrando una pata detrás de la otra,
en un zigzagueante avance de dinosaurio herido. Clara cayó sentada en el sofá de seda
francesa. El perrazo se acercó a ella, le colocó la gran cabeza de fiera milenaria en la
falda y se quedó mirándola con sus ojos enamorados, que se fueron empañando y
quedando ciegos, mientras el blanco encaje de Chantilly, la seda francesa del sofá, la
alfombra persa y el parquet se ensopaban de sangre. Barrabás se fue muriendo sin
ninguna prisa, con los ojos prendidos en Clara, que le acariciaba las orejas y
murmuraba palabras de consuelo, hasta que finalmente cayó y en un único estertor se
quedó tieso. Entonces todos parecieron despertar de una pesadilla y un rumor de
espanto recorrió el salón, los invitados comenzaron a despedirse apresurados, a
escapar sorteando los charcos de sangre, recogiendo al vuelo sus estolas de piel, sus
sombreros de copa, sus bastones, sus paraguas, sus bolsos de mostacillas. En el salón
de la fiesta quedaron solamente Clara con la bestia en el regazo, sus padres, que se
abrazaban paralizados por el mal presagio, y el novio, que no entendía la causa de
tanto alboroto por un simple perro muerto, mas cuando se dio cuenta que Clara
parecía traspuesta, la levantó en brazos y se la llevó medio inconsciente hasta su
dormitorio, donde los cuidados de la Nana y las sales del doctor Cuevas impidieron que
volviera a caer en el estupor y la mudez. Esteban Trueba pidió ayuda al jardinero y
entre los dos echaron al coche el cadáver de Barrabás; que con la muerte aumentó de
peso hasta ser casi imposible levantarlo.
El año transcurrió en los preparativos de la boda. Nívea se ocupó del ajuar de Clara,
quien no demostraba el menor interés en el contenido de los baúles de sándalo y
seguía experimentando con la mesa de tres patas y sus naipes de adivinación. Las
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sábanas bordadas con primor, los manteles de hilo y la ropa interior que diez años
atrás habían hecho las monjas para Rosa con las iniciales entrelazadas de Trueba y Del
Valle, sirvieron para el ajuar de Clara. Nívea encargó a Buenos Aires, a París y a
Londres vestidos de viaje, ropa para el campo, trajes de fiesta, sombreros a la moda,
zapatos y carteras de cuero de lagarto y gamuza, y otras cosas que se guardaron
envueltas en papel de seda y se preservaron con lavanda y alcanfor, sin que la novia
les diera más que una mirada distraída.
Esteban Trueba se puso al mando de una cuadrilla de albañiles, carpinteros y
plomeros, para construir la casa más sólida, amplia y asoleada que se pudiera
concebir, destinada a durar mil años y a albergar varias generaciones de una familia
numerosa de Truebas legítimos. Encargó los planos a un arquitecto francés e hizo traer
parte de los materiales del extranjero para que su casa fuera la única con vitrales
alemanes, con zócalos tallados en Austria, con grifería de bronce inglesa, con
mármoles italianos en los pisos y cerraduras pedidas por catálogo a los Estados
Unidos, que llegaron con las instrucciones cambiadas y sin llaves. Férula, horrorizada
por el gasto, procuró evitar que siguiera haciendo locuras, comprando muebles
franceses, lámparas de lágrimas y alfombras turcas, con el argumento de que se iban
a arruinar y volverían a repetir la historia del Trueba extravagante que los había
engendrado, pero Esteban le demostró que era bastante rico como para darse esos
lujos y la amenazó con forrar las puertas de plata si seguía molestándolo. Entonces
ella alegó que tanto despilfarro era seguramente pecado mortal y Dios los iba a
castigar a todos por gastar en chabacanerías de nuevo rico lo que estaría mejor
empleado ayudando a los pobres.
A pesar de que Esteban Trueba no era amante de las innovaciones, sino, por el
contrario, tenía gran desconfianza por los trastornos del modernismo, decidió que su
casa debía ser construida como los nuevos palacetes de Europa y Norteamérica, con
todas las comodidades aunque guardando un estilo clásico. Deseaba que fuera lo más
alejada posible de la arquitectura aborigen. No quería tres patios, corredores, fuentes
roñosas, cuartos oscuros, paredes de adobe blanqueadas a la cal ni tejas polvorientas,
sino dos o tres pisos heroicos, hileras de blancas columnas, una escalera señorial que
diera media vuelta sobre sí misma y aterrizara en un hall de mármol blanco, ventanas
grandes e iluminadas y, en general, un aspecto de orden y concierto, de pulcritud y
civilización, propio de los pueblos extranjeros y acorde con su nueva vida. Su casa
debía ser el reflejo de él, de su familia y del prestigio que pensaba darle al apellido que
su padre había manchado. Deseaba que el esplendor se notara desde la calle, por eso
hizo diseñar un jardín francés con macrocarpa versallesca, macizos de flores, un prado
liso y perfecto, surtidores de agua y algunas estatuas representando a los dioses del
Olimpo y tal vez. algún indio bravo de la historia americana, desnudo y coronado de
plumas, como una concesión al patriotismo. No podía saber que aquella mansión
solemne, cúbica, compacta y oronda, colocada como un sombrero en su verde y
geométrico contorno, acabaría llenándose de protuberancias y adherencias, de
múltiples escaleras torcidas que conducían a lugares vagos, de torreones, de
ventanucos que no se abrían, de puertas suspendidas en el vacío, de corredores
torcidos y ojos de buey que comunicaban los cuartos para hablarse a la hora de la
siesta, de acuerdo a la inspiración de Clara, que cada vez que necesitara instalar un
nuevo huésped, mandaría fabricar otra habitación en cualquier parte y si los espíritus
le indicaban que había un tesoro oculto o un cadáver insepulto en las fundaciones,
echaría abajo un muro, hasta dejar la mansión convertida en un laberinto encantado
imposible de limpiar, que desafiaba numerosas leyes urbanísticas y municipales. Pero
cuando Trueba construyó lo que todos llamaron «la gran casa de la esquina», tenía el
sello solemne, que procuraba imponer a todo lo que le rodeaba, en recuerdo de las
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privaciones de su infancia. Clara nunca fue a ver la casa durante el proceso de
construcción. Parecía interesarle tan poco como su propio ajuar, y depositó las
decisiones en su novio y en su futura cuñada.
Al morir su madre, Férula se encontró sola y sin nada útil a lo cual dedicar su vida, a
una edad en que no tenía ilusión de casarse. Por un tiempo estuvo visitando
conventillos todos los días, en una frenética obra piadosa que le provocó una
bronquitis crónica y no llevó nada de paz a su alma atormentada. Esteban quiso que
viajara, se comprara ropa y se divirtiera por primera vez en su melancólica existencia,
pero ella tenía el hábito de la austeridad y llevaba demasiado tiempo encerrada en su
casa. Tenía miedo de todo. El matrimonio de su hermano la sumía en la incertidumbre,
porque pensaba que ése sería un motivo más de alejamiento para Esteban, que era su
único sustento. Temía terminar sus días haciendo ganchillo en un asilo para solteronas
de buena familia, por eso se sintió muy feliz al descubrir que Clara era incompetente
para todas las cosas de orden doméstico y cada vez que tenía que enfrentar una
decisión, adoptaba un aire distraído y vago. «Es un poco idiota», concluyó Férula
encantada. Era evidente que Clara sería incapaz de administrar el caserón que su
hermano estaba construyendo y que necesitaría mucha ayuda. De maneras sutiles
procuró hacer saber a Esteban que su futura mujer era una inútil y que ella, con su
espíritu de sacrificio tan ampliamente demostrado, podría ayudarla y estaba dispuesta
a hacerlo. Esteban no seguía la conversación cuando tomaba por esos rumbos. A
medida que se acercaba la fecha del matrimonio y se veía en la necesidad de decidir su
destino, Férula empezó a desesperarse. Convencida de que con su hermano no iba a
conseguir nada, buscó la oportunidad de hablar a solas con Clara y la encontró un
sábado a las cinco de la tarde en que la vio paseando por la calle. La invitó al Hotel
Francés a tomar el té. Las dos mujeres se sentaron rodeadas de pastelillos con crema
y porcelana de Bavaria, mientras al fondo del salón una orquesta de señoritas
interpretaba un melancólico cuarteto de cuerdas. Férula observaba con disimulo a su
futura cuñada, que parecía de quince años y todavía tenía la voz desafinada, producto
de los años de silencio, sin saber cómo abordar el tema. Después de una pausa
larguísima en la que se comieron una bandeja de masitas y se bebieron dos tazas de
té de jazmín cada una, Clara se acomodó un mechón de pelo que le caía sobre los
ojos, sonrió y dio una palmadita cariñosa en la mano de Férula.
-No te preocupes. Vas a vivir con nosotros y las dos seremos como hermanas -dijo
la muchacha.
Férula se sobresaltó, preguntándose si serían ciertos los chismes sobre la habilidad
de Clara para leer el pensamiento ajeno. Su primera reacción fue de orgullo y hubiera
rechazado la oferta nada más que por la belleza del gesto, pero Clara no le dio tiempo.
Se inclinó y la besó en la mejilla con tal candor, que Férula perdió el control y rompió a
llorar. Hacía mucho tiempo que no derramaba una lágrima y comprobó asombrada
cuánta falta le hacía un gesto de ternura. No recordaba la última vez que alguien la
había tocado espontáneamente. Lloró largo rato, desahogándose de muchas tristezas y
soledades pasadas, de la mano de Clara, que la ayudaba a sonarse y entre sollozo y
sollozo le daba más pedazos de pastel y sorbos de té. Se quedaron llorando y hablando
hasta las ocho de la noche y esa tarde en el Hotel Francés sellaron un pacto de
amistad que duró muchos años.
Apenas terminó el duelo por la muerte de doña Ester y estuvo lista la gran casa de
la esquina, Esteban Trueba y Clara del Valle se casaron en una discreta ceremonia.
Esteban regaló a su novia un aderezo de brillantes, que ella encontró muy bonito, lo
guardó en una caja de zapatos y enseguida olvidó dónde lo había puesto. Se fueron de
La casa de los espíritus
Isabel Allende
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viaje a Italia y a los dos días de embarcarse, Esteban se sentía enamorado como un
adolescente, a pesar de que el movimiento del buque sumió a Clara en un mareo
incontrolable y el encierro le produjo asma. Sentado a su lado en el estrecho camarote,
poniéndole paños mojados en la frente y sosteniéndola cuando vomitaba, se sentía
profundamente feliz y la deseaba con una intensidad injustificada, teniendo en
consideración su lamentable estado. Al cuarto día ella amaneció mejor y salieron a
cubierta a mirar el mar. Al verla con la nariz colorada por el viento y riéndose con
cualquier pretexto, Esteban se juró que tarde o temprano ella llegaría a amarlo en la
forma en que necesitaba ser querido, aunque para lograrlo tuviera que emplear los
recursos más extremos. Se daba cuenta que Clara no le pertenecía y que si ella
continuaba habitando un mundo de aparecidos, de mesas de tres patas que se mueven
solas y barajas que escrutan el futuro, lo más probable era que no llegara a
pertenecerle nunca. La despreocupada e impúdica sensualidad de Clara tampoco le
bastaba. Deseaba mucho más que su cuerpo, quería apoderarse de esa materia
imprecisa y luminosa que había en su interior y que se le escapaba aun en los
momentos en que ella parecía agonizar de placer. Sentía que sus manos eran muy
pesadas, sus pies muy grandes, su voz muy dura, su barba muy áspera, su costumbre
de violaciones y de prostitutas muy arraigada, pero aunque tuviera que darse vuelta al
revés como un guante, estaba dispuesto a seducirla.
Regresaron de la luna de miel tres meses después. Férula los esperaba con la casa
nueva, que todavía olía a pintura y cemento fresco, llena de flores y fuentes con
frutas, tal como Esteban le había ordenado. Al cruzar el umbral por primera vez,
Esteban levantó a su mujer en brazos. Su hermana se sorprendió de no sentir celos y
observó que Esteban parecía haber rejuvenecido.
-Te ha hecho bien el matrimonio -dijo.
Llevó a Clara a recorrer la casa. Ella paseaba la vista y encontraba todo muy bonito,
con la misma cortesía con que celebraba una puesta de sol en alta mar, la Plaza San
Marcos o el aderezo de brillantes. En la puerta de la habitación destinada a ella,
Esteban le pidió que cerrara los ojos y la condujo de la mano hasta el centro.
-Ya puedes abrirlos -le dijo encantado.
Clara miró a su alrededor. Era una pieza grande con las paredes tapizadas en seda
azul, muebles ingleses, grandes ventanas con balcones abiertos al jardín y una cama
con dosel y cortinas de gasa que parecía un velero navegando en el agua mansa de la
seda azul.
-Muy bonito -dijo Clara.
Entonces Esteban le señaló el lugar donde estaba parada. Era la maravillosa
sorpresa que había preparado para ella. Clara bajó los ojos y dio un grito pavoroso;
estaba de pie sobre el lomo negro de Barrabás, que yacía abierto de patas, convertido
en alfombra, con la cabeza intacta y dos ojos de vidrio mirándola con la expresión de
desamparo propia de la taxidermia. Su marido alcanzó a sostenerla antes que cayera
desmayada al suelo.
-Ya te dije que no le iba a gustar, Esteban -dijo Férula.
El cuero curtido de Barrabás fue rápidamente sacado de la habitación y lo tiraron
en un rincón del sótano, junto con los libros mágicos de los baúles encantados del tío
Marcos y otros tesoros, donde se defendió de las polillas y del abandono con una
tenacidad digna de mejor causa, hasta que otras generaciones lo rescataron.
Muy pronto fue evidente que Clara estaba embarazada. El cariño que Férula sentía
por su cuñada se transformó en una pasión por cuidarla, una dedicación para servirla y
una tolerancia ilimitada para resistir sus distracciones y excentricidades. Para Férula,
La casa de los espíritus
Isabel Allende
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que había dedicado su vida a cuidar a una anciana que iba pudriéndose
irremisiblemente, atender a Clara fue como entrar en la gloria. La bañaba en agua
perfumada de albahaca y jazmín, la frotaba con una esponja, la enjabonaba, la
friccionaba con agua de colonia, la empolvaba con un hisopo de plumas de cisne y le
cepillaba el pelo hasta dejárselo brillante y dócil como una planta de mar, tal como
antes lo había hecho la Nana.
Mucho antes de que se apaciguara su impaciencia de marido reciente, Esteban
Trueba tuvo que regresar a Las Tres Marías, donde no había puesto los pies desde
hacía más de un año y que, a pesar de los esmeros de Pedro Segundo García,
reclamaba la presencia del patrón. La propiedad, que antes le parecía un paraíso y era
todo su orgullo, ahora le resultaba un fastidio. Miraba las vacas inexpresivas rumiando
en los potreros, la lenta faena de los campesinos repitiendo los mismos gestos cada día
a lo largo de sus vidas, el inmutable marco de la cordillera nevada y la frágil columna
de humo del volcán y se sentía como un preso.
Mientras él estaba en el campo, la vida en la gran casa de la esquina cambiaba para
acomodarse a una suave rutina sin hombres. Férula era la primera en despertar,
porque le había quedado el hábito de madrugar desde la época en que velaba junto a
su madre enferma, pero dejaba dormir a su cuñada hasta tarde. A media mañana le
llevaba personalmente el desayuno a la cama, abría las cortinas de seda azul para que
entrara el sol entre los cristales, llenaba la bañera de porcelana francesa pintada con
nenúfares, dándole tiempo a Clara para sacudirse la modorra saludando por turno a los
espíritus presentes, atraer la bandeja y mojar las tostadas en el chocolate espeso.
Luego la sacaba de la cama acariciándola con cuidados de madre y comentándole las
noticias agradables del periódico, que cada día eran menos, así es que debía llenar las
lagunas con chismes sobre los vecinos, pormenores domésticos y anécdotas
inventadas que Clara encontraba muy bonitas y a los cinco minutos ya no recordaba,
de modo que era posible volver a contarle lo mismo varias veces y ella se divertía
como si fuera la primera.
Férula la llevaba a pasear para que tomara el sol, le hace bien a la criatura; de
compras, para que cuando nazca no le falte nada y tenga la ropa más fina del mundo;
a almorzar al Club de Golf, para que todos vean lo bonita que te has puesto desde que
te casaste con mi hermano; a visitar a tus padres, para que no crean que los has
olvidado; al teatro, para que no pases todo el día encerrada en la casa. Clara se dejaba
conducir con una dulzura que no era imbecilidad, sino distracción y gastaba toda su
capacidad de concentración en inútiles intentos de comunicarse telepáticamente con
Esteban, que no recibía los mensajes, y en perfeccionar su propia clarividencia.
Por primera vez desde que podía recordar, Férula se sentía feliz. Estaba más cerca
de Clara de lo que nunca estuvo de nadie, ni siquiera de su madre. Una persona menos
original que Clara, habría terminado por molestarse con los mimos excesivos y la
constante preocupación de su cuñada, o habría sucumbido a su carácter dominante y
meticuloso. Pero Clara vivía en otro mundo. Férula detestaba el momento en que su
hermano regresaba del campo y su presencia llenaba toda la casa, rompiendo la
armonía que se establecía en su ausencia. Con él en la casa, ella debía ponerse a la
sombra y ser más prudente en la forma de dirigirse a los sirvientes, tanto como en las
atenciones que prodigaba a Clara. Cada noche, en el momento en que los esposos se
retiraban a sus habitaciones, se sentía invadida por un odio desconocido, que no podía
explicar y que llenaba su alma de funestos sentimientos. Para distraerse retomaba el
vicio de rezar el rosario en los conventillos y de confesarse con el padre Antonio.
-Ave María Purísima.
La casa de los espíritus
Isabel Allende
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-Sin pecado concebida.
-Te escucho, hija.
-Padre, no sé cómo comenzar. Creo que lo que hice es pecado... -¿De la carne, hija?
-¡Ay! La carne está seca, padre, pero el espíritu no. Me atormenta el demonio.
-La misericordia de Dios es infinita.
-Usted no conoce los pensamientos que pueden haber en la mente de una mujer
sola, padre, una virgen que no ha conocido varón, y no por falta de oportunidades,
sino porque Dios le mandó a mi madre una larga enfermedad y tuve que cuidarla.
-Ese sacrificio está registrado en el Cielo, hija mía.
-¿Aunque haya pecado de pensamiento, padre?
-Bueno, depende del pensamiento...
-En la noche no puedo dormir, me sofoco. Para calmarme me levanto y camino por
el jardín, vago por la casa, voy al cuarto de mi cuñada, pego el oído a la puerta, a
veces entro de puntillas para verla cuando duerme, parece un ángel, tengo la tentación
de meterme en su cama para sentir la tibieza de su piel y su aliento.
-Reza, hija. La oración ayuda.
-Espere, no se lo he dicho todo. Me avergüenzo.
-No debes avergonzarte de mí, porque no soy más que un instrumento de Dios.
-Cuando mi hermano viene del campo es mucho peor, padre. De nada me sirve la
oración, no puedo dormir, transpiro, tiemblo, por último me levanto y cruzo toda la
casa a oscuras, deslizándome por los pasillos con mucho cuidado para que no cruja el
piso. Los oigo a través de la puerta de su dormitorio y una vez pude verlos, porque se
había quedado la puerta entreabierta. No le puedo contar lo que vi, padre, pero debe
ser un pecado terrible. No es culpa de Clara, ella es inocente como un niño. Es mi
hermano el que la induce. Él se condenará con seguridad.
-Sólo Dios puede juzgar y condenar, hija mía. ¿Qué hacían?
Y entonces Férula podía tardar media hora en dar los detalles. Era una narradora
virtuosa, sabía colocar la pausa, medir la entonación, explicar sin gestos, pintando un
cuadro tan vívido, que el oyente parecía estarlo viviendo, era increíble cómo podía
percibir desde la puerta entreabierta la calidad de los estremecimientos, la abundancia
de los jugos, las palabras murmuradas al oído, los olores más secretos, un prodigio, en
verdad. Desahogada de aquellos tumultuosos estados de ánimo, regresaba a la casa
con su máscara de ídolo, impasible y severa, y vamos, dando órdenes, contando los
cubiertos, disponiendo la comida, echando llave, exigiendo póngame esto aquí, se lo
ponían, cambien las flores de los jarrones, las cambiaban, laven los vidrios, hagan
callar a esos pájaros del diablo, que la bullaranga no deja dormir a la señora Clara y
con tanto cacareo se le va a espantar la criatura y capaz que nazca alelada. Nada
escapaba a sus ojos vigilantes y estaba siempre en actividad, en contraste con Clara,
que todo lo encontraba muy bonito y le daba lo mismo comer trufas rellenas o sopa de
sobras, dormir en colchón de plumas o sentada en una silla, bañarse en aguas
perfumadas o no bañarse. A medida que avanzaba su estado de gravidez, parecía irse
despegando irremisiblemente de la realidad y volcándose hacia el interior de sí misma,
en un diálogo secreto y constante con la criatura.
Esteban quería un hijo que llevara su nombre y le pasara a su descendencia el
apellido de los Trueba.
-Es una niña y se llama Blanca -dijo Clara desde el primer día que anunció su
embarazo.
La casa de los espíritus
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64
Y así fue.
El doctor Cuevas, a quien Clara le había finalmente perdido el miedo, calculaba que
e1 alumbramiento debía producirse a mediados de octubre, pero a principios de
noviembre Clara seguía bamboleando una panza enorme, en estado semisonámbulo,
cada vez más distraída y cansada, asmática, indiferente a todo lo que la rodeaba,
incluso su marido, a quien a veces ni siquiera reconocía y le preguntaba ¿qué se le
ofrece? cuando lo veía a su lado. Una vez que el médico descartó cualquier posible
error en sus matemáticas y fue evidente que Clara no tenía ninguna intención de parir
por la vía natural, procedió a abrir la barriga a la madre y sustraer a Blanca, que
resultó ser una niña más peluda y fea que lo usual. Esteban sufrió un escalofrío cuando
la vio, convencido de que había sido burlado por el destino y en vez del Trueba
legítimo que le prometió a su madre en el lecho de muerte, había engendrado un
monstruo y, para colmo, de sexo femenino. Revisó a la niña personalmente y
comprobó que tenía todas sus partes en el sitio correspondiente, al menos aquellas
visibles al ojo humano. El doctor Cuevas lo consoló con la explicación de que el aspecto
repugnante de la criatura se debía a que había pasado más tiempo que lo normal
dentro de su madre, al sufrimiento de la cesárea y a su constitución pequeña, delgada,
morena y algo peluda. Clara, en cambio, estaba encantada con su hija. Pareció
despertar de un largo sopor y descubrir la alegría de estar viva. Tomó a la niña en los
brazos y no la soltó más, andaba con ella prendida al pecho, dándole de mamar en
todo momento, sin horario fijo y sin contemplaciones con las buenas maneras o el
pudor, como una indígena. No quiso fajarla, cortarle el pelo, perforarle las orejas o
contratarle una aya para que la criara y mucho menos recurrir a la leche de algún
laboratorio, como hacían todas las señoras que podían pagar ese lujo. Tampoco aceptó
la receta de la Nana de darle leche de vaca diluida en agua de arroz, porque concluyó
que si la naturaleza hubiera querido que los humanos se criaran así, habría hecho que
los senos femeninos secretaran ese tipo de producto. Clara le hablaba a la niña todo el
tiempo, sin usar medias lenguas ni diminutivos, en correcto español, como si dialogara
con una adulta, en la misma forma pausada y razonable en que le hablaba a los
animales y a las plantas, convencida de que si le había dado resultado con la flora y la
fauna, no había ninguna razón para que no fuera lo indicado también con la niña. La
combinación de leche materna y conversación tuvo la virtud de transformar a Blanca
en una niña saludable y casi hermosa, que no se parecía en nada al armadillo que era
cuando nació.
Pocas semanas después del nacimiento de Blanca, Esteban Trueba pudo comprobar,
mediante los retozos en el velero del agua mansa de la seda azul, que su esposa no
había perdido con la maternidad el encanto o la buena disposición para hacer el amor,
sino todo lo contrario. Por su parte Férula, demasiado ocupada con la crianza de la
niña, que tenía pulmones formidables, carácter impulsivo y apetito voraz, no tenía
tiempo para ir a rezar a los conventillos, para confesarse con el padre Antonio y mucho
menos para espiar por la puerta entreabierta.
La casa de los espíritus
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El tiempo de los espíritus
Capítulo IV
A una edad en que la mayoría de los niños anda con pañales y a cuatro patas,
balbuceando incoherencias y chorreando baba, Blanca parecía una enana razonable,
caminaba a tropezones, pero en sus dos piernas, hablaba correctamente y comía sola,
debido al sistema de su madre de tratarla como persona mayor. Tenía todos sus
dientes y empezaba a abrir los armarios para alborotar su contenido, cuando la familia
decidió ir a pasar el verano a Las Tres Marías, que Clara no conocía más que de
referencia. En ese período de la vida de Blanca, la curiosidad era más fuerte que el
instinto de supervivencia y Férula pasaba apuros corriendo detrás de ella para evitar
que se precipitara del segundo piso, se metiera en el horno o se tragara el jabón. La
idea de ir al campo con la niña le parecía peligrosa, agobiante e inútil, puesto que
Esteban podía arreglarse solo en Las Tres Marías, mientras ellas disfrutaban de tina
existencia civilizada en la capital. Pero Clara estaba entusiasmada. El campo le parecía
una idea romántica, porque nunca había estado dentro de un establo, como decía
Férula. Los preparativos del viaje ocuparon a toda la familia durante más de dos
semanas y la casa se atiborró de baúles, canastos y maletas. Alquilaron un vagón
especial en el tren para desplazarse con el increíble equipaje y los sirvientes que Férula
consideró necesario llevar, además de las jaulas de los pájaros, que Clara no quiso
abandonar y las cajas de juguetes de Blanca, llenas de arlequines mecánicos, figuritas
de loza, animales de trapo, bailarinas de cuerda y muñecas con pelo de gente y
articulaciones humanas, que viajaban con sus propios vestidos, coches y vajillas. Al ver
aquella multitud desconcertada y nerviosa y aquel tumulto de bártulos, Esteban se
sintió derrotado por primera vez en su vida, especialmente cuando descubrió entre el
equipaje un san Antonio de tamaño natural, con ojos estrábicos y sandalias repujadas.
Miraba el caos que lo rodeaba, arrepentido de la decisión de viajar con su mujer y su
hija, preguntándose cómo era posible que él sólo necesitara de sus dos maletas para ir
por el mundo y ellas, en cambio, llevaran ese cargamento de trastos y esa procesión
de sirvientes que nada tenían que ver con el propósito del viaje.
En San Lucas tomaron tres coches que los condujeron a Las Tres Marías envueltos
en una nube de polvo, como gitanos. En el patio del fundo esperaban para darle la
bienvenida todos los inquilinos encabezados por el administrador, Pedro Segundo
García. Al ver aquel circo ambulante, quedaron atónitos. Bajo las órdenes de Férula
empezaron a descargar los coches y meter las cosas en la casa. Nadie prestó atención
a un niño que tenía aproximadamente la misma edad de Blanca, desnudo, moquillento,
con la barriga inflada por los parásitos, provisto de hermosos ojos negros con
expresión de anciano. Era el hijo del administrador y se llamaba, para diferenciarlo del
padre y del abuelo, Pedro Tercero García. En el tumulto de instalarse, conocer la casa,
husmear la huerta, saludar a todo el mundo, armar el altar de san Antonio y espantar
a las gallinas de las camas y a los ratones de los roperos, Blanca se quitó la ropa y
salió corriendo desnuda con Pedro Tercero. Jugaron entre los bultos, se metieron
debajo de los muebles, se mojaron con besos babosos, masticaron el mismo pan,
sorbieron los mismos mocos, y se embetunaron con la misma caca, hasta que, por
último, se durmieron abrazados bajo la mesa del comedor. Allí los encontró Clara a las
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diez de la noche. Los habían buscado durante horas con antorchas, los inquilinos en
cuadrillas habían recorrido la orilla del río, los graneros, los potreros y los establos,
Férula había clamado de rodillas a san Antonio, Esteban estaba agotado de llamarlos y
la misma Clara había invocado inútilmente sus dotes de vidente. Cuando los
encontraron, el niño estaba de espaldas en el suelo y Blanca se acurrucaba con la
cabeza apoyada en el vientre panzudo de su nuevo amigo. En esa misma posición
serían sorprendidos muchos años después, para desdicha de los dos, y no les
alcanzaría la vida para pagarlo.
Desde el primer día, Clara comprendió que había un lugar para ella en Las Tres
Marías y, tal como apuntó en sus cuadernos de anotar la vida, sintió que por fin había
encontrado su misión en este mundo. No le impresionaron las casas de ladrillos, la
escuela y la abundancia de comida, porque su capacidad para ver lo invisible detectó
inmediatamente el recelo, el miedo y el rencor de los trabajadores y el imperceptible
rumor que se acallaba cuando volvía la cara, que le permitieron adivinar algunas cosas
sobre el carácter y el pasado de su marido. El patrón había cambiado, sin embargo.
Todos pudieron apreciar que dejó de ir al Farolito Rojo, se acabaron sus tardes de
parranda, de peleas de gallos, de apuestas, sus violentas rabietas y, sobre todo, el mal
hábito de tumbar muchachas en los trigales. Se lo atribuyeron a Clara. Por su parte,
ella también cambió. Abandonó de la noche a la mañana su languidez, dejó de
encontrarlo todo muy bonito y pareció curada del vicio de hablar con los seres
invisibles y mover los muebles con recursos sobrenaturales. Se levantaba al amanecer
con su marido, compartían el desayuno vestidos, él se iba a vigilar los trabajos y
afanes del campo, mientras Férula se hacía cargo de la casa, de los sirvientes de la
capital, que no se acostumbraban a las incomodidades y las moscas del campo, y de
Blanca. Clara repartía su tiempo entre el taller de costura, la pulpería y la escuela,
donde hizo su cuartel general para aplicar remedios contra la sarna y parafina contra
los piojos, desentrañar los misterios del silabario, enseñar a los niños a cantar rengo
una vaca lechera, no es una vaca cualquiera, a las mujeres a hervir la leche, curar la
diarrea y blanquear la ropa. Al atardecer, antes que regresaran los hombres del
campo, Férula reunía a las campesinas y a los niños para rezar el rosario. Acudían por
simpatía, más que por fe, y daban a la solterona la oportunidad de recordar los buenos
tiempos de sus conventillos. Clara esperaba que su cuñada terminara las místicas
letanías de padrenuestros y avemarías y aprovechaba la reunión para repetir las
consignas que había oído a su madre cuando se encadenaba en las rejas del Congreso
en su presencia. Las mujeres la escuchaban risueñas y avergonzadas, por la misma
razón por la cual rezaban con Férula: para no disgustar a la patrona. Pero aquellas
frases inflamadas les parecían cuentos de locos. «Nunca se ha visto que un hombre no
pueda golpear a su propia mujer, si no le pega es que no la quiere o que no es bien
hombre; dónde se ha visto que lo que gana un hombre o lo que produce la tierra o
ponen las gallinas, sea de los dos, si el que manda es él; dónde se ha visto que una
mujer pueda hacer las mismas cosas que un hombre, si ella nació con marraqueta y
sin cojones, pues doña Clarita», alegaban. Clara desesperaba. Ellas se codeaban y
sonreían tímidas, con sus bocas desdentadas y sus ojos llenos de arrugas, curtidas por
el sol y la mala vida, sabiendo de antemano que si tenían la peregrina idea de poner
en práctica los consejos de la patrona, sus maridos les daban una zurra. Y merecida,
por cierto, como la misma Férula sostenía. Al poco tiempo Esteban se enteró de la
segunda parte de las reuniones para rezar y montó en cólera. Era la primera vez que
se enojaba con Clara y la primera que ella lo veía en uno de sus famosos ataques de
rabia. Esteban gritaba como un enajenado, paseándose por la sala a grandes trancos y
dando puñetazos a los muebles, argumentando que si Clara pensaba seguir los pasos
de su madre, se iba a encontrar con un macho bien plantado que le bajaría los
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calzones y le daría una azotaina para que se le quitaran las malditas ganas de andar
arengando a la gente, que le prohibía terminantemente las reuniones para rezar o para
cualquier otro fin y que él no era ningún pelele a quien su mujer pudiera poner en
ridículo. Clara lo dejó chillar y darle golpes a los muebles hasta que se cansó y
después, distraída como siempre estaba, le preguntó si sabía mover las orejas.
Las vacaciones se alargaron y las reuniones en la escuela continuaron. Terminó el
verano y el otoño cubrió de fuego y oro el campo, cambiando el paisaje. Comenzaron
los primeros días fríos, las lluvias y el barro, sin que Clara diera señales de querer
regresar a la capital, a pesar de la presión sostenida de Férula, que detestaba el
campo. En el verano se había quejado de las tardes acaloradas espantando moscas,
del tierra] del patio, que empolvaba la casa como si vivieran en el pozo de una mina,
del agua sucia de la bañera, donde las sales perfumadas se convertían en una sopa de
chinos, las cucarachas voladoras que se metían entre las sábanas, los caminos de
ratones y de hormigas, las arañas que amanecían pataleando en el vaso de agua sobre
la mesita de noche, las gallinas insolentes que ponían huevos en los zapatos y se
cagaban en la ropa blanca del armario. Cuando cambió el clima, tuvo nuevas
calamidades que lamentar, el lodazal del patio, los días más cortos, a las cinco estaba
oscuro y no había nada más que hacer, aparte de enfrentar la larga noche solitaria, el
viento y el resfrío, que ella combatía con cataplasmas de eucalipto, sin poder evitar
que se contagiaran unos a otros en una cadena sin fin. Estaba harta de luchar contra
los elementos sin más distracción que ver crecer a Blanca, que parecía un antropófago,
como decía jugando con ese chiquillo sucio, Pedro Tercero, que era el colmo que la
niña no tuviera alguien de su clase con quien mezclarse, estaba adquiriendo malos
modales, andaba con las mejillas chapatozas y costrones secos en las rodillas, «miren
como habla, parece un indio, estoy cansada de quitarle piojos de la cabeza y ponerle
azul de metileno en la sarna». A pesar de sus murmuraciones, conservaba su rígida
dignidad, su moño inalterable, su blusa almidonada y el manojo de llaves colgando de
la cintura, nunca sudaba, no se rascaba y mantenía siempre su tenue aroma de
lavanda y limón. Nadie pensaba que algo pudiera alterar su autocontrol, hasta un día
en que sintió picor en la espalda. Era un picazón tan fuerte, que no pudo evitar
rascarse con disimulo pero nada podía aliviarla. Por último fue al baño y se quitó el
corsé, que aun en los días de mayor trabajo, llevaba puesto. Al soltar las tiras cayó al
suelo un ratón aturdido que había estado allí toda la mañana procurando inútilmente
reptar hacia la salida, entre las barbas duras de la faja y la carne oprimida de su
dueña. Férula tuvo la primera crisis de nervios de su vida. A sus gritos acudieron todos
y la encontraron metida dentro de la bañera, lívida de terror y todavía medio desnuda,
dando alaridos de maníaca y señalando con un dedo trémulo al pequeño roedor, que
se ponía trabajosamente en pie y procuraba avanzar hacia un lugar seguro. Esteban
dijo que era la menopausia y que no había que hacerle caso. Tampoco le hicieron caso
cuando tuvo el segundo ataque. Era el cumpleaños de Esteban. Amaneció un domingo
asoleado y había mucha agitación en la casa, porque por primera vez iban a dar una
fiesta en Las Tres Marías, desde los días olvidados en que doña Ester era una
muchachita. Invitaron a varios parientes y amigos, que hicieron el viaje en tren desde
la capital, y a todos los terratenientes de la zona, sin olvidar a los notables del pueblo.
Con una semana de anticipación prepararon el banquete: media res asada en el patio,
pastel de riñones, cazuela de gallina, guisos de maíz, torta de manjar blanco y lúcumas
y los mejores vinos de la cosecha. A mediodía comenzaron a llegar los invitados en
coche o a caballo y la gran casa de adobe se llenó de conversaciones y risas. Férula se
distrajo un momento para correr al baño, uno de esos inmensos baños de la casa
donde el excusado quedaba al medio de la pieza, rodeado de un desierto de cerámicas
blancas. Estaba instalada en aquel asiento solitario como un trono, cuando se abrió la
La casa de los espíritus
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puerta y entró uno de los invitados, nada menos que el alcalde del pueblo,
desabrochándose la bragueta y algo achispado con el aperitivo. Al ver a la señorita se
quedó paralizado de confusión y sorpresa y cuando pudo reaccionar, lo único que se le
ocurrió fue avanzar con una sonrisa torcida, cruzar toda la habitación, extender la
mano y saludarla con una venia.
-Zorobabel Blanco Jamasmié, a sus gratas órdenes -se presentó.
«¡Por Dios! Nadie puede vivir entre gentes tan rústicas. Si quieren se quedan
ustedes en este purgatorio de incivilizados, lo que es yo, me vuelvo a la ciudad, quiero
vivir como cristiana, como he vivido siempre», exclamó Férula cuando pudo hablar del
asunto sin ponerse a llorar. Pero no se fue. No quería separarse de Clara, había llegado
a adorar hasta el aire que ella exhalaba y aunque ya no tenía ocasión de bañarla y
dormir con ella, procuraba demostrarle su ternura con mil pequeños detalles a los
cuales dedicaba su existencia. Aquella mujer severa y tan poco complaciente consigo
misma y con los demás, podía ser dulce y risueña con Clara y a veces, por extensión,
también con Blanca. Sólo con ella se permitía el lujo de ceder ante su desbordante
deseo de servir y de ser amada, con ella podía manifestar, aunque fuera
solapadamente, los más secretos y delicados anhelos de su alma. A lo largo de tantos
años de soledad y tristeza había ido decantando las emociones y limpiando los
sentimientos, hasta reducirlos a unas pocas terribles y magníficas pasiones, que la
ocupaban por completo. No tenía capacidad para las pequeñas turbaciones, para los
rencores mezquinos, las envidias disimuladas, las obras de caridad, los cariños
desteñidos, la cortesía amable o las consideraciones cotidianas. Era uno de esos seres
nacidos para la grandeza de un solo amor, para el odio exagerado, para la venganza
apocalíptica y para el heroísmo más sublime, pero no pudo realizar su destino a la
medida de su romántica vocación, y éste transcurrió chato y gris, entre las paredes de
un cuarto de enferma, en míseros conventillos, en tortuosas confesiones, donde esa
mujer grande, opulenta, de sangre ardiente, hecha para la maternidad, para la
abundancia, la acción y el ardor, se fue consumiendo. En esa época tenía alrededor de
cuarenta y cinco años, su espléndida raza y sus lejanos antepasados moriscos, la
mantenían tersa, con el pelo todavía negro y sedoso, con un solo mechón blanco en la
frente, el cuerpo fuerte y delgado y el andar resuelto de la gente sana, sin embargo, el
desierto de su vida le daba un aspecto mucho mayor. Tengo un retrato de Férula
tomado en esos años, durante un cumpleaños de Blanca. Es una vieja fotografía color
sepia, desteñida por el tiempo, donde, sin embargo, aún se la puede ver con claridad.
Era una regia matrona, pero tenía un rictus amargo en el rostro que delataba su
tragedia interior. Probablemente esos años junto a Clara fueron los únicos felices para
ella, porque sólo con Clara pudo intimar. Ella fue la depositaria de sus más sutiles
emociones y a ella pudo dedicar su enorme capacidad de sacrificio y veneración. Una
vez se atrevió a decírselo y Clara escribió en su cuaderno de anotar la vida, que Férula
la amaba mucho más de lo que ella merecía o podía retribuir. Por ese amor
desmesurado, Férula no quiso irse de Las Tres Marías ni siquiera cuando cayó la plaga
de las hormigas, que empezó con un ronroneo en los potreros, una sombra oscura que
se deslizaba con rapidez comiéndose todo, las mazorcas, los trigales, la alfalfa y la
maravilla. Las rociaban con gasolina y les prendían fuego, pero reaparecían con nuevos
bríos. Pintaban con cal viva los troncos de los árboles, pero ellas subían sin detenerse
y no respetaban peras, manzanas ni naranjas, se metían en la huerta y acababan con
los melones, entraban en la lechería y la leche amanecía agria y llena de minúsculos
cadáveres, se introducían en los gallineros y se devoraban a los pollos vivos, dejando
un desperdicio de plumas y unos huesitos de lástima. Hacían caminos dentro de la
casa, entraban por las cañerías, se apoderaban de la despensa, todo lo que se
cocinaba había que comérselo al instante, porque si quedaba unos minutos sobre la
La casa de los espíritus
Isabel Allende
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mesa, llegaban en procesión y se lo zampaban. Pedro Segundo García las combatió
con agua y fuego y enterró esponjas empapadas en miel de abejas, para que se
juntaran atraídas por el dulce y poderlas matar a mansalva, pero todo fue inútil.
Esteban Trueba se fue al pueblo y regresó cargado con pesticidas de todas las marcas
conocidas, en polvo, en líquido y en píldoras y echó tanto por todos lados, que no se
podían comer las verduras porque daban retorcijones de barriga. Pero las hormigas
siguieron apareciendo y multiplicándose, cada día más insolentes y decididas. Esteban
se fue otra vez al pueblo y puso un telegrama a la capital. Tres días después
desembarcó en la estación míster Brown, un gringo enano, provisto de una maleta
misteriosa, que Esteban presentó como técnico agrícola experto en insecticidas.
Después de refrescarse con una jarra de vino con frutas, desplegó su maleta sobre la
mesa. Extrajo un arsenal de instrumentos nunca vistos y procedió a coger una hormiga
y observarla detenidamente con un microscopio.
-¿Qué le mira tanto, míster, si son todas iguales? -dijo Pedro Segundo García.
El gringo no le contestó. Cuando acabó de identificar la raza, el estilo de vida, la
ubicación de sus madrigueras, sus hábitos y hasta sus más secretas intenciones, había
pasado una semana y las hormigas se estaban metiendo en las camas de los niños, se
habían comido las reservas de alimento para el invierno y comenzaban a atacar a los
caballos y a las vacas. Entonces míster Brown explicó que había que fumigarlas con un
producto de su invención que volvía estériles a los machos, con lo cual dejaban de
multiplicarse y luego debían rociarlas con otro veneno, también de su invención, que
provocaba una enfermedad mortal en las hembras, y eso, aseguró, acabaría con el
problema.
-¿En cuánto tiempo? -preguntó Esteban Trueba que de la impaciencia estaba
pasando a la furia.
-Un mes -dijo míster Brown.
-Para entonces ya se habrán comido hasta los humanos, míster
-dijo Pedro Segundo García-. Si me lo permite, patrón, voy a llamar a mi padre.
Hace tres semanas que me está diciendo que él conoce un remedio para la plaga. Yo
creo que son cosas de viejo, pero no perdemos nada con probar.
Llamaron al viejo Pedro García, que llegó arrastrando sus pies, tan oscuro,
empequeñecido y desdentado, que Esteban se sobresaltó al comprobar el paso del
tiempo. El viejo escuchó con el sombrero en la mano, mirando el suelo y masticando el
aire con sus encías desnudas. Después pidió un pañuelo blanco, que Férula le trajo del
armario de Esteban, y salió de la casa, cruzó el patio y se fue derecho al huerto,
seguido por todos los habitantes de la casa y por el enano extranjero, que sonreía con
desprecio, ¡estos bárbaros, oh God! El anciano se encuclilló con dificultad y comenzó a
juntar hormigas. Cuando tuvo un puñado, las puso dentro del pañuelo, anudó las
cuatro puntas y metió el atadito en su sombrero.
-Les voy a mostrar el camino, para que se vayan, hormigas, y para que se lleven a
las demás -dijo.
El viejo se subió en un caballo y se fue al paso murmurando consejos y
recomendaciones para las hormigas, oraciones de sabiduría y fórmulas de
encantamiento. Lo vieron alejarse rumbo al límite de la propiedad. El gringo se sentó
en el suelo a reírse como un enajenado, hasta que Pedro Segundo García lo sacudió.
-Vaya a reírse de su abuela, míster, mire que el viejo es mi padre -le advirtió.
Al atardecer regresó Pedro García. Desmontó lentamente, dijo al patrón que había
puesto a las hormigas en la carretera y se fue a su casa. Estaba cansado. A la mañana
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siguiente vieron que no había hormigas en la cocina, tampoco en la despensa,
buscaron en el granero, en el establo, en los gallineros, salieron a los potreros, fueron
hasta el río, revisaron todo y no encontraron una sola, ni para muestra. El técnico se
puso frenético.
-¡Tener que decirme cómo hacer eso! -clamaba.
-Hablándoles, pues, míster. Dígales que se vayan, que aquí están molestando y ellas
entienden -explicó Pedro García, el viejo.
Clara fue la única que consideró natural el procedimiento. Férula se aferró a eso
para decir que se encontraban en un hoyo, en una región inhumana, donde no
funcionaban las leyes de Dios ni el progreso de la ciencia, que cualquier día iban a
empezar a volar en escobas, pero Esteban Trueba la hizo callar: no quería que le
metieran nuevas ideas en la cabeza a su mujer. En los últimos días Clara había vuelto
a sus quehaceres lunáticos, a hablar con los aparecidos y a pasar horas escribiendo en
los cuadernos de anotar la vida. Cuando perdió interés por la escuela, el taller de
costura o los mítines feministas y volvió a opinar que todo era muy bonito,
comprendieron que otra vez estaba encinta.
-¡Por culpa tuya! -gritó Férula a su hermano.
-Eso espero -contestó él.
Pronto fue evidente que Clara no estaba en condiciones de pasar el embarazo en el
campo y parir en el pueblo, así es que organizaron el regreso a la capital. Eso consoló
un poco a Férula, que sentía la preñez de Clara como una afrenta personal. Ella viajó
antes con la mayor parte del equipaje y los sirvientes, para abrir la gran casa de la
esquina y preparar la llegada de Clara. Esteban acompañó días después a su mujer y a
su hija de vuelta a la ciudad y nuevamente dejó a Las Tres Marías en manos de Pedro
Segundo García, que se había convertido en el administrador, aunque no por ello
ganaba más privilegio, sólo más trabajo.
El viaje de Las Tres Marías a la capital terminó de agotar las fuerzas de Clara. Yo la
veía cada vez más pálida, asmática, ojerosa. Con el bamboleo de los caballos y
después con el del tren, el polvo del camino y su natural tendencia al mareo, iba
perdiendo las energías a ojos vistas y yo no podía hacer mucho por ayudarla, porque
cuando estaba mal prefería que no le hablaran. Al bajarnos en la estación tuve que
sostenerla, porque le flaqueaban las piernas.
-Creo que me voy a elevar -dijo.
-¡Aquí no! -le grité espantado ante la idea de que saliera volando por encima de las
cabezas de los pasajeros en el andén.
Pero ella no se refería concretamente a la levitación, sino a subir a un nivel que le
permitiera desprenderse de la incomodidad, del peso de su embarazo y de la profunda
fatiga que se le estaba metiendo en los huesos. Entró en otro de sus largos períodos
de silencio, creo que le duró varios meses, durante los cuales se servía de la pizarrita,
como en los tiempos de la mudez. En esa ocasión no me alarmé, porque supuse que
recuperaría la normalidad como había ocurrido después del nacimiento de Blanca y,
por otra parte, había llegado a comprender que el silencio era el último inviolable
refugio de mi mujer, y no una enfermedad mental, como sostenía el doctor Cuevas.
Férula la cuidaba de la misma forma obsesiva como antes cuidaba a nuestra madre, la
trataba como si fuera una inválida, no quería dejarla nunca sola y había descuidado a
Blanca, que lloraba todo el día porque quería regresar a Las Tres Marías. Clara
deambulaba como una sombra gorda y callada por la casa, con un desinterés budista
La casa de los espíritus
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por todo lo que la rodeaba. A mí ni siquiera me miraba, pasaba por mi lado como si yo
fuera un mueble y cuando le dirigía la palabra se quedaba en la luna, como si no me
oyera o no me conociera. No habíamos vuelto a dormir juntos. Los días ociosos en la
ciudad y la atmósfera irracional que se respiraba en la casa me ponían los nervios de
punta. Procuraba mantenerme ocupado, pero no era suficiente: estaba siempre de mal
humor. Salía todos los días a vigilar mis negocios. En esa época empecé a especular en
la Bolsa de Comercio y pasaba horas estudiando los altibajos de los valores
internacionales, me dediqué a invertir plata, a armar sociedades, a las importaciones.
Pasaba muchas horas en el Club. También comencé a interesarme en la política y
hasta entré en un gimnasio, donde un gigantesco entrenador me obligaba a ejercitar
unos músculos que no sospechaba que tenía en el cuerpo. Me habían recomendado
que me diera masajes, pero nunca me gustó eso: detesto que me toquen manos
mercenarias. Pero nada de todo aquello podía llenarme el día, estaba incómodo y
aburrido, quería volver al campo, pero no me atrevía a dejar la casa, donde a todas
luces se necesitaba la presencia de un hombre razonable entre esas mujeres
histéricas. Además, Clara estaba engordando demasiado. Tenía una barriga
descomunal que apenas podía sostener en su frágil esqueleto. Le daba pudor que la
viera desnuda, pero era mi mujer y yo no iba a permitir que me tuviera vergüenza. La
ayudaba a bañarse, a vestirse, cuando Férula no se me adelantaba, y sentía una pena
infinita por ella, tan pequeña y delgada, con esa monstruosa panza, acercándose
peligrosamente al momento del parto. Muchas veces me desvelé pensando que se
podía morir al dar a luz y me encerraba con el doctor Cuevas a discutir la mejor forma
de ayudarla. Habíamos acordado que si las cosas no se presentaban bien, era mejor
hacerle otra cesárea, pero yo no quería que la llevaran a una clínica y él se negaba a
practicarle otra operación como la primera en el comedor de la casa. Decía que no
había comodidades, pero en esos tiempos las clínicas eran un foco de infecciones y allí
eran más los que morían que los que salvaban.
Un día, faltando poco para la fecha del parto, Clara descendió sin previo aviso de su
refugio brahamánico y volvió a hablar. Quiso una taza de chocolate y me pidió que la
llevara a pasear. El corazón medio un vuelco. Toda la casa se llenó de alegría, abrimos
champán, hice poner flores frescas en todos los jarrones, le encargué camelias, sus
flores preferidas y tapicé con ellas su cuarto, hasta que le empezó a dar asma y
tuvimos que sacarlas rápidamente. Corrí a comprarle un broche de diamantes a la calle
de los joyeros judíos. Clara me lo agradeció efusivamente, lo encontró muy bonito,
pero nunca se lo vi puesto. Supongo que habrá ido a parar a algún lugar impensado
donde lo puso y luego lo olvidó, como casi todas las alhajas que le compré a lo largo
de nuestra vida en común. Llamé al doctor Cuevas, quien se presentó con el pretexto
de tomar el té, pero en realidad venía a examinar a Clara. Se la llevó a su habitación y
después nos dijo a Férula y a mí que si bien parecía curada de su crisis mental, había
que prepararse para un alumbramiento difícil, porque el niño era muy grande. En ese
momento entró Clara al salón y debe de haber oído la última frase.
-Todo saldrá bien, no se preocupen -dijo.
-Espero que esta vez sea hombre, para que lleve mi nombre -bromeé.
-No es uno, son dos -replicó Clara-. Los mellizos se llamarán Jaime y Nicolás
respectivamente -agregó.
Eso fue demasiado para mí. Supongo que estallé por la presión acumulada en los
últimos meses. Me puse furioso, alegué que ésos eran nombres de comerciantes
extranjeros, que nadie se llamaba así en mi familia ni en la suya, que por lo menos
uno debía llamarse Esteban como yo y como mi padre, pero Clara explicó que los
nombres repetidos crean confusión en los cuadernos de anotar la vida y se mantuvo
La casa de los espíritus
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inflexible en su decisión. Para asustarla rompí de un manotazo un jarrón de porcelana
que, me parece, era el último vestigio de los tiempos esplendorosos de mi bisabuelo,
pero ella no se conmovió y el doctor Cuevas sonrió detrás de su taza de té, lo cual me
indignó más. Salí dando un portazo y me fui al Club.
Esa noche me emborraché. En parte porque lo necesitaba y en parte por venganza,
me fui al burdel más conocido de la ciudad, que tenía un nombre histórico. Quiero
aclarar que no soy hombre de prostitutas y que sólo en los períodos en que me ha
tocado vivir solo por un tiempo largo, he recurrido a ellas. No sé lo que me pasó ese
día, estaba picado con Clara, andaba enojado, me sobraban energías, me tenté. En
esos años el negocio del Cristóbal Colón era floreciente, pero no había adquirido aún el
prestigio internacional que llegó a tener cuando aparecía en las cartas de navegación
de las compañías inglesas y en las guías turísticas, y lo filmaron para la televisión.
Entré a un salón de muebles franceses, de ésos con patas torcidas, donde me recibió
una matrona nacional que imitaba a la perfección el acento de París, y que comenzó
por darme a conocer la lista de los precios y enseguida procedió a preguntarme si yo
tenía a alguien especial en mente. Le dije que mi experiencia se limitaba al Farolito
Rojo y a algunos miserables lupanares de mineros en el Norte, de modo que cualquier
mujer joven y limpia me vendría bien.
-Usted me cae simpático, mesiú -dijo ella-. Le voy a traer lo mejor de la casa.
A su llamado acudió una mujer enfundada en un vestido de raso negro demasiado
estrecho, que apenas podía contener la exuberancia de su feminidad. Llevaba el pelo
ladeado sobre una oreja, un peinado que nunca me ha gustado, y a su paso se
desprendía un terrible perfume almizclado que quedaba flotando en el aire, tan
persistente como un gemido.
-Me alegro de verlo, patrón -saludó y entonces la reconocí, porque la voz era lo
único que no le había cambiado a Tránsito Soto.
Me llevó de la mano a un cuarto cerrado como una tumba, con las ventanas
cubiertas de cortinajes oscuros, donde no había penetrado un rayo de luz natural
desde tiempos ignotos, pero que, de todos modos parecía un palacio comparado con
las sórdidas instalaciones del Farolito Rojo. Allí quité personalmente el vestido de raso
negro a Tránsito, desarmé su horrendo peinado y pude ver que en esos años había
crecido, engordado y embellecido.
Veo que has progresado mucho -le dije.
-Gracias a sus cincuenta pesos, patrón. Me sirvieron para comenzar -me respondió-.
Ahora puedo devolvérselos reajustados, porque con la inflación ya no valen lo que
antes.
-¡Prefiero que me debas un favor, Tránsito! -me reí.
Terminé de quitarle las enaguas y comprobé que no quedaba casi nada de la
muchacha delgada, con los codos y las rodillas salientes, que trabajaba en el Farolito
Rojo, excepto su incansable disposición para la sensualidad y su voz de pájaro ronco.
Tenía el cuerpo depilado y su piel había sido frotada con limón y miel de hamamelis,
como me explicó hasta dejarla suave y blanca como la de una criatura. Tenía las uñas
teñidas de rojo y una serpiente tatuada alrededor del ombligo, que podía mover en
círculos mientras mantenía en perfecta inmovilidad el resto de su cuerpo.
Simultáneamente con demostrarme su habilidad para ondular la serpiente, me contó
su vida.
-Si me hubiera quedado en el Farolito Rojo ¿qué habría sido de mí, patrón? Ya no
tendría dientes, sería una vieja. En esta profesión una se desgasta mucho, hay que
cuidarse. ¡Y eso que yo no ando por la calle! Nunca me ha gustado eso, es muy
La casa de los espíritus
Isabel Allende
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peligroso. En la calle hay que tener un cafiche, porque si no se arriesga mucho. Nadie
la respeta a una. Pero ¿por qué darle a un hombre lo que cuesta tanto ganar?
En ese sentido las mujeres son muy brutas. Son hijas del rigor. Necesitan a un
hombre para sentirse seguras y no se dan cuenta que lo único que hay que temer es a
los mismos hombres. No saben administrarse, necesitan sacrificarse por alguien. Las
putas son las peores, patrón, créamelo. Dejan la vida trabajando para un cafiche, se
alegran cuando él les pega, se sienten orgullosas de verlo bien vestido, con dientes de
oro, con anillos y cuando las deja y se va con otra más joven, se lo perdonan porque
«es hombre». No, patrón, yo no soy así. A mí nadie me ha mantenido, por eso ni loca
me pondría a mantener a otro. Trabajo para mí, lo que gano me lo gasto como quiero.
Me ha costado mucho, no crea que ha sido fácil, porque a las dueñas de prostíbulo no
les gusta tratar con mujeres, prefieren entenderse con los cafiches. No la ayudan a
una. No tienen consideración.
-Pero parece que aquí te aprecian, Tránsito. Me dijeron que eras lo mejor de la casa.
-Lo soy. Pero este negocio se iría al suelo si no fuera por mí, que trabajo como un
burro -dijo ella-. Las demás ya están como estropajos, patrón. Aquí vienen puros
viejos, ya no es lo que era antes. Hay que modernizar esta cuestión, para atraer a los
empleados públicos, que no tienen nada que hacer a mediodía, a la juventud, a los
estudiantes. Hay que ampliar las instalaciones, darle más alegría al local y limpiar.
¡Limpiar a fondo! Así la clientela tendría confianza y no estaría pensando que puede
agarrarse una venérea ¿verdad? Esto es una cochinada. No limpian nunca. Mire,
levante la almohada y seguro le salta una chinche. Se lo he dicho a la madame, pero
no me hace caso. No tiene ojo para el negocio.
-¿Y tú lo tienes?
-¡Claro pues, patrón! A mí se me ocurren un millón de cosas para mejorar al
Cristóbal Colón. Yo le pongo entusiasmo a esta profesión. No soy como esas que andan
puro quejándose y echándole la culpa a la mala suerte cuando les va mal. ¿No ve
donde he llegado? Ya soy la mejor. Si me empeño, puedo tener la mejor casa del país,
se lo juro.
Me estaba divirtiendo mucho. Sabía apreciarla, porque de tanto ver la ambición en
el espejo cuando me afeitaba en las mañanas, había terminado por aprender a
reconocerla cuando la veía en los demás.
-Me parece una excelente idea, Tránsito. ¿Por qué no montas tu propio negocio? Yo
te pongo el capital -le ofrecí fascinado con la idea de ampliar mis intereses comerciales
en esa dirección, ¡cómo estaría de borracho!
-No, gracias, patrón -respondió Tránsito acariciando su serpiente con una uña
pintada de laca china-. No me conviene salir de un capitalista para caer en otro. Lo que
hay que hacer es una cooperativa y mandar a la madame al carajo. ¿No ha oído hablar
de eso? Váyase con cuidado, mire que si sus inquilinos le forman una cooperativa en el
campo, usted se jodió. Lo que yo quiero es una cooperativa de putas. Pueden ser
putas y maricones, para darle más amplitud al negocio. Nosotros ponemos todo, el
capital y el trabajo. ¿Para qué queremos un patrón?
Hicimos el amor en la forma violenta y feroz que yo casi había olvidado de tanto
navegar en el velero de aguas mansas de la seda azul. En aquel desorden de
almohadas y sábanas, apretados en el nudo vivo del deseo, atornillándonos hasta
desfallecer, volví a sentirme de veinte años, contento de tener en los brazos a esa
hembra brava y prieta que no se deshacía en hilachas cuando la montaban, una yegua
fuerte a quien cabalgar sin contemplaciones, sin que a uno las manos le queden muy
pesadas, la voz muy dura, los pies muy grandes o la barba muy áspera, alguien como
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Isabel Allende
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uno, que resiste un sartal de palabrotas al oído y no necesitaba ser acunado con
ternuras ni engañado con galanteos. Después, adormecido y feliz, descansé un rato a
su lado, admirando la curva sólida de su cadera y el temblor de su serpiente.
-Nos volveremos a ver, Tránsito -dije al darle la propina.
-Eso mismo le dije yo antes, patrón tse acuerda? -me contestó con un último vaivén
de su serpiente.
En realidad, no tenía intención de volver a verla. Más bien prefería olvidarla.
No habría mencionado este episodio si Tránsito Soto no hubiera jugado un papel tan
importante para mí mucho tiempo después, porque, como ya dije, no soy hombre de
prostitutas. Pero esta historia no habría podido escribirse si ella no hubiera intervenido
para salvarnos y salvar, de paso, nuestros recuerdos.
Pocos días después, cuando el doctor Cuevas estaba preparándoles el ánimo para
volver a abrir la barriga a Clara, murieron Severo y Nívea del Valle, dejando varios
hijos y cuarenta y siete nietos vivos. Clara se enteró antes que los demás a través de
un sueño, pero no se lo dijo más que a Férula, quien procuró tranquilizarla
explicándole que el embarazo produce un estado de sobresalto en el que los malos
sueños son frecuentes. Duplicó sus cuidados, la friccionaba con aceite de almendras
dulces para evitar las estrías en la piel del vientre, le ponía miel de abejas en los
pezones para que no se le agrietaran, le daba de comer cáscara molida de huevo para
que tuviera buena leche y no se le picaran los dientes y le rezaba oraciones de Belén
para el buen parto. Dos días después del sueño, llegó Esteban Trueba más temprano
que de costumbre a la casa, pálido y descompuesto, agarró a su hermana Férula de un
brazo y se encerró con ella en la biblioteca.
-Mis suegros se mataron en un accidente -le dijo brevemente-. No quiero que Clara
se entere hasta después del parto. Hay que hacer un muro de censura a su alrededor,
ni periódicos, ni radio, ni visitas, ¡nada! Vigila a los sirvientes para que nadie se lo
diga.
Pero sus buenas intenciones se estrellaron contra la fuerza de las premoniciones de
Clara. Esa noche volvió a soñar que sus padres caminaban por un campo de cebollas y
que Nívea iba sin cabeza, de modo que así supo todo lo ocurrido sin necesidad de
leerlo en el periódico ni de escucharlo por la radio. Despertó muy excitada y pidió a
Férula que la ayudara a vestirse, porque debía salir en busca de la cabeza de su
madre. Férula corrió donde Esteban y éste llamó al doctor Cuevas, quien, aun a riesgo
de dañar a los mellizos, le dio una pócima para locos destinada a hacerla dormir dos
días, pero que no tuvo ni el menor efecto en ella.
Los esposos Del Valle murieron tal como Clara lo soñó y tal como, en broma, Nívea
había anunciado a menudo que morirían.
-Cualquier día nos vamos a matar en esta máquina infernal -decía Nívea señalando
al viejo automóvil de su marido.
Severo del Valle tuvo desde joven debilidad por los inventos modernos. El automóvil
no fue una excepción. En los tiempos en que todo el mundo se movilizaba a pie, en
coche de caballos o en velocípedos, él compró el primer automóvil que llegó al país y
que estaba expuesto como una curiosidad en una vitrina del centro. Era un prodigio
mecánico que se desplazaba a la velocidad suicida de quince y hasta veinte kilómetros
por hora, en medio del asombro de los peatones y las maldiciones de quienes a su
paso quedaban salpicados de barro o cubiertos de polvo. Al principio fue combatido
como un peligro público. Eminentes científicos explicaron por la prensa que el
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organismo humano no estaba hecho para resistir un desplazamiento a veinte
kilómetros por hora y que el nuevo ingrediente que llamaban gasolina podía inflamarse
y producir una reacción en cadena que acabaría con la ciudad. Hasta la Iglesia se
metió en el asunto. El padre Restrepo, que tenía a la familia Del Valle en la mira desde
el enojoso asunto de Clara en la misa del Jueves Santo, se constituyó en guardián de
las buenas costumbres e hizo oír su voz de Galicia contra los «amicis rerum novarum»,
amigos de las cosas nuevas, como esos aparatos satánicos que comparó con el carro
de fuego en que el profeta Elías desapareció en dirección al cielo. Pero Severo ignoró el
escándalo y al poco tiempo otros caballeros siguieron su ejemplo, hasta que el
espectáculo de los automóviles dejó de ser una novedad. Lo usó por más de diez años,
negándose a cambiar el modelo cuando la ciudad se llenó de carros modernos que
eran más eficientes y seguros, por la misma razón que su esposa no quiso eliminar a
los caballos de tiro hasta que murieron tranquilamente de vejez. El Sunbeam tenía
cortinas de encaje y dos floreros de cristal en los costados, donde Nívea mantenía
flores frescas, era todo forrado en madera pulida y en cuero ruso y sus piezas de
bronce eran brillantes como el oro. A pesar de su origen británico, fue bautizado con
un nombre indígena, Covadonga. Era perfecto, en verdad, excepto porque nunca le
funcionaron bien los frenos. Severo se enorgullecía de sus habilidades mecánicas. Lo
desarmó varias veces intentando arreglarlo y otras tantas se lo confió al Gran Cornudo,
un mecánico italiano que era el mejor del país. Le debía su apodo a una tragedia que
había ensombrecido su vida. Decían que su mujer, hastiada de ponerle cuernos sin que
él se diera por aludido, lo abandonó una noche tormentosa, pero antes de marcharse
ató unos cuernos de carnero que consiguió en la carnicería, en las puntas de la reja del
taller mecánico. Al día siguiente, cuando el italiano llegó a su trabajo, encontró un
corrillo de niños y vecinos burlándose de él. Aquel drama, sin embargo, no mermó en
nada su prestigio profesional, pero él tampoco pudo componer los frenos del
Covadonga. Severo optó por llevar una piedra grande en el automóvil y cuando
estacionaba en pendiente, un pasajero apretaba el freno de pie y el otro descendía
rápidamente y ponía la piedra por delante de las ruedas. El sistema en general daba
buen resultado, pero ese domingo fatal, señalado por el destino como el último de sus
vidas, no fue así. Los esposos Del Valle salieron a pasear a las afueras de la ciudad
como hacían siempre que había un día asoleado. De pronto los frenos dejaron de
funcionar por completo y antes que Nívea alcanzara a saltar del coche para colocar la
piedra, o Severo a maniobrar, el automóvil se fue rodando cerro abajo. Severo trató de
desviarlo o de detenerlo, pero el diablo se había apoderado de la máquina que voló
descontrolada hasta estrellarse contra una carretela cargada de fierro de construcción.
Una de las láminas entró por el parabrisas y decapitó a Nívea limpiamente. Su cabeza
salió disparada y a pesar de la búsqueda de la policía, los guardabosques y los vecinos
voluntarios que salieron a rastrearla con perros, fue imposible dar con ella en dos días.
Al tercero los cuerpos comenzaban a heder y tuvieron que enterrarlos incompletos en
un funeral magnífico al cual asistió la tribu Del Valle y un número increíble de amigos y
conocidos, además de las delegaciones de mujeres que fueron a despedir los restos
mortales de Nívea, considerada para entonces la primera feminista del país y de quien
sus enemigos ideológicos dijeron que si había perdido la cabeza en vida, no había
razón para que la conservara en la muerte. Clara, recluida en su casa, rodeada de
sirvientes que la cuidaban, con Férula como guardián y dopada por el doctor Cuevas,
no asistió al sepelio. No hizo ningún comentario que indicara que sabía el espeluznante
asunto de la cabeza perdida, por consideración a todos los que habían intentado
ahorrarle ese último dolor, sin embargo, cuando terminaron los funerales y la vida
pareció retornar a la normalidad, Clara convenció a Férula de que la acompañara a
buscarla y fue inútil que su cuñada le diera más pócimas y píldoras, porque no desistió
en su empeño. Vencida, Férula comprendió que no era posible seguir alegando que lo
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de la cabeza era un mal sueño y que lo mejor era ayudarla en sus planes, antes que la
ansiedad terminara de desquiciarla. Esperaron que Esteban Trueba saliera. Férula la
ayudó a vestirse y llamó a un coche de alquiler. Las instrucciones que Clara le dio al
chofer fueron algo imprecisas.
-Usted dele para adelante, que yo le voy diciendo el camino -le dijo, guiada por su
instinto para ver lo invisible.
Salieron de la ciudad y entraron al espacio abierto donde las casas se distanciaban y
empezaban las colinas y los suaves valles, doblaron a indicación de Clara por un
camino lateral y siguieron entre abedules y campos de cebollas hasta que ordenó al
chofer que se detuviera junto a unos matorrales.
-Aquí es -dijo.
-¡No puede ser!, ¡estamos lejísimos del lugar del accidente! -dudó Férula.
-¡Te digo que es aquí! -insistió Clara, bajándose del coche con dificultad,
balanceando su enorme vientre, seguida por su cuñada, que mascullaba oraciones y
por el hombre, que no tenía la menor idea del objetivo del viaje. Trató de reptar entre
las matas, pero se lo impidió el volumen de los mellizos.
-Hágame el favor, señor, métase allí y páseme una cabeza de señora que va a
encontrar -pidió al chofer.
Él se arrastró debajo de los espinos y encontró la cabeza de Nívea que parecía un
melón solitario. La tomó del pelo y salió con ella gateando a cuatro patas. Mientras el
hombre vomitaba apoyado en un árbol cercano, Férula y Clara le limpiaron a Nívea la
tierra y los guijarros que se le habían metido por las orejas, la nariz y la boca y le
acomodaron el pelo, que se le había desbaratado un poco, pero no pudieron cerrarle
los ojos. La envolvieron en un chal y regresaron al coche.
-¡Apúrese, señor, porque creo que voy a dar a luz! -dijo Clara al chofer.
Llegaron justo a tiempo para acomodar a la madre en su cama. Férula se afanó con
los preparativos mientras iba un sirviente a buscar al doctor Cuevas y a la comadrona.
Clara, que con el vapuleo del coche, las emociones de los últimos días y las pócimas
del médico había adquirido la facilidad para dar a luz que no tuvo con su primera hija,
apretó los dientes, se sujetó del palo de mesana y del trinquete del velero y se dio a la
tarea de echar al mundo en el agua mansa de la seda azul, a Jaime y Nicolás, que
nacieron precipitadamente, ante la mirada atenta de su abuela, cuyos ojos
continuaban abiertos observándolos desde la cómoda. Férula los agarró por turnos del
mechón de pelo húmedo que les coronaba la nuca y los ayudó a salir a tirones con la
experiencia adquirida viendo nacer potrillos y terneros en Las Tres Marías. Antes que
llegaran el médico y la comadrona, ocultó debajo de la cama la cabeza de Nívea, para
evitar engorrosas explicaciones. Cuando éstos llegaron, tuvieron muy poco que hacer,
porque la madre descansaba tranquila y los niños, minúsculos como sietemesinos,
pero con todas sus partes enteras y en buen estado, dormían en brazos de su
extenuada tía.
La cabeza de Nívea se convirtió en un problema, porque no había donde ponerla
para no estar viéndola. Por fin Férula la colocó dentro de una sombrerera de cuero
envuelta en unos trapos. Discutieron la posibilidad de enterrarla como Dios manda,
pero habría sido un papeleo interminable conseguir que abrieran la tumba para incluir
lo que faltaba y, por otra parte, temían el escándalo si se hacía pública la forma en que
Clara la había encontrado donde los sabuesos fracasaron. Esteban Trueba, temeroso
del ridículo como siempre fue, optó por una solución que no diera argumentos a las
malas lenguas, porque sabía que el extraño comportamiento de su mujer era el blanco
de los chismes. Había trascendido la habilidad de Clara para mover objetos sin tocarlos
La casa de los espíritus
Isabel Allende
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y para adivinar lo imposible. Alguien desenterró la historia de la mudez de Clara
durante su infancia y la acusación del padre Restrepo, aquel santo varón que la Iglesia
pretendía convertir en el primer beato del país. El par de años en Las Tres Marías sirvió
para acallar las murmuraciones y que la gente olvidara, pero Trueba sabía que bastaba
una insignificancia, como el asunto de la cabeza de su suegra, para que volvieran las
habladurías. Por eso, y no por desidia, como se dijo años más tarde, la sombrerera se
guardó en el sótano a la espera de una ocasión adecuada para darle cristiana
sepultura.
Clara se repuso del doble parto con rapidez. Le entregó la crianza de los niños a su
cuñada y a la Nana, que después de la muerte de sus antiguos patrones, se empleó en
la casa de los Trueba para seguir sirviendo a la misma sangre, como decía. Había
nacido para acunar hijos ajenos, para usar la ropa que otros desechaban, para comer
sus sobras, para vivir de sentimientos y tristezas prestadas, para envejecer bajo el
techo de otros, para morir un día en su cuartucho del último patio, en una cama que
no era suya y ser enterrada en una tumba común del Cementerio General. Tenía cerca
de setenta años, pero se mantenía inconmovible en su afán, incansable en los trajines,
intocada por el tiempo, con agilidad para disfrazarse de cuco y asaltar a Clara en los
rincones cuando le bajaba la manía de la mudez y la pizarrita, con fortaleza para lidiar
con los mellizos y ternura para consentir a Blanca, igual como antes lo hizo con su
madre y su abuela. Había adquirido el hábito de murmurar oraciones constantemente,
porque cuando se dio cuenta que nadie en la casa era creyente, asumió la
responsabilidad de orar por los vivos de la familia, y, por cierto, también por sus
muertos, como una prolongación de los servicios que les había prestado en vida. En su
vejez llegó a olvidar para quién rezaba, pero mantuvo la costumbre con la certeza de
que a alguien le serviría. La devoción era lo único que compartía con Férula. En todo lo
demás fueron rivales.
Un viernes por la tarde tocaron a la puerta de la gran casa de la esquina tres damas
translúcidas de manos tenues y ojos de bruma, tocadas con unos sombreros con flores
pasados de moda y bañadas en un intenso perfume a violetas silvestres, que se infiltró
por todos los cuartos y dejó la casa oliendo a flores por varios días. Eran las tres
hermanas Mora. Clara estaba en el jardín y parecía haberlas esperado toda la tarde,
las recibió con un niño en cada pecho y con Blanca jugueteando a sus pies. Se
miraron, se reconocieron, se sonrieron. Fue el comienzo de una apasionada relación
espiritual que les duró toda la vida y, si se cumplieron sus previsiones, continúa en el
Más Allá.
Las tres hermanas Mora eran estudiosas del espiritismo y de los fenómenos
sobrenaturales, eran las únicas que tenían la prueba irrefutable de que las ánimas
pueden materializarse, gracias a una fotografía que las mostraba alrededor de una
mesa y volando por encima de sus cabezas a un ectoplasma difuso y alado, que
algunos descreídos atribuían a una mancha en el revelado del retrato y otros a un
simple engaño del fotógrafo. Se enteraron, por conductos misteriosos al alcance de los
iniciados, de la existencia de Clara, se pusieron en contacto telepático con ella y de
inmediato comprendieron que eran hermanas astrales. Mediante discretas
averiguaciones dieron con su dirección terrenal y se presentaron con sus propias
barajas impregnadas de fluidos benéficos, unos juegos de figuras geométricas y
números cabalísticos de su invención, para desenmascarar a los falsos parapsicólogos,
y una bandeja de pastelitos comunes y corrientes de regalo para Clara. Se hicieron
íntimas amigas y a partir de ese día, procuraron juntarse todos los viernes para
invocar a los espíritus e intercambiar cábalas y recetas de cocina. Descubrieron la
forma de enviarse energía mental desde la gran casa de la esquina hasta el otro
La casa de los espíritus
Isabel Allende
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extremo de la ciudad, donde vivían las Mora, en un viejo molino que habían convertido
en su extraordinaria morada, y también en sentido inverso, con lo cual podían darse
apoyo en las circunstancias difíciles de la vida cotidiana. Las Mora conocían a muchas
personas, casi todas interesadas en esos asuntos, que empezaron a llegar a las
reuniones de los viernes y aportaron sus conocimientos y sus fluidos magnéticos.
Esteban Trueba las veía desfilar por su casa y puso como únicas condiciones que
respetaran su biblioteca, que no usaran a los niños para experimentos psíquicos y que
fueran discretas, porque no quería escándalo público. Férula desaprobaba estas
actividades de Clara, porque le parecían reñidas con la religión y las buenas
costumbres. Observaba las sesiones desde una distancia prudente, sin participar, pero
vigilando con el rabillo del ojo mientras tejía, dispuesta a intervenir apenas Clara se
sobrepasara en algún trance. Había comprobado que su cuñada quedaba exhausta
después de algunas sesiones en las que servía de médium y comenzaba a hablar en
idiomas paganos con una voz que no era la suya. La Nana también vigilaba con el
pretexto de ofrecer tacitas de café, espantando a las ánimas con sus enaguas
almidonadas y su cloqueo de oraciones murmuradas y de dientes sueltos, pero no lo
hacía para cuidar a Clara de sus propios excesos, sino para verificar que nadie robara
los ceniceros. Era inútil que Clara le explicara que sus visitas no tenían ni el menor
interés en ellos; principalmente porque ninguno fumaba, pues la Nana había calificado
a todos, excepto a las tres encantadoras señoritas Mora, como una banda de rufianes
evangélicos. La Nana y Férula se detestaban. Se disputaban el cariño de los niños y se
peleaban por cuidar a Clara en sus extravagancias y desvaríos, en un sordo y
permanente combate que se desarrollaba en las cocinas, en los patios, en los
corredores, pero jamás cerca de Clara, porque las dos estaban de acuerdo en evitarle
esa molestia. Férula había llegado a querer a Clara con una pasión celosa que se
parecía más a la de un marido exigente que a la de una cuñada. Con el tiempo perdió
la prudencia y empezó a dejar traslucir su adoración en muchos detalles que no
pasaban inadvertidos para Esteban. Cuando él regresaba del campo, Férula procuraba
convencerlo de que Clara estaba en lo que llamaba «uno de sus malos momentos»,
para que él no durmiera en su cama y no estuviera con ella más que en contadas
ocasiones y por tiempo limitado. Argüía recomendaciones del doctor Cuevas que
después, al ser confrontadas con el médico, resultaban inventadas. Se interponía de
mil maneras entre los esposos y si todo le fallaba, azuzaba a los tres niños para que
reclamaran ir a pasear con su padre, leer con la madre, que los velaran porque tenían
fiebre, que jugaran con ellos: «pobrecitos, necesitan a su papá y a su mamá, pasan
todo el día en manos de esa vieja ignorante que les pone ideas atrasadas en la cabeza,
los está poniendo imbéciles con sus supersticiones, lo que hay que hacer con la Nana
es internarla, dicen que las Siervas de Dios tienen un asilo para empleadas viejas que
es una maravilla, las tratan como señoras, no tienen que trabajar, hay buena comida,
eso sería lo más humano, pobre Nana, ya no da para más», decía. Sin poder detectar
la causa, Esteban comenzó a sentirse incómodo en su propia casa. Sentía a su mujer
cada vez más alejada, más rara e inaccesible, no podía alcanzarla ni con regalos, ni
con sus tímidas muestras de ternura, ni con la pasión desenfrenada que lo conmovía
siempre en su presencia. En todo ese tiempo su amor había aumentado hasta
convertirse en una obsesión. Quería que Clara no pensara más que en él, que no
tuviera más vida que la que pudiera compartir con él, que le contara todo, que no
poseyera nada que no proviniera de sus manos, que dependiera completamente.
Pero la realidad era diferente, Clara parecía andar volando en aeroplano, como su
tío Marcos, desprendida del suelo firme, buscando a Dios en disciplinas tibetanas,
consultando a los espíritus con mesas de tres patas que daban golpecitos, dos para sí,
tres para no, descifrando mensajes de otros mundos que podían indicarle hasta el
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estado de las lluvias. Una vez anunciaron que había un tesoro escondido debajo de la
chimenea y ella hizo primero tumbar el muro, pero no apareció, luego la escalera,
tampoco, enseguida la mitad del salón principal, nada. Por último resultó que el
espíritu, confundido con las modificaciones arquitectónicas que ella había hecho en la
casa, no reparó en que el escondite de los doblones de oro no estaba en la mansión de
los Trueba, sino al otro lado de la calle, en la casa de los Ugarte, quienes se negaron a
echar abajo el comedor, porque no creyeron el cuento del fantasma español. Clara no
era capaz de hacer las trenzas a Blanca para ir al colegio, de eso se encargaban Férula
o la Nana, pero tenía con ella una estupenda relación basada en los mismos principios
de la que ella había tenido con Nívea, se contaban cuentos, leían los libros mágicos de
los baúles encantados, consultaban los retratos de familia, se pasaban anécdotas de
los tíos a los que se les escapan ventosidades y los ciegos que se caen como gárgolas
de los álamos, salían a mirar la cordillera y a contar las nubes, se comunicaban en un
idioma inventado que suprimía la te al castellano y la reemplazaba por ene y la erre
por ele, de modo que quedaban hablando igual que el chino de la tintorería. Entretanto
Jaime y Nicolás crecían separados del binomio femenino, de acuerdo con el principio de
aquellos tiempos de que «hay que hacerse hombres». Las mujeres, en cambio, nacían
con su condición incorporada genéticamente y no tenían necesidad de adquirirla con
los avatares de la vida. Los mellizos se hacían fuertes y brutales en los juegos propios
de su edad, primero cazando lagartijas para rebanarles la cola, ratones para hacerlos
correr carreras y mariposas para quitarles el polvo de las alas y, más tarde, dándose
puñetazos y patadas de acuerdo a las instrucciones del mismo chino de la tintorería,
que era un adelantado para su época y que fue el primero en llevar al país el
conocimiento milenario de las artes marciales, pero nadie le hizo caso cuando
demostró que podía partir ladrillos con la mano y quiso poner su propia academia, por
eso terminó lavando ropa ajena. Años más tarde, los mellizos terminaron de hacerse
hombres escapando del colegio para meterse en el sitio baldío del basural, donde
cambiaban los cubiertos de plata de su madre por unos minutos de amor prohibido con
una mujerona inmensa que podía acunarlos a los dos en sus pechos de vaca
holandesa, ahogarlos a los dos en la pulposa humedad de sus axilas, aplastarlos a los
dos con sus muslos de elefante y elevarlos a los dos a la gloria con la cavidad oscura,
jugosa, caliente, de su sexo. Pero eso no fue hasta mucho más tarde y Clara nunca lo
supo, de modo que no pudo anotarlo en sus cuadernos para que yo lo leyera algún día.
Me enteré por otros conductos.
A Clara no le interesaban los asuntos domésticos. Vagaba por las habitaciones sin
extrañarse de que todo estuviera en perfecto estado de orden y de limpieza. Se
sentaba a la mesa sin preguntarse quién preparaba la comida o dónde se compraban
los alimentos, le daba igual quién la sirviera, olvidaba los nombres de los empleados y
a veces hasta de sus propios hijos, sin embargo, parecía estar siempre presente, como
un espíritu benéfico y alegre, a cuyo paso echaban a andar los relojes. Se vestía de
blanco, porque decidió que era el único color que no alteraba su aura, con los trajes
sencillos que le hacía Férula en la máquina de coser y que prefería a los atuendos con
volantes y pedrerías que le regalaba su marido, con el propósito de deslumbrarla y
verla a la moda.
Esteban sufría arrebatos de desesperación, porque ella lo trataba con la misma
simpatía con que trataba a todo el mundo, le hablaba en el tono mimoso con que
acariciaba a los gatos, era incapaz de darse cuenta si estaba cansado, triste, eufórico o
con ganas de hacer el amor, en cambio le adivinaba por el color de sus irradiaciones
cuándo estaba tramando alguna bellaquería y podía desarmarle una rabieta con un par
de frases burlonas. Lo exasperaba que Clara nunca parecía estar realmente agradecida
de nada y nunca necesitaba algo que él pudiera darle. En el lecho era distraída y
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risueña como en todo lo demás, relajada y simple, pero ausente. Sabía que tenía su
cuerpo para hacer todas las gimnasias aprendidas en los libros que escondía en un
compartimiento de la biblioteca, pero hasta los pecados más abominables con Clara
parecían retozos de recién nacido, porque era imposible salpicarlos con la sal de un
mal pensamiento o la pimienta de la sumisión. Enfurecido, en algunas ocasiones
Trueba volvió a sus antiguos pecados y tumbaba a una campesina robusta entre los
matorrales durante las forzadas separaciones en que Clara se quedaba con los niños
en la capital y él tenía que hacerse cargo del campo, pero el asunto, lejos de aliviarlo,
le dejaba un mal sabor en la boca y no le daba ningún placer durable, especialmente
porque si se lo hubiera contado a su mujer, sabía que se habría escandalizado por el
maltrato a la otra, pero en ningún caso por su infidelidad. Los celos, como muchos
otros sentimientos propiamente humanos, a Clara no le incumbían. También fue al
Farolito Rojo dos o tres veces, pero dejó de hacerlo porque ya no funcionaba con las
prostitutas y tenía que tragarse la humillación con pretextos mascullados de que había
tomado mucho vino, de que le cayó mal el almuerzo, de que hacía varios días que
andaba resfriado. No volvió, sin embargo, a visitar a Tránsito Soto, porque presentía
que ella contenía en sí misma el peligro de la adicción. Sentía un deseo insatisfecho
bulléndole en las entrañas, un fuego imposible de apagar, una sed de Clara que nunca,
ni aun en las noches más fogosas y prolongadas, conseguía saciar. Se dormía
extenuado, con el -corazón-a punto de estallarle en el pecho, pero hasta en sus sueños
estaba consciente de que la mujer que reposaba a su lado no estaba allí, sino en una
dimensión desconocida a la que él jamás podría llegar. A veces perdía la paciencia y
sacudía furioso a Clara, le gritaba los peores reclamos y terminaba llorando en su
regazo y pidiendo perdón por su brutalidad. Clara comprendía, pero no podía
remediarlo. El amor desmedido de Esteban Trueba por Clara fue sin duda el
sentimiento más poderoso de su vida, mayor incluso que la rabia y el orgullo y medio
siglo más tarde seguía invocándolo con el mismo estremecimiento y la misma
urgencia. En su lecho de anciano la llamaría hasta el fin de sus días.
Las intervenciones de Férula agravaron el estado de ansiedad en que se debatía
Esteban. Cada obstáculo que su hermana atravesaba entre Clara y él, lo ponía fuera de
sí. Llegó a detestar a sus propios hijos porque absorbían la atención de la madre, se
llevó a Clara a una segunda luna de miel en los mismos sitios de la primera, se
escapaban a hoteles por el fin de semana, pero todo era inútil. Se convenció de que la
culpa de todo la tenía Férula, que había sembrado en su mujer un germen maléfico
que le impedía amarlo y que, en cambio, robaba con caricias prohibidas lo que le
pertenecía como marido. Se ponía lívido cuando sorprendía a Férula bañando a Clara,
le quitaba la esponja de las manos, la despedía con violencia y sacaba a Clara del agua
prácticamente en vilo, la zarandeaba, le prohibía que volviera a dejarse bañar, porque
a su edad eso era un vicio, y terminaba secándola él, arropándola en su bata y
llevándola a la cama con la sensación de que hacía el ridículo. Si Férula servía a su
mujer una taza de chocolate, se la arrebataba de las manos con el pretexto de que la
trataba como a una inválida, si le daba un beso de buenas noches, la apartaba de un
manotazo diciendo que no era bueno besuquearse, si le elegía los mejores trozos de la
bandeja, se separaba de la mesa enfurecido. Los dos hermanos llegaron a ser rivales
declarados, se medían con miradas de odio, inventaban argucias para descalificarse
mutuamente a los ojos de Clara, se espiaban; se celaban. Esteban descuidó de ir al
campo y puso a Pedro Segundo García a cargo de todo, incluso de las vacas
importadas, dejó de salir con sus amigos, de ir a jugar al golf, de trabajar, para vigilar
día y noche los pasos de su hermana y plantársele al frente cada vez que se acercaba
a Clara. La atmósfera de la casa se hizo irrespirable, densa y sombría y hasta la Nana
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andaba como espirituada. La única que permanecía ajena por completo a lo que estaba
sucediendo, era Clara, que en su distracción e inocencia, no se daba cuenta de nada.
El odio de Esteban y Férula demoró mucho tiempo en estallar. Empezó como un
malestar disimulado y un deseo de ofenderse en los pequeños detalles, pero fue
creciendo hasta que ocupó toda la casa. Ese verano Esteban tuvo que ir a Las Tres
Marías porque justamente en el momento de la cosecha, Pedro Segundo García se
cayó del caballo y fue a parar con la cabeza rota al hospital de las monjas. Apenas se
recuperó su administrador, Esteban regresó a la capital sin avisar. En el tren iba con
un presentimiento atroz, con un deseo inconfesado de que ocurriera algún drama, sin
saber que el drama ya había comenzado cuando él lo deseó. Llegó a la ciudad a media
tarde, pero se fue directamente al Club, donde jugó unas partidas de brisca y cenó, sin
conseguir calmar su inquietud y su impaciencia, aunque no sabía lo que estaba
esperando. Durante la cena hubo un ligero temblor de tierra, las lámparas de lágrimas
se bambolearon con el usual campanilleo del cristal, pero nadie levantó la vista, todos
siguieron comiendo y los músicos tocando sin perder ni una nota, excepto Esteban
Trueba, que se sobresaltó como si aquello hubiera sido un aviso. Terminó de comer
aprisa, pidió la cuenta y salió.
Férula, que en general tenía sus nervios bajo control, nunca había podido habituarse
a los temblores. Llegó a perder el miedo a los fantasmas que Clara invocaba y a los
ratones en el campo, pero los temblores la conmovían hasta los huesos y mucho
después que habían pasado ella seguía estremecida. Esa noche todavía no se había
acostado y corrió a la pieza de Clara, que había tomado su infusión de tilo y estaba
durmiendo plácidamente. Buscando un poco de compañía y calor, se acostó a su lado
procurando no despertarla y murmurando oraciones silenciosas para que aquello no
fuera a degenerar en un terremoto. Allí la encontró Esteban Trueba. Entró a la casa tan
sigiloso como un bandido, subió al dormitorio de Clara sin encender las luces y
apareció como una tromba ante las dos mujeres amodorradas, que lo creían en Las
Tres Marías. Se abalanzó sobre su hermana con la misma rabia con que lo hubiera
hecho si fuera el seductor de su esposa y la sacó de la cama a tirones, la arrastró por
el pasillo, la bajó a empujones por la escalera y la introdujo a viva fuerza en la
biblioteca mientras Clara, desde la puerta de su habitación clamaba sin comprender lo
que había ocurrido. A solas con Férula, Esteban descargó su furia de marido
insatisfecho y gritó a su hermana lo que nunca debió decirle, desde marimacho hasta
meretriz, acusándola de pervertir a su mujer, de desviarla con caricias de solterona, de
volverla lunática, distraída, muda y espiritista con artes de lesbiana, de refocilarse con
ella en su ausencia, de manchar hasta el nombre de los hijos, el honor de la casa y la
memoria de su santa madre, que ya estaba harto de tanta maldad y que la echaba de
su casa, que se fuera inmediatamente, que no quería volver a verla nunca más y le
prohibía que se acercara a su mujer y a sus hijos, que no le faltaría dinero para
subsistir con decencia mientras él viviera, tal como se lo había prometido una vez,
pero que si volvía a verla rondando a su familia, la iba a matar, que se lo metiera
adentro de la cabeza. ¡Te juro por nuestra madre que te mato!
-¡Te maldigo, Esteban! -le gritó Férula-. ¡Siempre estarás solo, se te encogerá el
alma y el cuerpo y te morirás como un perro!
Y salió para siempre de la gran casa de la esquina, en camisa de dormir y sin llevar
nada consigo.
Al día siguiente Esteban Trueba se fue a ver al padre Antonio y le contó lo que había
pasado, sin dar detalles. El sacerdote le escuchó blandamente con la impasible mirada
de quien ya había oído antes el cuento.
-¿Qué deseas de mí, hijo mío? -preguntó cuando Esteban terminó de hablar.
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-Que le haga llegar a mi hermana todos los meses un sobre que yo le entregaré. No
quiero que tenga necesidades económicas. Y le aclaro que no lo hago por cariño sino
por cumplir una promesa.
El padre Antonio recibió el primer sobre con un suspiro y esbozó el gesto de dar la
bendición, pero Esteban ya había dado media vuelta y salía. No dio ninguna explicación
a Clara de lo que había ocurrido entre su hermana y él. Le anunció que la había echado
de la casa, que le prohibía volver a mencionarla en su presencia y le sugirió que si
tenía algo de decencia, tampoco la mencionara a sus espaldas. Hizo sacar su ropa y
todos los objetos que pudieran recordarla y se hizo el ánimo de que había muerto.
Clara comprendió que era inútil hacerle preguntas. Fue al costurero a buscar su
péndulo, que le servía para comunicarse con los fantasmas y que usaba como
instrumento de concentración. Extendió un mapa de la ciudad en el suelo y sostuvo el
péndulo a medio metro y esperó que las oscilaciones le indicaran la dirección de su
cuñada, pero después de intentarlo durante toda la tarde, se dio cuenta que el sistema
no resultaría si Férula no tenía un domicilio fijo. Ante la ineficacia del péndulo para
ubicarla, salió a vagar en coche, esperando que su instinto la guiara, pero tampoco
esto dio resultado.
Consultó la mesa de tres patas sin que ningún espíritu baqueano apareciera para
conducirla donde Férula a través de los vericuetos de la ciudad, la llamó con el
pensamiento y no obtuvo respuesta y tampoco las cartas del Tarot la iluminaron.
Entonces decidió recurrir a los métodos tradicionales y comenzó a buscarla entre las
amigas, interrogó a los proveedores y a todos los que tenían tratos con ella, pero nadie
la había vuelto a ver. Sus averiguaciones la llevaron por último donde el padre
Antonio.
-No la busque más, señora dijo el sacerdote-. Ella no quiere verla.
Clara comprendió que ésa era la causa por la cual no habían funcionado ninguno de
sus infalibles sistemas de adivinación.
-Las hermanas Mora tenían razón -se dijo-. No se puede encontrar a quien no quiere
ser encontrado.
Esteban Trueba entró en un período muy próspero. Sus negocios parecían tocados
por una varilla mágica. Se sentía satisfecho de la vida. Era rico, tal como se lo había
propuesto una vez. Tenía la concesión de otras minas, estaba exportando fruta al
extranjero, formó una empresa constructora y Las Tres Marías, que había crecido
mucho en tamaño, estaba convertida en el mejor fundo de la zona. No lo afectó la
crisis económica que convulsionó al resto del país. En las provincias del Norte la
quiebra de las salitreras había dejado en la miseria a miles de trabajadores. Las
famélicas tribus de cesantes, que arrastraban a sus mujeres, sus hijos, sus viejos,
buscando trabajo por los caminos, habían terminado por acercarse a la capital y
lentamente formaron un cordón de miseria alrededor de la ciudad, instalándose de
cualquier manera, entre tablas y pedazos de cartón, en medio de la basura y el
abandono. Vagaban por las calles pidiendo una oportunidad para trabajar, pero no
había trabajo para todos y poco a poco los rudos obreros, adelgazados por el hambre,
encogidos por el frío, harapientos, desolados, dejaron de pedir trabajo y pidieron
simplemente una limosna. Se llenó de mendigos. Y después de ladrones. Nunca se
habían visto heladas más terribles que las de ese año. Hubo nieve en la capital, un
espectáculo inusitado que se mantuvo en primera plana de los periódicos, celebrado
como una noticia festiva, mientras en las poblaciones marginales amanecían los niños
azules, congelados. Tampoco alcanzaba la caridad para tantos desamparados.
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Ese fue el año del tifus exantemático. Comenzó como otra calamidad de los pobres y
pronto adquirió características de castigo divino. Nació en los barrios de los indigentes,
por culpa del invierno, de la desnutrición, del agua sucia de las acequias. Se juntó con
la cesantía y se repartió por todas partes. Los hospitales no daban abasto. Los
enfermos deambulaban por las calles con los ojos perdidos, se sacaban los piojos y se
los tiraban a la gente sana. Se regó la plaga, entró a todos los hogares, infectó los
colegios y las fábricas, nadie podía sentirse seguro. Todos vivían con miedo,
escrutando los signos que anunciaban la terrible enfermedad. Los contagiados
empezaban a tiritar con un frío de lápida en los huesos y a poco eran presas del
estupor. Se quedaban como imbéciles, consumiéndose en la fiebre, llenos de manchas,
cagando sangre, con delirios de fuego y de naufragio, cayéndose al suelo, los huesos
de lana, las piernas de trapo y un gusto de bilis en la boca, el cuerpo en carne viva,
una pústula roja al lado de otra azul y otra amarilla y otra negra, vomitando hasta las
tripas y clamando a Dios que se apiade y que los deje morir de una vez, que no
aguantan más, que la cabeza les revienta y el alma se les va en mierda y espanto.
Esteban propuso llevar a toda la familia al campo, para preservarla del contagio,
pero Clara no quiso oír hablar del asunto. Estaba muy ocupada socorriendo a los
pobres en una tarea que no tenía principio ni fin. Salía muy temprano y a veces
llegaba cerca de la medianoche. Vació los armarios de la casa, quitó la ropa a los
niños, las frazadas de las camas, las chaquetas a su marido. Sacaba la comida de la
despensa y estableció un sistema de envíos con Pedro Segundo García, quien mandaba
desde Las Tres Marías quesos, huevos, cecinas, frutas, gallinas, que ella distribuía
entre sus necesitados. Adelgazó y se veía demacrada. En las noches volvió a caminar
sonámbula.
La ausencia de Férula se sintió como un cataclismo en la casa y hasta la Nana, que
siempre había deseado que ese momento llegara algún día, se conmovió. Cuando
comenzó la primavera y Clara pudo descansar un poco, aumentó su tendencia a evadir
la realidad y perderse en el ensueño. Aunque ya no contaba con la impecable
organización de su cuñada para barajar el caos de la gran casa de la esquina, se
despreocupó de las cosas domésticas. Delegó todo en manos de la Nana y de los otros
empleados y se sumió en el mundo de los aparecidos y de los experimentos psíquicos.
Los cuadernos de anotar la vida se embrollaron, su caligrafía perdió la elegancia de
convento, que siempre tuvo, y degeneró en unos trazos despachurrados que a veces
eran tan minúsculos que no se podían leer y otras tan grandes que tres palabras
llenaban la página.
En los años siguientes se juntó alrededor de Clara y las tres hermanas Mora un
grupo de estudiosos de Gourdieff, de rosacruces, de espiritistas y de bohemios
trasnochados que hacían tres comidas diarias en la casa y que alternaban su tiempo
entre consultas perentorias a los espíritus de la mesa de tres patas y la lectura de los
versos del último poeta iluminado que aterrizaba en el regazo de Clara. Esteban
permitía esa invasión de estrafalarios; porque hacía mucho tiempo que se dio cuenta
que era inútil interferir en la vida de su mujer. Decidió que por lo menos los niños
varones debían estar al margen de la magia, de modo que Jaime y Nicolás fueron
internos a un colegio inglés victoriano, donde cualquier pretexto era bueno para
bajarles los pantalones y darles varillazos por el trasero, especialmente a Jaime, que
se burlaba de la familia real británica y a los doce años estaba interesado en leer a
Marx, un judío que provocaba revoluciones en todo el mundo. Nicolás heredó el
espíritu aventurero del tío abuelo Marcos y la propensión de fabricar horóscopos y
descifrar el futuro de su madre, pero eso no constituía un delito grave en la rígida
formación del colegio, sino sólo una excentricidad, así es que el joven fue mucho
menos castigado que su hermano.
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El caso de Blanca era diferente, porque su padre no intervenía en su educación.
Consideraba que su destino era casarse y brillar en sociedad, donde la facultad de
comunicarse con los muertos, si se mantenía en un tono frívolo, podría ser una
atracción. Sostenía que la magia, como la religión y la cocina, era un asunto
propiamente femenino y tal vez por eso era capaz de sentir simpatía por las tres
hermanas Mora, en cambio detestaba a los espirituados de sexo masculino casi tanto
como a los curas. Por su parte, Clara andaba para todos lados con su hija pegada a sus
faldas, la incitaba a las sesiones de los viernes y la crió en estrecha familiaridad con las
ánimas, con los miembros de las sociedades secretas y con los artistas misérrimos a
quienes hacía de mecenas. Igual corno ella lo había hecho con su madre en tiempos de
la mudez, llevaba ahora a Blanca a ver a los pobres, cargada de regalos y consuelos.
-Esto sirve para tranquilizarnos la conciencia, hija-explicaba a Blanca-. Pero no
ayuda a los pobres. No necesitan caridad, sino justicia.
Era en ese punto donde tenía las peores discusiones con Esteban, que tenía otra
opinión al respecto.
-¡Justicia! ¿Es justo que todos tengan lo mismo? ¿Los flojos lo mismo que los
trabajadores? ¿Los tontos lo mismo que los inteligentes? ¡Eso no pasa ni con los
animales! No es cuestión de ricos y pobres, sino de fuertes y débiles. Estoy de acuerdo
en que todos debemos tener las mismas oportunidades, pero esa gente no hace
ningún esfuerzo. ¡Es muy fácil estirar la mano y pedir limosna! Yo creo en el esfuerzo y
en la recompensa. Gracias a esa filosofía he llegado a tener lo que tengo. Nunca he
pedido un favor a nadie y no he cometido ninguna deshonestidad, lo que prueba que
cualquiera puede hacerlo. Yo estaba destinado a ser un pobre infeliz escribiente de
notaría. Por eso no aceptaré ideas bolcheviques en mi casa. ¡Vayan a hacer caridad en
los conventillos, si quieren! Eso está muy bien: es bueno para la formación de las
señoritas. ¡Pero no me vengan con las mismas estupideces de Pedro Tercero García,
porque no lo voy a aguantar!
Era verdad, Pedro Tercero García estaba hablando de justicia en Las Tres Marías.
Era el único que se atrevía a desafiar al patrón, a pesar de las zurras que le había dado
su padre, Pedro Segundo García, cada vez que lo sorprendía. Desde muy joven el
muchacho hacía viajes sin permiso al pueblo para conseguir libros prestados, leer los
periódicos y conversar con el maestro de la escuela, un comunista ardiente a quien
años más tarde lo matarían de un balazo entre los ojos. También se escapaba en las
noches al bar de San Lucas donde se reunía con unos sindicalistas que tenían la manía
de componer el mundo entre sorbo y sorbo de cerveza, o con el gigantesco y magnífico
padre José Dulce María, un sacerdote español con la cabeza llena de ideas
revolucionarias que le valieron ser relegado por la Compañía de Jesús a aquel perdido
rincón del mundo, pero ni por eso renunció a transformar las parábolas bíblicas en
panfletos socialistas. El día que Esteban Trueba descubrió que el hijo de su
administrador estaba introduciendo literatura subversiva entre sus inquilinos, lo llamó
a su despacho y delante de su padre le dio una tunda de azotes con su fusta de cuero
de culebra.
-¡Éste es el primer aviso, mocoso de mierda! -le dijo sin levantar la voz y mirándolo
con ojos de fuego-. La próxima vez que te encuentre molestándome a la gente, te
meto preso. En mi propiedad no quiero revoltosos, porque aquí mando yo y tengo
derecho a rodearme de la gente que me gusta. Tú no me gustas, así es que ya sabes.
Te aguanto por tu padre, que me ha servido lealmente durante muchos años, pero
anda con cuidado, porque puedes acabar muy mal. ¡Retírate!
Pedro Tercero García era parecido a su padre, moreno, de facciones duras,
esculpidas en piedra, con grandes ojos tristes, pelo negro y tieso cortado como un
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cepillo. Tenía sólo dos amores, su padre y la hija del patrón, a quien amó desde el día
en que durmieron desnudos debajo de la mesa del comedor, en su tierna infancia. Y
Blanca no se libró de la misma fatalidad. Cada vez que iba de vacaciones al campo y
llegaba a Las Tres Marías en medio de la polvareda provocada por los coches cargados
con el tumultoso equipaje, sentía el corazón batiéndole como un tambor africano de
impaciencia y de ansiedad. Ella era la primera en saltar del vehículo y echar a correr
hacia la casa, y siempre encontraba a Pedro Tercero García en el mismo sitio donde se
vieron por primera vez, de pie en el umbral, medio oculto por la sombra de la puerta,
tímido y hosco, con sus pantalones raídos, descalzo, sus ojos de viejo escrutando el
camino para verla llegar. Los dos corrían, se abrazaban, se besaban, se reían, se
daban trompadas cariñosas y rodaban por el suelo tirándose de los pelos y gritando de
alegría.
-¡Párate, chiquilla! ¡Deja a ese rotoso! -chillaba la Nana procurando separarlos.
-Déjalos, Nana, son niños y se quieren -decía Clara, que sabía más.
Los niños escapaban corriendo, iban a esconderse para contarse todo lo que habían
acumulado durante esos meses de separación. Pedro le entregaba, avergonzado, unos
animalitos tallados que había hecho para ella en trozos de madera y a cambio Blanca
le daba los regalos que había juntado para él: un cortaplumas que se abría como una
flor, un pequeño imán que atraía por obra de magia los clavos roñosos del suelo. El
verano que ella llegó con parte del contenido del baúl de los libros mágicos del tío
Marcos, tenía alrededor de diez años y todavía Pedro Tercero leía con dificultad, pero la
curiosidad y el anhelo consiguieron lo que no había podido obtener la maestra a
varillazos. Pasaron el verano leyendo acostados entre las cañas del río, entre los pinos
del bosque, entre las espigas de los trigales, discutiendo las virtudes de Sandokan y
Robin Hood, la mala suerte del Pirata Negro, las historias verídicas y edificantes del
Tesoro de la juventud, el malicioso significado de las palabras prohibidas en el
diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, el sistema cardiovascular en
láminas, donde podían ver a un tipo sin pellejo, con todas sus venas y el corazón
expuestos a la vista, pero con calzones. En pocas semanas el niño aprendió a leer con
voracidad. Entraron en el mundo ancho y profundo de las historias imposibles, los
duendes, las hadas, los náufragos que se comen unos a otros después de echarlo a la
suerte, los tigres que se dejan amaestrar por amor, los inventos fascinantes, las
curiosidades geográficas y zoológicas, los países orientales donde hay genios en las
botellas, dragones en las cuevas y princesas prisioneras en las torres. A menudo iban a
visitar a Pedro García, el viejo, a quien el tiempo había gastado los sentidos. Se fue
quedando ciego paulatinamente, una película celeste le cubría las pupilas, «son las
nubes, que me están entrando por la vista», decía. Agradecía mucho las visitas de
Blanca y Pedro Tercero, que era su nieto, pero él ya lo había olvidado. Escuchaba los
cuentos que ellos seleccionaban de los libros mágicos y que tenían que gritarle al oído,
porque también decía que el viento le estaba entrando por las orejas y por eso estaba
sordo. A cambio, les enseñaba a inmunizarse contra las picadas de bichos malignos y
les demostraba la eficacia de su antídoto, poniéndose un alacrán vivo en el brazo. Les
enseñaba a buscar agua. Había que sujetar un palo seco con las dos manos y caminar
tocando el suelo, en silencio, pensando en el agua y la sed que tiene el palo, hasta que
de pronto, al sentir la humedad, el palo comenzaba a temblar. Allí había que cavar, les
decía el viejo, pero aclaraba que ése no era el sistema que él empleaba para ubicar los
pozos en el suelo de Las Tres Marías, porque él no necesitaba el palo. Sus huesos
tenían tanta sed, que al pasar por el agua subterránea, aunque fuera profunda, su
esqueleto se lo advertía. Les mostraba las yerbas del campo y los hacía olerlas,
gustarlas, acariciarlas, para conocer su perfume natural, su sabor y su textura y así
poder identificar a cada una según sus propiedades curativas: calmar la mente,
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expulsar los influjos diabólicos, pulir los ojos, fortificar el vientre, estimular la sangre.
En ese terreno su sabiduría era tan grande, que el médico del hospital de las monjas
iba a visitarlo para pedirle consejo. Sin embargo, toda su sabiduría no pudo curar la
lipiria calambre de su hija Pancha, que la despachó al otro mundo. Le dio de comer
boñiga de vaca y como eso no resultó, le dio bosta de caballo, la envolvió en mantas y
la hizo sudar el mal hasta que la dejó en los huesos, le dio fricciones de aguardiente
con pólvora por todo el cuerpo, pero fue inútil; Pancha se fue en una diarrea
interminable que le estrujó las carnes y la hizo padecer una sed insaciable. Vencido,
Pedro García pidió permiso al patrón para llevarla al pueblo en una carreta. Los dos
niños lo acompañaron. El médico del hospital de las monjas examinó cuidadosamente
a Pancha y dijo al viejo que estaba perdida, que si se la hubiera llevado antes y no le
hubiera provocado esa sudadera, habría podido hacer algo por ella, pero que ya su
cuerpo no podía retener ningún líquido y era igual que una planta con las raíces secas.
Pedro García se ofendió y siguió negando su fracaso aun cuando regresó con el
cadáver dé su hija envuelto en una manta, acompañado por los dos niños asustados, y
lo desembarcó en el patio de Las Tres Marías refunfuñando contra la ignorancia del
doctor. La enterraron en un sitio privilegiado en el pequeño cementerio junto a la
iglesia abandonada, al pie del volcán, porque ella había sido, en cierta forma, mujer
del patrón, pues le había dado el único hijo que llevó su nombre, aunque nunca llevó
su apellido, y un nieto, el extraño Esteban García, que estaba destinado a cumplir un
terrible papel en la historia de la familia.
Un día el viejo Pedro García les contó a Blanca y a Pedro Tercero el cuento de las
gallinas que se pusieron de acuerdo para enfrentar a un zorro que se metía todas las
noches en el gallinero para robar los huevos y devorarse los pollitos. Las gallinas
decidieron que ya estaban hartas de aguantar la prepotencia del zorro, lo esperaron
organizadas y cuando entró al gallinero, le cerraron el paso, lo rodearon y se le fueron
encima a picotazos hasta que lo dejaron más muerto que vivo.
-Y entonces se vio que el zorro escapaba con la cola entre las piernas, perseguido
por las gallinas -terminó el viejo.
Blanca se rió con la historia y dijo que eso era imposible, porque las gallinas nacen
estúpidas y débiles y los zorros nacen astutos y fuertes, pero Pedro Tercero no se rió.
Se quedó toda la tarde pensativo, rumiando el cuento del zorro y las gallinas, y tal vez
ése fue el instante en que el niño comenzó a hacerse hombre.
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Los amantes
Capítulo V
La infancia de Blanca transcurrió sin grandes sobresaltos, alternando aquellos
calientes veranos en Las Tres Marías, donde descubría la fuerza de un sentimiento que
crecía con ella, y la rutina de la capital, similar a la de otras niñas de su edad y su
medio, a pesar de que la presencia de Clara ponía una nota extravagante en su vida.
Todas las mañanas aparecía la Nana con el desayuno a sacudirle la modorra y vigilarle
el uniforme, estirarle los calcetines, ponerle el sombrero, los guantes y el pañuelo,
ordenar los libros en el bolsón, mientras intercalaba oraciones murmuradas por el alma
de los muertos, con recomendaciones en voz alta para que Blanca no se dejara
embaucar por las monjas.
-Esas mujeres son todas unas depravadas -le advertía- que eligen a las alumnas
más bonitas, más inteligentes y de buena familia, para meterlas al convento, afeitan la
cabeza a las novicias, pobrecitas, y las destinan a perder su vida haciendo tortas para
vender y cuidando viejitos ajenos.
El chofer llevaba a la niña al colegio, donde la primera actividad del día era la misa y
la comunión obligatoria. Arrodillada en su banco, Blanca aspiraba el intenso olor del
incienso y las azucenas de María, y padecía el suplicio combinado de las náuseas, la
culpa y el aburrimiento. Era lo único que no le gustaba del colegio. Amaba los altos
corredores de piedra, la limpieza inmaculada de los pisos de mármol, los blancos
muros desnudos, el Cristo de fierro que vigilaba la entrada. Era una criatura romántica
y sentimental, con tendencia a la soledad, de pocas amigas, capaz de emocionarse
hasta las lágrimas cuando florecían las rosas en el jardín, cuando aspiraba el tenue
olor a trapo y jabón de las monjas que se inclinaban sobre sus tareas, cuando se
quedaba rezagada para sentir el silencio triste de las aulas vacías. Pasaba por tímida y
melancólica. Sólo en el campo, con la piel dorada por el sol y la barriga llena de fruta
tibia, corriendocon Pedro Tercero por los potreros, era risueña y alegre. Su madre
decía que ésa era la verdadera Blanca y que la otra, la de la ciudad, era una Blanca en
hibernación.
Debido a la agitación constante que reinaba en la gran casa de la esquina, nadie,
excepto la Nana, se dio cuenta de que Blanca estaba convirtiéndose en una mujer.
Entró en la adolescencia de golpe. Había heredado de los Trueba la sangre española y
árabe, el porte señorial, el rictus soberbio, la piel aceitunada y los ojos oscuros de sus
genes mediterráneos, pero teñidos por la herencia de la madre, de quien sacó la
dulzura que ningún Trucha tuvo jamás. Era una criatura tranquila que se entretenía
sola, estudiaba, jugaba con sus muñecas y no manifestaba la menor inclinación natural
por el espiritismo de su madre o por las rabietas de su padre. La familia decía en tono
de chanza que ella era la única persona normal en varias generaciones y, en verdad,
parecía ser un prodigio de equilibrio y serenidad. Alrededor de los trece años comenzó
a desarrollársele el pecho, afinársele la cintura, adelgazó y estiró como una planta
abonada. La Nana le recogió el pelo en un moño, la acompañó a comprar su primer
corpiño, su primer par de medias de seda, su primer vestido de mujer y una colección
de toallas enanas para lo que ella llamaba la demostración. Entretanto su madre
seguía haciendo bailar las sillas por toda la casa, tocando Chopin con el piano cerrado
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y declamando los bellísimos versos sin rima, argumento ni lógica, de un poeta joven
que había acogido en la casa, de quien se comenzaba a hablar por todas partes, sin
enterarse de los cambios que se producían en su hija, sin ver el uniforme del colegio
con las costuras reventadas, ni darse cuenta que la cara de fruta se le había sutilmente
transformado en un rostro de mujer, porque Clara vivía tnás atenta del aura y los
fluidos, que de los kilos o los centímetros. Un día la vio entrar al costurero con su
vestido de salir y se extrañó de que aquella señorita alta y morena fuera su pequeña
Blanca. La abrazó, la llenó de besos y le. advirtió que pronto tendría la menstruación.
-Siéntese y le explico lo que es eso -dijo Clara.
-No se moleste, mamá, ya va a hacer un año que me viene todos los meses -se rió
Blanca.
La relación de ambas no sufrió grandes cambios con el desarrollo de la muchacha,
porque estaba basada en los sólidos principios de la total aceptación mutua y la
capacidad para burlarse juntas de casi todas las cosas de la vida.
Ese año el verano se anunció temprano con un calor seco y bochornoso que cubrió
la ciudad con una reverberación de mal sueño, por eso adelantaron en un par de
semanas el viaje a Las Tres Marías. Como todos los años, Blanca esperó ansiosamente
el momento de ver a Pedro Tercero y como todos los años, al bajarse del coche lo
primero que hizo fue buscarlo con la vista en el lugar de siempre. Descubrió su sombra
escondida en el umbral de la puerta y saltó del vehículo, precipitándose a su encuentro
con el ansia de tantos meses de soñar con él, pero vio, sorprendida, que el niño daba
media vuelta y escapaba.
Blanca anduvo toda la tarde recorriendo los lugares donde se reunían, preguntó por
él, lo llamó a gritos, lo buscó en la casa de Pedro García, el viejo, y; por último, al caer
la noche se acostó vencida, sin comer. En su enorme cama de bronce, dolida v
extrañada, hundió la cara en la almohada y lloró con desconsuelo. La Nana le llevó un
vaso de leche con miel y adivinó al instante la causa de su congoja.
-¡Me alegro! -dijo con una sonrisa torcida-. ¡Ya no tienes edad para jugar con ese
mocoso pulguiento!
Media hora más tarde entró su madre a besarla v la encontró sollozando los últimos
estertores de un llanto melodramático. Por un instante Clara dejó de ser un ángel
distraído y se colocó a la altura de los simples mortales que a los catorce años sufren
su primera pena de amor. Quiso indagar, pero Blanca era muy orgullosa o demasiado
mujer ya y no le dio explicaciones, de modo que Clara se limitó a sentarse un rato en
la cama y acariciarla hasta que se calmó.
Esa noche Blanca durmió mal y despertó al amanecer, rodeada por las sombras de
la amplia habitación. Se quedó mirando el artesonado del techo hasta que escuchó el
canto del gallo Y entonces se levantó, abrió las cortinas y dejó que entrara la suave luz
del alba v los primeros ruidos del mundo. Se acercó al espejo del armar¡o y se miró
detenidamente. Se quitó la camisa y observó su cuerpo por primera vez en detalle,
comprendiendo que todos esos cambios eran la causa de que su amigo hubiera huido.
Sonrió con urna nuera v delicada sonrisa de mujer. Se puso la ropa vieja del verano
pasado, que casi no le cruzaba, se arropó con una manta y salió de puntillas para no
despertar a la familia. Afuera el campo se sacudía la modorra de la noche y los
primeros rayos del sol cruzaban cono sablazos los picos de la cordillera, calentando la
tierra y evaporando el rocío en una fina espuma blanca que borraba los contornos de
las cosas y convertía el paisaje en una visión de ensueño. Blanca echó a andar en
dirección al río. Todo estaba todavía en calma, sus pisadas aplastaban las hojas caídas
y las ramas secas, produciendo un leve crepitar, único sonido en aquel vasto espacio
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dormido. Sintió que las alamedas imprecisas, los trigales dorados y los lejanos cerros
morados perdiéndose en el cielo translúcido de la mañana, eran un recuerdo antiguo
en su memoria, algo que había visto antes exactamente así y que ese instante ya lo
había vivido. La finísima llovizna de la noche había empapado la tierra y los árboles,
sintió la ropa ligeramente húmeda y los zapatos fríos. Respiró el perfume de la tierra
mojada, de las hojas podridas, del humus, que despertaba un placer desconocido en
sus sentidos.
Blanca llegó hasta el río y vio a su amigo de la infancia sentado en el sitio donde
tantas veces se habían dado cita. En ese año, Pedro Tercero no había crecido como
ella, sino que seguía siendo el mismo niño delgado, panzudo y moreno, con una sabia
expresión de anciano en sus ojos negros. Al verla, se puso de pie y ella calculó que
medía media cabeza más que él. Se miraron desconcertados, sintiendo por primera
vez que eran casi dos extraños. Por un tiempo que pareció infinito, se quedaron
inmóviles, acostumbrándose a los cambios y a las nuevas distancias, pero entonces
trinó un gorrión y todo volvió a ser como el verano anterior. Volvieron a ser dos niños
que corren, se abrazan y ríen, caen al suelo, se revuelcan, se estrellan contra los
guijarros murmurando sus nombres incansablemente, dichosos de estar juntos una vez
más. Por fin se calmaron. Ella tenía el pelo lleno de hojas secas, que él quitó una por
una.
-Ven, quiero mostrarte algo -dijo Pedro Tercero.
La llevó de la mano. Caminaron, saboreando aquel amanecer del mundo,
arrastrando los pies en el barro, recogiendo tallos tiernos para chuparles la savia
mirándose y sonriendo, sin hablar, hasta que llegaron a un potrero lejano. El sol
aparecía por encima del volcán, pero el día aún no terminaba de instalarse y la tierra
bostezaba. Pedro le indicó que se tirara al suelo y guardara silencio. Reptaron
acercándose a unos matorrales, dieron un corto rodeo y entonces Blanca la vio. Era
una hermosa yegua baya, dando a luz, sola en la colina. Los niños inmóviles,
procurando que no se oyera ni su respiración, la vieron jadear y esforzarse hasta que
apareció la cabeza del potrillo y luego, después de un largo tiempo, el resto del cuerpo.
El animalito cayó a tierra y la madre comenzó a lamerlo, dejándolo limpio y brillante
como madera encerada, animándolo con el hocico para que intentara pararse. El
potrillo trató de ponerse en pie, pero se le doblaban sus frágiles patas de recién nacido
y se quedó echado, mirando a su madre con aire desvalido, mientras ella relinchaba
saludando al sol de la mañana. Blanca sintió la felicidad estallando en su pecho y
brotando en lágrimas de sus ojos.
-Cuando sea grande, me voy a casar contigo y vamos a vivir aquí, en Las Tres
Marías -dijo en un susurro.
Pedro se la quedó mirando con expresión de viejo triste y negó con la cabeza. Era
todavía mucho más niño que ella, pero ya conocía su lugar en el mundo. También
sabía que amaría a aquella niña durante toda su existencia, que ese amanecer
perduraría en su recuerdo y que sería lo último que vería en el momento de morir.
Ese verano lo pasaron oscilando entre la infancia, que aún los retenía, y el despertar
del hombre y de la mujer. Por momentos corrían como criaturas, soliviantando gallinas
y alborotando vacas, se hartaban de leche tibia recién ordeñada y les quedaban
bigotes de espuma, se robaban el pan salido del horno, trepaban a los árboles para
construir casitas arbóreas. Otras veces se escondían en los lugares más secretos y
tupidos del bosque, hacían lechos de hoja y jugaban a que estaban casados,
acariciándose hasta la extenuación. No habían perdido la inocencia para quitarse la
ropa sin curiosidad y bañarse desnudos en el río, como lo habían hecho siempre,
zambulléndose en el agua fría y dejando que la corriente los arrastrara sobre las
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piedras lustrosas del fondo. Pero había cosas que ya no compartían como antes.
Aprendieron a tenerse vergüenza. Ya no competían para ver quién era capaz de hacer
el charco más grande de orina y Blanca no le habló de aquella materia oscura que le
manchaba los calzones una vez al mes. Sin que nadie se lo dijera, se dieron cuenta de
que no podían tener familiaridades delante de los demás. Cuando Blanca se ponía su
ropa de señorita y se sentaba en las tardes en la terraza a beber limonada con su
familia, Pedro Tercero la observaba de lejos, sin acercarse. Comenzaron a ocultarse
para sus juegos. Dejaron de andar tomados de la mano a la vista de los adultos y se
ignoraban para no atraer su atención. La Nana respiró más tranquila, pero Clara
empezó a observarlos más cuidadosamente.
Terminaron las vacaciones y los Trueba regresaron a la capital cargados de frascos
de dulces, compotas, cajones de fruta, quesos, gallinas y conejos en escabeche, cestos
con huevos. Mientras acomodaban todo en los coches que los llevarían al tren, Blanca
y Pedro Tercero se escondieron en el granero para despedirse. En esos tres meses
habían llegado a amarse con aquella pasión arrebatada que los trastornó durante el
resto de sus vidas. Con el tiempo ese amor se hizo más invulnerable y persistente,
pero ya entonces tenía la misma profundidad y certeza que lo caracterizó después.
Sobre una pila de grano, aspirando el aromático polvillo del granero en la luz dorada y
difusa de la mañana que se colaba entre las tablas, se besaron por todos lados, se
lamieron, se mordieron, se chuparon, sollozaron y bebieron las lágrimas de los dos, se
juraron eternidad y se pusieron de acuerdo en un código secreto que les serviría para
comunicarse durante los meses de separación.
Todos los que vivieron aquel momento, coinciden en que eran alrededor de las ocho
de la noche cuando apareció Férula, sin que nada presagiara su llegada. Todos
pudieron verla con su blusa almidonada, su manojo de llaves en la cintura y su moño
de solterona, tal como la habían visto siempre en la casa. Entró por la puerta del
comedor en el momento en que Esteban comenzaba a trinchar el asado y la
reconocieron inmediatamente, a pesar de que hacía seis años que no la veían y estaba
muy pálida y mucho más anciana. Era un sábado y los mellizos, Jaime y Nicolás,
habían salido del internado a pasar el fin de semana con su familia, de modo que
también estaban allí. Su testimonio es muy importante, porque eran los únicos
miembros de la familia que vivían alejados por completo de la mesa de tres patas,
preservados de la magia y el espiritismo por su rígido colegio inglés. Primero sintieron
un frío súbito en el comedor y Clara ordenó que cerraran las ventanas, porque pensó
que era una corriente de aire. Luego oyeron el tintineo de las llaves y casi enseguida
se abrió la puerta y apareció Férula, silenciosa y con una expresión lejana, en el mismo
instante en que entraba la Nana por la puerta de la cocina, con la fuente de la
ensalada. Esteban Trueba se quedó con el cuchillo y el tenedor de trinchar en el aire,
paralizado por la sorpresa, y los tres niños gritaron ¡tía Férula! casi al unísono. Blanca
alcanzó a pararse para ir a su encuentro, pero Clara, que se sentaba a su lado, estiró
la mano y la sujetó de un brazo. En realidad Clara fue la única que se dio cuenta a la
primera mirada de lo que estaba ocurriendo, debido a su larga familiaridad con los
asuntos sobrenaturales, a pesar de que nada en el aspecto de su cuñada delataba su
verdadero estado. Férula se detuvo a un metro de la mesa, los miró a todos con ojos
vacíos e indiferentes y luego avanzó hacia Clara, que se puso de pie, pero no hizo
ningún ademán de acercarse, sino que cerró los ojos y comenzó a respirar
agitadamente, como si estuviera incubando uno de sus ataques de asma. Férula se
acercó a ella, le puso una mano en cada hombro y la besó en la frente con un beso
breve. Lo único que se escuchaba en el comedor era la respiración jadeante de Clara y
el campanilleo metálico de las llaves en la cintura de Férula. Después de besar a su
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cuñada, Férula pasó por su lado y salió por donde mismo había entrado, cerrando la
puerta a sus espaldas con suavidad. En el comedor quedó la familia inmóvil, como en
una pesadilla. De pronto la Nana comenzó a temblar tan fuerte, que se le cayeron los
cucharones de la ensalada y el ruido de la plata al chocar contra el parquet los
sobresaltó a todos. Clara abrió los ojos. Seguía respirando con dificultad y le caían
lágrimas silenciosas por las mejillas y el cuello, manchándole la blusa.
-Férula ha muerto -anunció.
Esteban Trueba soltó los cubiertos de trinchar el asado sobre el mantel y salió
corriendo del comedor. Llegó hasta la calle llamando a su hermana, pero no encontró
ni rastro de ella. Entretanto Clara ordenó a un sirviente que fuera a buscar los abrigos
y cuando su esposo regresó, estaba colocándose el suyo y tenía las llaves del
automóvil en la mano.
-Vamos donde el padre Antonio -le dijo.
Hicieron el camino en silencio. Esteban conducía con el corazón oprimido, buscando
la antigua parroquia del padre Antonio en esos barrios de pobres donde hacía muchos
años que no ponía los pies. El sacerdote estaba pegando un botón a su raída sotana
cuando llegaron con la noticia de que Férula había muerto.
-¡No puede ser! -exclamó-. Yo estuve con ella hace dos días y estaba en buena
salud y con buen ánimo.
-Llévenos a su casa, padre, por favor -suplicó Clara-. Yo sé por qué se lo digo. Está
muerta.
Ante la insistencia de Clara, el padre Antonio los acompañó. Guió a Esteban por
unas calles estrechas hasta el domicilio de Férula. Durante esos años de soledad, ella
había vivido en uno de aquellos conventillos donde iba a rezar el rosario contra la
voluntad de los beneficiados en los tiempos de su juventud. Tuvieron que dejar el
coche a varias cuadras de distancia, porque las calles fueron haciéndose más y más
estrechas, hasta que comprendieron que estaban hechas para andar sólo a pie o en
bicicleta. Se internaron caminando, evitando los charcos de agua sucia que desbordaba
de las acequias, sorteando la basura apilada en montones donde los gatos escarbaban
como sombras sigilosas. El conventillo era un largo pasaje de casas ruinosas, todas
iguales, pequeñas y humildes viviendas de cemento, con una sola puerta y dos
ventanas, pintadas de parduzcos colores, desvencijadas, comidas por la humedad, con
alambres tendidos a través del pasaje, donde en el día se colgaba la ropa al sol, pero a
esa hora de la noche, vacíos, se mecían imperceptiblemente. En el centro de la
callejuela había un único pilón de agua para abastecer a todas las familias que vivían
allí y sólo dos faroles alumbraban el corredor entre las casas. El padre Antonio saludó a
una vieja que se hallaba junto al pilón de agua esperando que se llenara un balde con
el chorro miserable que salía del grifo.
-¿Ha visto a la señorita Férula? -preguntó.
-Debe estar en su casa, padre. No la he visto en los últimos días -dijo la vieja.
El padre Antonio señaló una de las viviendas, igual a las demás, triste, descascarada
y sucia, pero la única que tenía dos tarros colgando junto a la puerta donde crecían
unas pequeñas matas de cardenales, la flor del pobre. El sacerdote golpeó la puerta.
-¡Entren, no más! -gritó la vieja desde el pilón-. La señorita nunca pone llave en la
puerta. ¡Ahí no hay nada que robar!
Esteban Trueba abrió llamando a su hermana, pero no se atrevió a entrar. Clara fue
la primera en cruzar el umbral. Adentro estaba oscuro y les salió al encuentro el
inconfundible aroma de lavanda y de limón. El padre Antonio encendió un fósforo. La
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débil llama abrió un círculo de luz en la penumbra, pero antes que pudieran avanzar o
darse cuenta de qué los rodeaba, se apagó.
-Esperen aquí -dijo el cura-. Yo conozco la casa.
Avanzó a tientas y al rato encendió una vela. Su figura se destacó grotescamente y
vieron su rostro deformado por la luz que le daba desde abajo flotando a media altura,
mientras su gigantesca sombra bailoteaba contra las paredes. Clara describió esta
escena con minuciosidad en su diario, detallando con cuidado las dos habitaciones
oscuras, cuyos muros estaban manchados por la humedad, el pequeño baño sucio y
sin agua corriente, la cocina donde sólo quedaban sobras de pan viejo y un tarro con
un poco de té. El resto de la vivienda de Férula pareció a Clara congruente con la
pesadilla que había comenzado cuando su cuñada apareció en el comedor de la gran
casa de la esquina para despedirse. Le dio la impresión de ser la trastienda de un
vendedor de ropa usada o las bambalinas de una mísera compañía de teatro en gira.
De unos clavos en los muros colgaban trajes anticuados, boas de plumas, escuálidos
pedazos de piel, collares de piedras falsas, sombreros que habían dejado de usarse
hacía medio siglo, enaguas desteñidas con sus encajes raídos, vestidos que fueron
ostentosos y cuyo brillo ya no existía, inexplicables chaquetas de almirantes y casullas
de obispos, todo revuelto en una hermandad grotesca, donde anidaba el polvo de
años. Por el suelo había un trastorno de zapatos de raso, bolsos de debutante,
cinturones de bisutería, suspensores y hasta una flamante espada de cadete militar.
Vio pelucas tristes, potiches con afeites, frascos vacíos y un descomedimiento de
artículos imposibles sembrados por todos lados.
Una puerta estrecha separaba las únicas dos habitaciones. En el otro cuarto, yacía
Férula en su cama. Engalanada como reina austríaca, vestía un traje de terciopelo
apolillado, enaguas de tafetán amarillo y sobre su cabeza, firmemente encasquetada,
brillaba una increíble peluca rizada de cantante de ópera. Nadie estaba con ella, nadie
supo de su agonía y calcularon que hacía muchas horas que había muerto, porque los
ratones comenzaban ya a mordisquearle los pies y a devorarle los dedos. Estaba
magnífica en su desolación de reina y tenía en el rostro la expresión dulce y serena
que nunca tuvo en su existencia de pesadumbre.
-Le gustaba vestirse con ropa usada que conseguía de segunda mano o recogía en
los basurales, se pintaba y se ponía esas pelucas, pero nunca le hizo mal a nadie, por
el contrario, hasta el final de sus días rezaba el rosario para la salvación de los
pecadores -explicó el padre Antonio.
-Déjeme sola con ella -dijo Clara con firmeza.
Los dos hombres salieron al pasaje, donde ya comenzaban a juntarse los vecinos.
Clara se sacó el abrigo de lana blanca y se subió las mangas, se acercó a su cuñada, le
quitó con suavidad la peluca y vio que estaba casi calva, anciana y desvalida. La besó
en la frente tal como ella la había besado pocas horas antes en el comedor de su casa
y enseguida procedió, con toda calma, a improvisar los ritos de la muerte. La desnudó,
la lavó, la jabonó meticulosamente sin olvidar ningún resquicio, la friccionó con agua
de colonia, la empolvó, cepilló sus cuatro pelos amorosamente, la vistió con los más
estrafalarios y elegantes andrajos que encontró, le puso su peluca de soprano,
devolviéndole en la muerte esos infinitos servicios que le había prestado Férula en la
vida. Mientras trabajaba, luchando contra el asma, le iba contando de Blanca, que ya
era una señorita, de los mellizos, de la gran casa de la esquina, del campo «y si vieras
cómo te echamos de menos, cuñada, la falta que me haces para cuidar a esa familia,
ya sabes que yo no sirvo para las tareas de la casa, los muchachos están
insoportables, en cambio Blanca es una niña adorable, y las hortensias que tú
plantaste con tu propia mano en Las Tres Marías se han puesto maravillosas, hay
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algunas azules, porque puse monedas de cobre en la tierra de abono, para que
brotaran de ese color, es un secreto de la naturaleza, y cada vez que las coloco en los
floreros me acuerdo de ti, pero también me acuerdo de ti cuando no hay hortensias,
me acuerdo siempre, Férula, porque la verdad es que desde que te fuiste de mi lado
nunca más nadie me ha dado tanto amor».
Terminó de acomodarla, se quedó un rato hablándole y acariciándola y después
llamó a su marido y al padre Antonio, para que se ocuparan del entierro. En una caja
de galletas encontraron intactos los sobres con el dinero que Esteban había enviado
mensualmente a su hermana durante esos años. Clara se los dio al sacerdote para sus
obras piadosas, segura de que ése era el destino que Férula pensaba darles de todos
modos.
El cura se quedó con la muerta para que los ratones no le faltaran el respeto. Era
cerca de la medianoche cuando salieron. En la puerta se habían aglomerado los
vecinos del conventillo para comentar la noticia. Tuvieron que abrirse paso apartando a
los curiosos y espantando a los perros que olisqueaban entre la gente. Esteban se alejó
a grandes zancadas llevando a Clara del brazo casi a rastras, sin fijarse en el agua
sucia que salpicaba sus impecables pantalones grises del sastre inglés. Estaba furioso
porque su hermana, aún después de muerta, conseguía hacerlo sentirse culpable, igual
como cuando era un niño. Recordó su infancia, cuando lo rodeaba de sus oscuras
solicitudes, envolviéndolo en deudas de gratitud tan grandes, que en todos los días de
su vida no alcanzaría a pagarlas. Volvió a sufrir el sentimiento de indignidad que a
menudo lo atormentaba en su presencia y a detestar su espíritu de sacrificio, su
severidad, su vocación de pobreza y su inconmovible castidad, que él sentía como un
reproche de su naturaleza egoísta, sensual y ansiosa de poder. ¡Que te lleve el diablo,
maldita!, masculló, negándose a admitir, ni en lo más íntimo de su corazón, que su
mujer tampoco llegó a pertenecerle después que él echó a Férula de la casa.
-;Por qué vivía así, si le sobraba el dinero? -gritó Esteban.
-Porque le faltaba todo lo demás -replicó Clara dulcemente.
Durante los meses que estuvieron separados, Blanca y Pedro Tercero
intercambiaron por correo misivas inflamadas que él firmaba con nombre de mujer y
ella ocultaba apenas llegaban. La Nana logró interceptar una o dos, pero no sabía leer
y aunque hubiera sabido, el código secreto le impedía enterarse del contenido,
afortunadamente para ella, porque su corazón no lo hubiera resistido. Blanca pasó el
invierno tejiendo un chaleco de punto con lana de Escocia en la clase de labores del
colegio, pensando en las medidas del muchacho. En la noche dormía abrazada al
chaleco, aspirando el olor de la lana y soñando que era él quien dormía en su cama.
Pedro Tercero, a su vez, pasó el invierno componiendo canciones en la guitarra para
cantar a Blanca y tallando su imagen en cuanto trocito de madera caía en sus manos,
sin poder separar el recuerdo angélico de la muchacha con aquellas tormentas que le
hervían en la sangre, le ablandaban los huesos, le estaban haciendo cambiar la voz y
salir pelos en la cara. Se debatía inquieto entre las exigencias de su cuerpo, que se
estaba transformando en el de un hombre, y la dulzura de un sentimiento que todavía
estaba teñido por los juegos inocentes de la infancia. Ambos esperaron la llegada del
verano con una impaciencia dolorosa y finalmente, cuando éste llegó y volvieron a
encontrarse, el chaleco que había tejido Blanca no le entraba a Pedro Tercero por la
cabeza, porque en esos meses había dejado atrás la niñez y alcanzado sus
proporciones de hombre adulto, y las tiernas canciones de flores y amaneceres que él
había compuesto para ella, le sonaron ridículas, porque tenía el porte de una mujer y
sus urgencias.
La casa de los espíritus
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Pedro Tercero seguía siendo delgado, con cabello tieso y los ojos tristes, pero al
cambiar la voz adquirió una tonalidad ronca y apasionada con la que sería conocido
más tarde, cuando cantara a la revolución. Hablaba poco y era hosco y torpe en el
trato, pero tierno y delicado con las manos, tenía largos dedos de artista con los que
tallaba, arrancaba lamentos a las cuerdas de la guitarra y dibujaba con la misma
facilidad con que sujetaba las riendas de un caballo, blandía el hacha para cortar la
leña o guiaba el arado. Era el único en Las Tres Marías que hacía frente al patrón. Su
padre, Pedro Segundo, le dijo mil veces que no mirara al patrón a los ojos, que no le
contestara, que no se metiera con él y en su deseo de protegerlo llegó a darle
rotundas palizas para agacharle el moño. Pero el hijo era rebelde. A los diez años ya
sabía tanto como la maestra de la escuela de Las Tres Marías y a los doce insistía en
hacer el viaje al liceo del pueblo, a caballo o a pie, saliendo de su casita de ladrillos a
las cinco de la mañana, lloviera o tronara. Leyó y releyó mil veces los libros mágicos
de los baúles encantados del tío Marcos, y siguió alimentándose con otros que le
prestaban los sindicalistas del bar y el padre José Dulce María, quien también le
enseñó a cultivar su habilidad natural para versificar y a traducir en canciones sus
ideas.
-Hijo mío, la Santa Madre Iglesia está a la derecha, pero Jesucristo siempre estuvo a
la izquierda -le decía enigmáticamente, entre sorbo y sorbo de vino de misa con que
celebraba las visitas de Pedro Tercero.
Así fue como un día Esteban Trucha, que estaba descansando en la terraza después
del almuerzo, lo escuchó cantar algo de unas gallinas organizadas que se unían para
enfrentar al zorro y lo vencían. Lo llamó.
-Quiero oírte. ¡Canta, a ver! -le ordenó.
Pedro Tercero cogió la guitarra con gesto amoroso, acomodó la pierna en una silla y
rasgueó las cuerdas. Se quedó mirando fijamente al patrón mientras su voz de
terciopelo se elevaba apasionada en el sopor de la siesta. Esteban Trueba no era tonto
y comprendió el desafío.
-¡Ajá! Veo que la cosa más estúpida se puede decir cantando -gruñó-. ¡Aprende
mejor a cantar canciones de amor!
A mí me gusta, patrón. La unión hace la fuerza, como dice el padre José Dulce
María. Si las gallinas pueden hacerle frente al zorro, ¿qué queda para los humanos?
Y tomó su guitarra y salió arrastrando los pies sin que el otro discurriera qué decirle,
a pesar de que ya tenía la rabia a flor de labios y empezaba a subirle la tensión. Desde
ese día, Esteban Trueba lo tuvo en la mira, lo observaba, desconfiaba. Trató de
impedir que fuera al liceo inventándole tareas de hombre grande, pero el muchacho se
levantaba más temprano y se acostaba más tarde, para cumplirlas. Fue ese año que
Esteban lo azotó con la fusta delante de su padre porque llevó a los inquilinos las
novedades que andaban circulando entre los sindicalistas del pueblo, ideas de domingo
de asueto, de sueldo mínimo, de jubilación y servicio médico, de permiso maternal
para las mujeres preñadas, de votar sin presiones, y, lo más grave, la idea de una
organización campesina que pudiera enfrentarse a los patrones.
Ese verano, cuando Blanca fue a pasar las vacaciones a Las Tres Marías, estuvo a
punto de no reconocerlo, porque medía quince centímetros más y había dejado muy
atrás al niño vientrudo que compartió con ella todos los veranos de la infancia. Ella se
bajó del coche, se estiró la falda y por primera vez no corrió a abrazarlo, sino que le
hizo una inclinación de cabeza a modo de saludo, aunque con los ojos le dijo lo que los
demás no debían escuchar y que, por otra parte, ya le había dicho en su impúdica
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correspondencia en clave. La Nana observó la escena con el rabillo del ojo y sonrió
burlona. Al pasar frente a Pedro Tercero le hizo una mueca.
-Aprende, mocoso, a meterte con los de tu clase y no con señoritas -se burló entre
dientes.
Esa noche Blanca cenó con toda la familia en el comedor la cazuela de gallina con
que siempre los recibían en Las Tres Marías, sin que se vislumbrara en ella ninguna
ansiedad durante la prolongada sobremesa en que su padre bebía coñac y hablaba
sobre vacas importadas y minas de oro. Esperó que su madre diera la señal de
retirarse, luego se paró calmadamente, deseó las buenas noches a cada uno y se fue a
su habitación. Por primera vez en su vida, le puso llave a la puerta. Se sentó en la
cama sin quitarse la ropa y esperó en la oscuridad hasta que se acallaron las voces de
los mellizos alborotando en el cuarto del lado, los pasos de los sirvientes, las puertas,
los cerrojos, y la casa se acomodó, en el sueño. Entonces abrió la ventana y saltó,
cayendo sobre las matas de hortensias que mucho tiempo atrás había plantado su tía
Férula. La noche estaba clara, se oían los grillos y los sapos. Respiró profundamente y
el aire le llevó el olor dulzón de los duraznos que se secaban en el patio para las
conservas. Esperó que se acostumbraran sus ojos a la oscuridad y luego comenzó a
avanzar, pero no pudo seguir más lejos, porque oyó los ladridos furibundos de los
perros guardianes que soltaban en la noche. Eran cuatro mastines que se habían
criado amarrados con cadenas y que pasaban el día encerrados, a quienes ella nunca
había visto de cerca y sabía que no podrían reconocerla. Por un instante sintió que el
pánico la hacía perder la cabeza y estuvo a punto de echarse a gritar, pero entonces se
acordó que Pedro García, el viejo, le había dicho que los ladrones andan desnudos,
para que no los ataquen los perros. Sin vacilar se despojó de su ropa con toda la
rapidez que le permitieron sus nervios, se la puso bajo el brazo y siguió caminando con
paso tranquilo, rezando para que las bestias no le olieran el miedo. Los vio abalanzarse
ladrando y siguió adelante sin perder el ritmo de la marcha. Los perros se
aproximaron, gruñendo desconcertados, pero ella no se detuvo. Uno, más audaz que
los otros, se acercó a olerla. Recibió el vaho tibio de su aliento en la mitad de la
espalda, pero no le hizo caso. Siguieron gruñendo y ladrando por un tiempo, la
acompañaron un trecho y, por último, fastidiados, dieron media vuelta. Blanca suspiró
aliviada y se dio cuenta que estaba temblando y cubierta de sudor, tuvo que apoyarse
en un árbol y esperar hasta que pasara la fatiga que había puesto sus rodillas de lana.
Después se vistió a toda prisa y echó a correr en dirección al río.
Pedro Tercero la esperaba en el mismo sitio donde se habían juntado el verano
anterior y donde muchos años antes Esteban Trueba se había apoderado de la humilde
virginidad de Pancha García. Al ver al muchacho, Blanca enrojeció violentamente.
Durante los meses que habían estado separados, él se curtió en el duro oficio de
hacerse hombre y ella, en cambio, estuvo recluida entre las paredes de su hogar y del
colegio de monjas, preservada del roce de la vida, alimentando sueños románticos con
palillos de tejer y lana de Escocia, pero la imagen de sus sueños no coincidía con ese
joven alto que se acercaba murmurando su nombre. Pedro Tercero estiró la mano y le
tocó el cuello a la altura de la oreja. Blanca sintió algo caliente que le recorría los
huesos y le ablandaba las piernas, cerró los ojos y se abandonó. La atrajo con
suavidad y la rodeó con sus brazos, ella hundió la nariz en el pecho de ese hombre que
no conocía, tan diferente al niño flaco con quien se acariciaba hasta la extenuación
pocos meses antes. Aspiró su nuevo olor, se frotó contra su piel áspera, palpó ese
cuerpo enjuto y fuerte y sintió una grandiosa y completa paz que en nada se parecía a
la agitación que se había apoderado de él. Se buscaron con las lenguas, como lo
hacían antes, aunque parecía una caricia recién inventada, cayeron hincados
besándose con desesperación y luego rodaron sobre el blando lecho de tierra húmeda.
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Se descubrían por vez primera y no tenían nada que decirse. La luna recorrió todo el
horizonte, pero ellos no la vieron, porque estaban ocupados en explorar su más
profunda intimidad, metiéndose cada uno en el pellejo del otro, insaciablemente.
A partir de esa noche, Blanca y Pedro Tercero se encontraban siempre en el mismo
lugar a la misma hora. En el día ella bordaba, leía y pintaba insípidas acuarelas en los
alrededores de la casa, ante la mirada feliz de la Nana, que por fin podía dormir
tranquila. Clara, en cambio, presentía que algo extraño estaba ocurriendo, porque
podía ver un nuevo color en el aura de su hija y creía adivinar la causa. Pedro Tercero
hacía sus faenas habituales en el campo y no dejó de ir al pueblo a ver a sus amigos.
Al caer la noche estaba muerto de fatiga, pero la perspectiva de encontrarse con
Blanca le devolvía la fuerza. No en vano tenía quince años. Así pasaron todo el verano
y muchos años más tarde los dos recordarían esas noches vehementes como la mejor
época de sus vidas.
Entretanto, Jaime y Nicolás aprovechaban las vacaciones haciendo todas aquellas
cosas que estaban prohibidas en el internado británico, gritando hasta desgañitarse,
peleando con cualquier pretexto, convertidos en dos mocosos mugrientos,
zarrapastrosos, con las rodillas llenas de costras y la cabeza de piojos, hartos de fruta
tibia recién cosechada, de sol y de libertad. Salían al alba y no volvían a la casa hasta
el anochecer, ocupados en cazar conejos a pedradas, correr a caballo hasta perder el
aliento y espiar a las mujeres que jabonaban la ropa en el río.
Así transcurrieron =res años, hasta que el terremoto cambió las cosas. Al final de
esas vacaciones, los mellizos regresaron a la capital antes que el resto de la familia,
acompañados por la Nana, los sirvientes de la ciudad y gran parte del equipaje. Los
muchachos iban directamente al colegio mientras la Nana y los otros empleados
arreglaban la gran casa de la esquina para la llegada de los patrones.
Blanca se quedó con sus padres en el campo unos días más. Fue entonces cuando
Clara comenzó a tener pesadillas, a caminar sonámbula por los corredores y despertar
gritando. En el día andaba como idiotizada, viendo signos premonitorios en el
comportamiento de las bestias: que las gallinas no ponen su huevo diario, que las
vacas andan espantadas, que los perros aúllan a la muerte y salen las ratas, las arañas
y los gusanos de sus escondrijos, que los pájaros han abandonado los nidos y están
alejándose en bandadas, mientras sus pichones gritan de hambre en los árboles.
Miraba obsesivamente la tenue columna de humo blanco del volcán, escrutando los
cambios en el color del cielo. Blanca le preparó infusiones calientes y baños tibios y
Esteban recurrió a la antigua cajita de píldoras homeopáticas para tranquilizarla, pero
los sueños continuaron.
-¡La tierra va a temblar! -decía Clara, cada vez más pálida y agitada.
-¡Siempre tiembla, Clara, por Dios! -respondía Esteban.
-Esta vez será diferente. Habrá diez mil muertos.
-No hay tanta gente en todo el país -se burlaba él.
Comenzó el cataclismo a las cuatro de la madrugada. Clara despertó poco antes con
una pesadilla apocalíptica de caballos reventados, vacas arrebatadas por el mar, gente
reptando debajo de las piedras y cavernas abiertas en el suelo donde se hundían casas
enteras. Se levantó lívida de terror y corrió a la habitación de Blanca. Pero Blanca,
como todas las noches, había cerrado con llave su puerta y se había deslizado por la
ventana en dirección al río. Los últimas días antes de volver a la ciudad, la pasión del
verano adquiría características dramáticas, porque ante la inminencia de una nueva
separación, los jóvenes aprovechaban todos los momentos posibles para amarse con
La casa de los espíritus
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desenfreno. Pasaban la noche en el río, inmunes al frío o el cansancio, retozando con
la fuerza de la desesperación, y sólo al vislumbrar los primeros rayos del amanecer,
Blanca regresaba a la casa y entraba por la ventana a su cuarto, donde llegaba justo a
tiempo para oír cantar a los gallos. Clara llegó hasta la puerta de su hija y trató de
abrirla, pero estaba atrancada. Golpeó y como nadie respondió, salió corriendo, dio
media vuelta a la casa y entonces vio la ventana abierta de par en par y las hortensias
plantadas por Férula pisoteadas. En un instante comprendió la causa del color del aura
de Blanca, sus ojeras, su desgano y su silencio, su somnolencia matinal y sus
acuarelas vespertinas. En ese mismo momento comenzó el terremoto.
Clara sintió que el suelo se sacudía y no pudo sostenerse en pie. Cayó de rodillas.
Las tejas del techo se desprendieron y llovieron a su alrededor con un estrépito
ensordecedor. Vio la pared de adobe de la casa quebrarse como si un hachazo le
hubiera dado de frente, la tierra se abrió, tal como lo había visto en sus sueños, y una
enorme grieta fue apareciendo ante ella, sumergiendo a su paso los gallineros, las
artesas del lavado y parte del establo. El estanque de agua se ladeó y cayó al suelo
desparramando mil litros de agua sobre las gallinas sobrevivientes que aleteaban
desesperadas. A lo lejos, el volcán echaba fuego y humo como un dragón furioso. Los
perros se soltaron de las cadenas y corrieron enloquecidos, los caballos que escaparon
al derrumbe del establo, husmeaban el aire y relinchaban de terror antes de salir
desbocados a campo abierto, los álamos se tambalearon como borrachos y algunos
cayeron con las raíces al aire, despachurrando los nidos de los gorriones. Y lo
tremendo fue aquel rugido del fondo de la tierra, aquel resuello de gigante que se
sintió largamente, llenando el aire de espanto. Clara trató de arrastrarse hacia la casa
llamando a Blanca, pero los estertores del suelo se lo impidieron. Vio a los campesinos
que salían despavoridos de sus casas, clamando al cielo, abrazándose unos con otros,
a tirones con los niños, a patadas con los perros, a empujones con los viejos, tratando
de poner a salvo sus pobres pertenencias en ese estruendo de ladrillos y tejas que
salían de las entrañas mismas de la tierra, como un interminable rumor de fin de
mundo.
Esteban Trueba apareció en el umbral de la puerta en el mismo momento en que la
casa se partió como una cáscara de huevo y se derrumbó en una nube de polvo,
aplastándolo bajo una montaña de escombros. Clara reptó hasta allá llamándolo a
gritos, pero nadie respondió.
La primera sacudida del terremoto duró casi un minuto y fue la más fuerte que se
había registrado hasta esa fecha en ese país de catástrofes. Tiró al suelo casi todo lo
que estaba en pie y el resto terminó de desmoronarse con el rosario de temblores
menores que siguió estremeciendo el mundo hasta que amaneció. En Las Tres Marías
esperaron que saliera el sol para contar a los muertos y desenterrar a los sepultados
que aún gemían bajo los derrumbes, entre ellos a Esteban Trueba, que todos sabían
dónde estaba, pero nadie tenía esperanza de encontrar con vida. Se necesitaron cuatro
hombres al mando de Pedro Segundo, para remover el cerro de polvo, tejas y adobes
que lo cubría. Clara había abandonado su distracción angélica y ayudaba a quitar las
piedras con fuerza de hombre.
-¡Hay que sacarlo! ¡Está vivo y nos escucha! -aseguraba Clara y eso les daba ánimo
para continuar.
Con las primeras luces aparecieron Blanca y Pedro Tercero, intactos. Clara se fue
encima de su hija y le dio un par de bofetadas, pero luego la abrazó llorando, aliviada
por saberla a salvo y tenerla a su lado.
-¡Su padre está allí! -señaló Clara.
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Los muchachos se pusieron a la tarea con los demás y al cabo de una hora, cuando
ya había salido el sol en aquel universo de congoja, sacaron al patrón de su tumba.
Eran tantos sus huesos rotos, que no se podían contar, pero estaba vivo y tenía los
ojos abiertos.
-Hay que llevarlo al pueblo para que lo vean los médicos -dijo Pedro Segundo.
Estaban discutiendo cómo trasladarlo sin que los huesos se le salieran por todos
lados como de un saco roto, cuando llegó Pedro García, el viejo, que gracias a su
ceguera y su ancianidad, había soportado el terremoto sin conmoverse. Se agachó al
lado del herido y con gran cautela le recorrió el cuerpo, tanteándolo con sus manos,
mirando con sus dedos antiguos, hasta que no dejó resquicio sin contabilizar ni rotura
sin tener en cuenta.
-Si lo mueven, se muere -dictaminó.
Esteban Trueba no estaba inconsciente y lo oyó con toda claridad, se acordó de la
plaga de hormigas y decidió que el viejo era su única esperanza.
-Déjenlo, él sabe lo que hace-balbuceó.
Pedro García hizo traer una manta y entre su hijo y su nieto colocaron al patrón
sobre ella, lo alzaron con cuidado y lo acomodaron sobre una improvisada mesa que
habían armado al centro de lo que antes era el patio, pero ya no era más que un
pequeño claro en esa pesadilla de cascotes, de cadáveres de animales, de llantos de
niños, de gemidos de perros y oraciones de mujeres. Entre las ruinas rescataron un
odre de vino, que Pedro García distribuyó en tres partes, una para lavar el cuerpo del
herido, otra para dársela a tomar y otra que se bebió él parsimoniosamente antes de
comenzar a componerle los huesos, uno por uno, con paciencia y calma, estirando por
aquí, ajustando por allá, colocando cada uno en su sitio, entablillándolos,
envolviéndolos en tiras de sábanas para inmovilizarlos, mascullando letanías de santos
curanderos, invocando a la buena suerte y a la Virgen María, y soportando los gritos y
blasfemias de Esteban Trueba, sin cambiar para nada su beatífica expresión de ciego.
A tientas le reconstituyó el cuerpo tan bien, que los médicos que lo revisaron después
no podían creer que eso fuera posible.
-Yo ni siquiera lo habría intentado -reconoció el doctor Cuevas al enterarse.
Los destrozos del terremoto sumieron al país en un largo luto. No bastó a la tierra
con sacudirse hasta echarlo todo por el suelo, sino que el mar se retiró varias millas y
regresó en una sola gigantesca ola que puso barcos sobre las colinas, muy lejos de la
costa, se llevó caseríos, caminos y bestias y hundió más de un metro bajo el nivel del
agua a varias islas del Sur. Hubo edificios que cayeron como dinosaurios heridos, otros
se deshicieron como castillos de naipes, los muertos se contaban por millares y no
quedó familia que no tuviera alguien a quien llorar. El agua salada del mar arruinó las
cosechas, los incendios abatieron zonas enteras de ciudades y pueblos y por último
corrió la lava y cayó la ceniza como coronación del castigo, sobre las aldeas cercanas a
los volcanes. La gente dejó de dormir en sus casas, aterrorizada con la posibilidad de
que el cataclismo se repitiera, improvisaban carpas en lugares desiertos, dormían en
las plazas y en las calles. Los soldados tuvieron que hacerse cargo del desorden y
fusilaban sin más trámites a quien sorprendían robando, porque mientras los más
cristianos atestaban las iglesias clamando perdón por sus pecados y rogando a Dios
para que aplacara su ira, los ladrones recorrían los escombros y donde aparecía una
oreja con un zarcillo o un dedo con un anillo, los volaban de una cuchillada, sin
considerar que la víctima estuviera muerta o solamente aprisionada en el derrumbe.
Se desató un zafarrancho de gérmenes que provocó diversas pestes en todo el país. El
resto del mundo, demasiado ocupado en otra guerra, apenas se enteró de que la
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naturaleza se había vuelto loca en ese lejano lugar del planeta, pero así y todo llegaron
cargamentos de medicinas, frazadas, alimentos y materiales de construcción, que se
perdieron en los misteriosos vericuetos de la administración pública, hasta el punto de
que años después, todavía se podían comprar los guisos enlatados de Norteamérica y
la leche en polvo de Europa al precio de refinados manjares en los almacenes
exclusivos.
Esteban Trueba pasó cuatro meses envuelto en vendas, tieso de tablillas, parches y
garfios, en un atroz suplicio de picores e inmovilidad, devorado por la impaciencia. Su
carácter empeoró hasta que nadie lo pudo soportar. Clara se quedó en el campo para
cuidarlo y cuando se normalizaron las comunicaciones y se restauró el orden, enviaron
a Blanca interna a su colegio, porque su madre no podía hacerse cargo de ella.
En la capital, el terremoto sorprendió a la Nana en su cama y a pesar de que allí se
sintió menos que en el Sur, igual la mató el susto. La gran casa de la esquina crujió
como una nuez, se agrietaron sus paredes y la gran lámpara de lágrimas de cristal del
comedor cayó con un clamor de mil campanas, haciéndose añicos. Aparte de eso, lo
único grave fue la muerte de la Nana. Cuando pasó el terror del primer momento, los
sirvientes se dieron cuenta que la anciana no había salido huyendo a la calle con los
demás. Entraron a buscarla y la encontraron en su camastro, con los ojos desorbitados
y el poco pelo que le quedaba erizado de pavor. En el caos de esos días, no pudieron
darle un sepelio digno, como ella hubiera deseado, sino que tuvieron que enterrarla a
toda prisa, sin discursos ni lágrimas. No asistió a su funeral ninguno de los numerosos
hijos ajenos que ella con tanto amor crió.
El terremoto marcó un cambio tan importante en la vida de la familia Trueba, que a
partir de entonces dividieron los acontecimientos en antes y después de esa fecha. En
Las Tres Marías, Pedro Segundo García volvió a asumir el cargo de administrador, ante
la imposibilidad del patrón de moverse de su cama. Le tocó la tarea de organizar a los
trabajadores, devolver la calma y reconstruir la ruina en que se había convertido la
propiedad. Comenzaron por enterrar a sus muertos en el cementerio al pie del volcán,
que milagrosamente se había salvado del río de lava que descendió por las laderas del
cerro maldito. Las muevas tumbas dieron un aire festivo al humilde camposanto y
plantaron hileras de abedules para que dieran sombra a los que visitaban a sus
muertos. Reconstruyeron las casitas de ladrillo una por una, exactamente como eran
antes, los establos, la lechería y el granero y volvieron a preparar 1a tierra para las
siembras, agradecidos de que la lava y la ceniza hubieran caído para el otro lado,
salvando la propiedad. Pedro Tercero tuvo que renunciar a sus paseos al pueblo,
porque su padre lo requería a su lado. Lo secundaba de mal humor, haciéndole notar
que se partían el lomo por volver a poner en pie la riqueza del patrón, pero que ellos
seguían siendo tan pobres corno antes.
-Siempre ha sido así, hijo. Usted no puede cambiar la ley de Dios -le replicaba su
padre.
-Sí se puede cambiar, padre. Hay gente que lo está haciendo, pero aquí ni siquiera
sabemos las noticias. En el mundo están pasando cosas importantes -argüía Pedro
Tercero y le soltaba sin pausas el discurso del maestro comunista o del padre José
Dulce María. Pedro Segundo no respondía y continuaba trabajando sin vacilaciones.
Hacía la vista gorda cuando su hijo, aprovechando que la enfermedad del patrón había
relajado la vigilancia, rompía el cerco de censura e introducía en Las Tres Marías los
folletos prohibidos de los sindicalistas, los periódicos políticos del maestro y las
extrañas versiones bíblicas del cura español.
Por orden de Esteban Trucha, el administrador comenzó la reconstrucción de la casa
patronal siguiendo el mismo plano que tenía originalmente. Ni siquiera cambiaron los
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adobes de paja y barro cocido por modernos ladrillos, o modificaron el ancho de las
ventanas demasiado estrechas. La única mejora fue incorporar agua caliente en los
baños y cambiar la antigua cocina de leña por un artefacto a parafina al cual, sin
embargo, ninguna cocinera llegó a habituarse y terminó sus días relegado en el patio
para uso indiscriminado de las gallinas. Mientras se construía la casa, improvisaron un
refugio de tablas con techo de zinc, donde acomodaron a Esteban en su lecho de
inválido y desde allí, a través de una ventana, él podía observar los progresos de la
obra y gritar sus instrucciones, hirviendo de rabia por su forzada inmovilidad.
Clara cambió mucho en esos meses. Debió ponerse junto a Pedro Segundo García a
la tarea de salvar lo que pudiera ser salvado. Por primera vez en su vida se hizo cargo,
sin ninguna ayuda, de los asuntos materiales, porque ya no contaba con su marido,
con Férula o con la Nana. Despertó al fin de una larga infancia en la que había estado
siempre protegida, rodeada de cuidados, de comodidades y sin obligaciones. Esteban
Trucha adquirió la maña de que todo lo que comía le caía mal, excepto lo que cocinaba
ella, de modo que pasaba una buena parte del día metida en la cocina desplumando
gallinas para hacer sopitas de enfermo y amasando pan. Tuvo que hacer de enfermera,
lavarlo con una esponja, cambiarle los vendajes, quitarle la bacinilla. Él se puso cada
día más furibundo y despótico, le exigía ponme una almohada aquí, no, más arriba,
tráeme vino, no, te dije que quería vino blanco, abre la ventana, ciérrala, me duele
aquí, tengo hambre, tengo calor, ráscame la espalda, más abajo. Clara llegó a temerlo
mucho más que cuando era el hombre sano y fuerte que se introducía en la paz de su
vida con un olor a macho ansioso, su vozarrón de huracán, su guerra sin cuartel, su
prepotencia de gran señor, imponiendo su voluntad y estrellando sus caprichos contra
el delicado equilibrio que ella mantenía entre los espíritus del Más Allá y las almas
necesitadas del Más Acá. Llegó a detestarlo. Apenas soldaron los huesos y pudo
moverse un poco, le volvió a Esteban el deseo tormentoso de abrazarla y cada vez que
ella pasaba por su lado, le lanzaba un manotazo, confundiéndola en su perturbación de
enfermo con las robustas campesinas que en sus años mozos lo servían en la cocina y
en la cama. Clara sentía que ya no estaba para esos trotes. Las desgracias la habían
espiritualizado y la edad y la falta de amor por su marido, la habían llevado a
considerar el sexo como un pasatiempo algo brutal, que le dejaba adoloridas las
coyunturas y producía desorden en el mobiliario. En pocas horas, el terremoto la hizo
aterrizar en la violencia, la muerte y la vulgaridad y la puso en contacto con las
necesidades básicas, que antes había ignorado. De nada le sirvieron la mesa de tres
patas o la capacidad de adivinar el porvenir en las hojas del té, frente a la urgencia de
defender a los inquilinos de la peste y el desconcierto, a la tierra de la sequía y el
caracol, a las vacas de la fiebre aftosa, a las gallinas del moquillo, a la ropa de la
polilla, a sus hijos del abandono y a su esposo de la muerte y de su propia incontenible
ira. Clara estaba muy cansada. Se sentía sola y confundida y en los momentos de las
decisiones, al único que podía recurrir en busca de ayuda, era a Pedro Segundo García.
Ese hombre leal y silencioso, estaba siempre presente, al alcance de su voz, dando
algo de estabilidad al bamboleo borrascoso que había entrado en su vida. A menudo, al
final del día, Clara lo buscaba para ofrecerle una taza de té. Se sentaban en sillas de
mimbres bajo un alero, a esperar que llegara la noche a aliviar la tensión del día.
Miraban la oscuridad que caía suavemente y las primeras estrellas que comenzaban a
brillar en el cielo, oían croar a las ranas y se quedaban callados. Tenían muchas cosas
que hablar, muchos problemas que resolver, muchos acuerdos pendientes, pero ambos
comprendían que esta media hora en silencio era un premio merecido, sorbían su té
sin apurarse, para hacerlo durar, y cada uno pensaba en la vida del otro. Se conocían
desde hacía más de quince años, estaban cerca todos los veranos, pero en total habían
intercambiado muy pocas frases. Él había visto a la patrona como una luminosa
La casa de los espíritus
Isabel Allende
101
aparición estival, ajena a los afanes brutales de la vida, de una especie diferente a las
demás mujeres que había conocido. Incluso entonces, con las manos hundidas en la
masa o el delantal ensangrentado por la gallina del almuerzo, le parecía un espejismo
en la reverberación del día. Sólo al atardecer, en la calma de esos momentos que
compartían con sus tazas de té, podía verla en su dimensión humana. Secretamente le
había jurado lealtad y, como un adolescente, a veces fantaseaba con la idea de dar la
vida por ella. La apreciaba tanto como odiaba a Esteban Trueba.
Cuando fueron a colocarles el teléfono, a la casa le faltaba mucho para estar
habitable. Hacía cuatro años que Esteban Trucha luchaba por conseguirlo y se lo
fueron a poner justamente cuando no tenía ni un techo para protegerlo de la
intemperie. El artefacto no duró mucho, pero sirvió para llamar a los mellizos y
escucharles la voz como si estuvieran en otra galaxia, en medio de un ensordecedor
ronroneo y las interrupciones de la operadora del pueblo, que participaba en la
conversación. Por teléfono se enteraron de que Blanca estaba enferma y las monjas no
querían hacerse cargo de ella. La niña tenía una tos persistente y le daba fiebre con
frecuencia. El terror de la tuberculosis estaba presente en todos los hogares, porque
no había familia que no tuviera un tísico que lamentar, de modo que Clara decidió ir a
buscarla. El mismo día que Clara viajaba, Esteban Trueba destrozó el teléfono a
bastonazos, porque empezó a repicar y le gritó que ya iba, que se callara, pero el
aparato siguió sonando y él, en un arrebato de furia, le cayó encima a golpes,
dislocándose, de paso, la clavícula que a Pedro García, el viejo, tanto le había costado
remendar.
Era la primera vez que Clara viajaba sola. Había hecho el mismo trayecto por años,
pero siempre distraída, porque contaba con alguien que se hiciera cargo de los detalles
prosaicos, mientras ella soñaba observando el paisaje por la ventanilla. Pedro Segundo
García la llevó hasta la estación y la acomodó en el asiento del tren. Al despedirse, ella
se inclinó, lo besó ligeramente en una mejilla y sonrió. Él se llevó la mano a la cara
para proteger del viento aquel beso fugaz y no sonrió, porque lo había invadido la
tristeza.
Guiada por la intuición, más que por el conocimiento de las cosas o por la lógica,
Clara consiguió llegar hasta el colegio de su hija sin contratiempos. La Madre Superiora
la recibió en su escritorio espartano, con un Cristo enorme y sangrante en el muro y
un incongruente ramo de rosas rojas sobre la mesa.
-Hemos llamado al médico, señora Trueba -le dijo--. La niña no tiene nada en los
pulmones, pero es mejor que se la lleve, el campo le sentará bien. Nosotras no
podemos asumir esa responsabilidad, comprenda.
La monja tocó una campanilla y entró Blanca. Se veía más delgada y pálida, con
sombras violáceas bajo los ojos que habrían impresionado a cualquier madre, pero
Clara comprendió de inmediato que la enfermedad de su hija no era del cuerpo, sino
del alma. El horrendo uniforme gris la hacía ver mucho menor de lo que era, a pesar
de que sus formas de mujer rebasaban por las costuras. Blanca se sorprendió al ver a
su madre, a quien recordaba como un ángel vestido de blanco, alegre y distraído y que
en pocos meses se había convertido en una mujer eficiente, con las manos callosas y
dos profundas arrugas en las comisuras de la boca.
Fueron a ver a los mellizos al colegio. Era la primera vez que se encontraban
después del terremoto y tuvieron la sorpresa de comprobar que el único lugar del
territorio nacional que no había sido tocado por el cataclismo fue el viejo colegio,
donde lo ignoraron por completo. Allí los diez mil muertos pasaron sin pena ni gloria,
mientras ellos seguían cantando en inglés y jugando al cricket, conmovidos solamente
La casa de los espíritus
Isabel Allende
102
por las noticias que llegaban de Gran Bretaña con tres semanas de atraso. Extrañadas,
vieron que esos dos muchachos que llevaban sangre de moros y españoles en las
venas y que habían nacido en el último rincón de América, hablaban el castellano con
acento de Oxford y la única emoción que eran capaces de manifestar era la sorpresa,
levantando la ceja izquierda. No tenían nada en común con los dos rapaces
exuberantes y piojosos que pasaban el verano en el campo. «Espero que tanta flema
sajona no me los ponga idiotas», balbuceó Clara al despedirse de sus hijos.
La muerte de la Nana, que a pesar de sus años era la responsable de la gran casa
de la esquina en ausencia de los patrones, produjo el desbande de los sirvientes. Sin
vigilancia, abandonaron sus tareas y pasaban el día en una orgía de siesta y chismes,
mientras se secaban las plantas por falta de riego y se paseaban las arañas por los
rincones. El deterioro era tan evidente, que Clara decidió cerrar la casa y despedirlos a
todos. Después se dio con Blanca a la tarea de cubrir los muebles con sábanas y poner
naftalina por todos lados. Abrieron una por una las jaulas de los pájaros y el cielo se
llenó de caturras, canarios, jilgueros y cristofué, que revolotearon enceguecidos por la
libertad y finalmente emprendieron el vuelo en todas direcciones. Blanca notó que en
todos esos afanes, no apareció fantasma alguno detrás de las cortinas, no llegó ningún
rosacruz advertido por su sexto sentido, ni poeta hambriento llamado por la necesidad.
Su madre parecía haberse convertido en una señora común y silvestre.
-Usted ha cambiado mucho, mamá -observó Blanca.
-No soy yo, hija. Es el mundo que ha cambiado -respondió Clara.
Antes de irse fueron al cuarto de la Nana en el patio de los sirvientes. Clara abrió
sus cajones, sacó la maleta de cartón que usó la buena mujer durante medio siglo y
revisó su ropero. No había más que un poco de ropa, unas viejas alpargatas y cajas de
todos los tamaños, atadas con cintas y elásticos, donde ella guardaba estampitas de
primera comunión y de bautizo, mechones de pelo, uñas cortadas, retratos desteñidos
y algunos zapatitos de bebé gastados por el uso. Eran los recuerdos de todos los hijos
de la familia Del Valle y después de los Trueba, que pasaron por sus brazos y que ella
acunó en su pecho. Debajo de la cama encontró un atado con los disfraces que la Nana
usaba para espantarle la mudez. Sentada en el camastro, con esos tesoros en el
regazo, Clara lloró largamente a esa mujer que había dedicado su existencia a hacer
más cómoda la de otros y que murió sola.
-Después de tanto intentar asustarme a mí, fue ella la que se murió de susto
--observó Clara.
Hizo trasladar el cuerpo al mausoleo de los Del Valle, en el Cementerio Católico,
porque supuso que a ella no le gustaría estar enterrada con los evangélicos y los judíos
y hubiera preferido seguir en la muerte junto a aquellos que había servido en la vida.
Colocó un ramo de flores junto a la lápida y se fue con Blanca a la estación, para
regresar a Las Tres Marías.
Durante el viaje en el tren, Clara puso al día a su hija sobre las novedades de la
familia y la salud de su padre, esperando que Blanca le hiciera la única pregunta que
sabía que su hija deseaba hacer, pero Blanca no mencionó a Pedro Tercero García y
Clara tampoco se atrevió a hacerlo. Tenía la idea de que al poner nombre a los
problemas, éstos se materializan y ya no es posible ignorarlos; en cambio, si se
mantienen en el limbo de las palabras no dichas, pueden desaparecer solos, con el
transcurso del tiempo. En la estación las esperaba Pedro Segundo con el coche y
Blanca se sorprendió al oírlo silbar durante todo el trayecto hasta Las Tres Marías,
pues el administrador tenía faena de taciturno.
La casa de los espíritus
Isabel Allende
103
Encontraron a Esteban Trueba sentado en un sillón tapizado en felpa azul, al cual le
habían acomodado ruedas de bicicleta, en espera que llegara de la capital la silla de
ruedas que había encargado y que Clara traía en el equipaje. Dirigía con enérgicos
bastonazos e improperios los progresos de la casa, tan absorto, que las recibió con un
beso distraído y olvidó preguntar por la salud de su hija.
Esa noche comieron en una rústica mesa de tablas, alumbrados por una lámpara de
petróleo. Blanca vio a su madre servir la comida en platos de arcilla hechos
artesanalmente, tal como hacían los ladrillos, porque en el terremoto había perecido
toda la vajilla. Sin la Nana para dirigir los asuntos en la cocina, se habían simplificado
hasta la frugalidad y sólo compartieron una espesa sopa de lentejas, pan, queso y
dulce de membrillo, que era menos que lo que ella comía en el internado los viernes de
ayuno. Esteban decía que apenas pudiera pararse en sus dos piernas, iba a ir en
persona a la capital a comprar las cosas más finas y costosas para alhajar su casa,
porque ya estaba harto de vivir como un patán por culpa de la maldita naturaleza
histérica de ese país del carajo. De todo lo que se habló en la mesa, lo único que
Blanca retuvo fue que había despedido a Pedro Tercero García con orden de no volver
a pisar la propiedad, porque lo sorprendió llevando ideas comunistas a los campesinos.
La muchacha palideció al oírlo y se le cayó el contenido de la cuchara sobre el mantel.
Sólo Clara percibió su alteración, porque Esteban estaba enfrascado en su monólogo
de siempre sobre los mal nacidos que muerden la mano que les da de comer «¡y todo
por culpa de esos politicastros del demonio! Como ese nuevo candidato socialista, un
fantoche que se atreve a cruzar el país de Norte a Sur en su tren de pacotilla,
soliviantando a la gente de paz con su fanfarria bolchevique, pero más le vale que aquí
no se acerque, porque si se baja del tren, nosotros lo hacemos puré, ya estamos
preparados, no hay un solo patrón en toda la zona que no esté de acuerdo, no vamos
a permitir que vengan a predicar contra el trabajo honrado, el premio justo para el que
se esfuerza, la recompensa de los que salen adelante en la vida, no es posible que los
flojos tengan lo mismo que nosotros, que laboramos de sol a sol y sabemos invertir
nuestro capital, correr los riesgos, asumir las responsabilidades, porque si vamos al
grano, el cuento de que la tierra es de quien la trabaja, se les va a dar vuelta, porque
aquí el único que sabe trabajar soy yo, sin mí esto era una ruina y seguiría siéndolo, ni
Cristo dijo que hay que repartir el fruto de nuestro esfuerzo con los flojos y ese
mocoso de mierda, Pedro Tercero, se atreve a decirlo en mi propiedad, no le metí una
bala en la cabeza porque estimo mucho a su padre y en cierta forma le debo la vida a
su abuelo, pero ya le advertí que si lo veo merodeando por aquí lo hago papilla a
escopetazos».
Clara no había participado en la conversación. Estaba ocupada en poner y sacar las
cosas de la mesa y vigilar a su hija con el rabillo del ojo, pero al quitar la sopera con el
resto de las lentejas oyó las últimas palabras de la cantinela de su marido.
-No puedes impedir que el mundo cambie, Esteban. Si no es Pedro Tercero García,
será otro el que traiga las nuevas ideas a Las Tres Marías -dijo.
Esteban Trueba dio un bastonazo a .la sopera que su mujer tenía en las manos y la
lanzó lejos, desparramando su contenido por el suelo. Blanca se puso de pie
horrorizada. Era la primera vez que veía el mal humor de su padre dirigido contra
Clara y pensó que ella entraría en uno de sus trances lunáticos y echaría a volar por la
ventana, pero nada de eso ocurrió. Clara recogió los restos de la sopera rota con su
calma habitual, sin dar muestras de escuchar las palabrotas de marinero que escupía
Esteban. Esperó que terminara de rezongar, le dio las buenas noches con un beso tibio
en la mejilla y salió llevándose a Blanca de la mano.
La casa de los espíritus
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104
Blanca no perdió la tranquilidad por la ausencia de Pedro Tercero. Iba todos los días
al río y esperaba. Sabía que la noticia de su regreso al campo llegaría al muchacho
tarde o temprano y el llamado del amor lo alcanzaría dondequiera que estuviera. Así
fue, en efecto. Al quinto día vio llegar a un tipo zarrapastroso, cubierto con una manta
invernal y un sombrero de ala ancha, arrastrando un burro cargado de utensilios de
cocina, ollas de peltre, teteras de cobre, grandes marmitas de fierro esmaltado,
cucharones de todos los tamaños, con una sonajera de latas que anunciaba su paso
con diez minutos de anticipación. No lo reconoció. Parecía un anciano miserable, uno
de esos tristes viajeros que van por la provincia con su mercadería de puerta en
puerta. Se le paró al frente, se quitó el sombrero y entonces ella vio los hermosos ojos
negros brillando en el centro de una melena y una barba hirsutas. El burro se quedó
mordisqueando la yerba con su fastidio de ollas ruidosas, mientras Blanca y Pedro
Tercero saciaban el hambre y la sed acumulados en tantos meses de silencio y de
separación, rodando por las piedras y los matorrales y gimiendo como desesperados.
Después se quedaron abrazados entre las cañas de la orilla. Entre el zumzum de los
matapiojos y el croar de las ranas, ella le contó que se había puesto cáscaras de
plátano y papel secante en los zapatos para que le diera fiebre y había tragado tiza
molida hasta que le dio tos de verdad, para convencer a las monjas de que su
inapetencia y su palidez eran síntomas seguros de la tisis.
-¡Quería estar contigo! -dijo, besándolo en el cuello.
Pedro Tercero le habló de lo que estaba sucediendo en el mundo y en el país, de la
guerra lejana que tenía a media humanidad sumida en un destripadero de metralla,
una agonía de campo de concentración y un regadero de viudas y huérfanos, le habló
de los trabajadores en Europa y en Norteamérica, cuyos derechos eran respetados,
porque la mortandad de sindicalistas y socialistas de las décadas anteriores había
producido leyes más justas y repúblicas como Dios manda, donde los gobernantes no
roban la leche en polvo de los damnificados.
-Los últimos en darse cuenta de las cosas, somos siempre los campesinos, no nos
enteramos de lo que pasa en otros lados. A tu padre aquí lo odian. Pero le tienen tanto
miedo que no son capaces de organizarse para hacerle frente. ¿Entiendes, Blanca?
Ella entendía, pero en ese momento su único interés era aspirar su olor a grano
fresco, lamerle las orejas, hundir los dedos en esa barba tupida, oír sus gemidos
enamorados. También tenía miedo por él. Sabía que no solamente su padre le metería
la bala prometida en la cabeza, sino que cualquiera de los patrones de la región haría
lo mismo con gusto. Blanca le recordó a Pedro Tercero la historia del dirigente
socialista, que un par de años antes andaba recorriendo la región en bicicleta,
introduciendo panfletos en los fundos y organizando a los inquilinos, hasta que lo
atraparon los hermanos Sánchez, lo mataron a palos y lo colgaron de un poste del
telégrafo en el cruce de dos caminos, para que todos pudieran verlo. Allí estuvo un día
y una noche columpiándose contra el cielo, hasta que llegaron los gendarmes a caballo
y lo descolgaron. Para disimular, echaron la culpa a los indios de la reservación, a
pesar de que todo el mundo sabía que eran pacíficos y que si tenían miedo de matar
una gallina, con mayor razón lo tenían de matar a un hombre. Pero los hermanos
Sánchez lo desenterraron del cementerio y volvieron a exhibir el cadáver y esto ya era
demasiado para atribuir a los indios. Ni por eso la justicia se atrevió a intervenir y la
muerte del socialista fue rápidamente olvidada.
-Te pueden matar -suplicó Blanca abrazándolo.
-Me cuidaré -la tranquilizó Pedro Tercero-. No me quedaré mucho tiempo en el
mismo sitio. Por lo mismo no podré verte todos los días. Espérame en este mismo
lugar. Yo vendré cada vez que pueda.
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-Te quiero -dijo ella sollozando.
-Yo también.
Volvieron a abrazarse con el ardor insaciable propio de su edad, mientras el burro
seguía masticando la yerba.
Blanca se las arregló para no regresar al colegio, provocándose vómitos con
salmuera caliente, diarrea con ciruelas verdes y fatigas apretándose la cintura con una
cincha de caballo, hasta que adquirió fama de mala salud, que era justamente lo que
andaba buscando. Tan bien imitaba los síntomas de las más diversas enfermedades,
que hubiera podido engañar a una junta de médicos y ella misma llegó a convencerse
de que era muy enfermiza. Todas las mañanas, al despertar, hacía una revisión mental
de su organismo, para ver dónde le dolía y qué nuevo mal la aquejaba. Aprendió a
aprovechar cualquier circunstancia para sentirse enferma, desde un cambio en la
temperatura hasta el polen de las flores, y a convertir todo malestar menor en una
agonía. Clara era de opinión que lo mejor para la salud era tener las manos ocupadas,
así es que mantuvo a raya los malestares de su hija dándole trabajo. La muchacha
tenía que levantarse temprano, como todos los demás, bañarse en agua fría y
dedicarse a sus quehaceres, que incluían enseñar en la escuela, coser en el taller y
hacer todos los oficios de la enfermería, desde poner encinas hasta suturar heridas con
aguja e hilo del costurero, sin que le valieran de nada los desmayos a la vista de la
sangre, ni los sudores fríos cuando había que limpiar un vómito. Pedro García, el viejo,
que ya tenía cerca de noventa años y apenas arrastraba sus huesos, compartía la idea
de Clara de que las manos son para usarlas. Así fue como un día que Blanca andaba
lamentándose de una terrible jaqueca, la llamó y sin preámbulos le colocó una bola de
barro en la falda. Pasó la tarde enseñándole a moldear la arcilla para hacer cacharros
de cocina, sin que la muchacha se acordara de sus dolencias. El viejo no sabía que le
estaba dando a Blanca lo que más tarde sería su único medio de vida y su consuelo en
las horas más tristes. Le enseñó a mover el torno con el pie mientras hacía volar las
manos sobre el barro blando, para fabricar vasijas y cántaros. Pero muy pronto Blanca
descubrió que lo utilitario la aburría y que era mucho más entretenido hacer figuras de
animales y de personas. Con el tiempo se dedicó a fabricar un mundo en miniatura de
bestias domésticas y personajes dedicados a todos los oficios, carpinteros, lavanderas,
cocineras, todos con sus pequeñas herramientas y muebles.
-¡Eso no sirve para nada! -dijo Esteban Trucha cuando vio la obra de su hija.
-Busquémosle la utilidad -sugirió Clara.
Así surgió la idea de los Nacimientos. Blanca empezó a producir figuritas para el
pesebre navideño, no sólo los reyes magos y los pastores, sino una muchedumbre de
personas de la más diversa calaña y toda clase de animales, camellos y cebras del
África, iguanas de América y tigres del Asia, sin considerar para nada la zoología
propia de Belén. Después agregó animales que inventaba, pegando medio elefante con
la mitad de un cocodrilo, sin saber que estaba haciendo con barro lo mismo que su tía
Rosa, a quien no conoció, hacía con hilos de bordar en su gigantesco mantel, mientras
Clara especulaba
que si las locuras se repiten en la familia, debe ser que existe una memoria genética
que impide que se pierdan en el olvido. Los multitudinarios Nacimientos de Blanca se
convirtieron en una. curiosidad. Tuvo que entrenar a dos muchachas para que la
ayudaran, porque no daba abasto con los pedidos, ese año todo el mundo quería tener
uno para la noche de Navidad, especialmente porque eran gratis. Esteban Trucha
determinó que la manía del barro estaba bien como diversión de señorita, pero que si
La casa de los espíritus
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106
se convertía en un negocio, el nombre de los Trucha sería colocado junto a los de los
comerciantes que vendían clavos en las ferreterías y pescado frito en el mercado.
Los encuentros de Blanca y Pedro Tercero eran distanciados e irregulares, pero por
lo mismo más intensos. En esos años, ella se acostumbró al sobresalto y a la espera,
se resignó a la idea de que siempre se amarían a escondidas y dejó de alimentar el
sueño de casarse y vivir en una de las casitas de ladrillo de su padre. A menudo
pasaban semanas sin que supiera de él, pero de repente aparecía por el fundo un
cartero en bicicleta, un evangélico predicando con una Biblia en el sobaco, o un gitano
hablando en media lengua pagana, todos ellos tan inofensivos, que pasaban sin
levantar sospechas al ojo vigilante del patrón. Lo reconocía por sus negras pupilas. No
era la única: todos los inquilinos de Las Tres Marías y muchos campesinos de otros
fundos lo esperaban también. Desde que el joven era perseguido por los patrones,
ganó fama de héroe. Todos querían esconderlo por una noche, las mujeres le tejían
ponchos y calcetines para el invierno y los hombres le guardaban el mejor aguardiente
y el mejor charqui de la estación. Su padre, Pedro Segundo García, sospechaba que su
hijo violaba la prohibición de Trueba y adivinaba las huellas que dejaba a su paso.
Estaba dividido entre el amor por su hijo y su papel de guardián de la propiedad.
Además temía reconocerlo y que Esteban 7 rueba se lo leyera en la cara, pero sentía
una secreta alegría al atribuirle algunas de las cosas extrañas que estaban sucediendo
en el campo. Lo único que no se le pasó por la imaginación, fue que las visitas de su
hijo tuvieran algo que ver con los paseos de Blanca Trueba al río, porque esa
posibilidad no estaba en el orden natural del mundo. Nunca hablaba de su hijo,
excepto en el seno de su familia, pero se sentía orgulloso de él y prefería verlo
convertido en prófugo que uno más del montón, sembrando papas y cosechando
pobrezas como todos los demás. Cuando escuchaba canturrear algunas de las
canciones de gallinas y zorros, sonreía pensando que su hijo había conseguido más
adeptos con sus baladas subversivas que con los panfletos del Partido Socialista que
repartía incansablemente.
La casa de los espíritus
Isabel Allende
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La venganza
Capítulo VI
Año y medio después del terremoto, Las Tres Marías había vuelto a ser el fundo
modelo de antes. Estaba en pie la gran casa patronal igual a la original, pero más
sólida y con una instalación de agua caliente en los baños. El agua era como chocolate
claro y a veces hasta guarisapos aparecían, pero salía en un alegre y fuerte chorro. La
bomba alemana era tina maravilla. Yo circulaba por todas partes sin más apoyo que un
grueso bastón de plata, el mismo que tengo ahora y que mi nieta dice que no lo uso
por la cofera, sino para dar fuerza a mis palabras, blandiéndolo como un contundente
argumento. La larga enfermedad tnelló mi organismo y empeoró mi carácter.
Reconozco que al final ni Clara podía frenarme las rabietas. Otra persona habría
quedado inválida para siempre a raíz del accidente, pero a mí me ayudó la fuerza de la
desesperación. Pensaba en ini madre, sentada en su silla de ruedas pudriéndose en
vida, y eso me daba tenacidad para pararme y echar a andar, aunque fuera a punta de
maldiciones. Creo que la gente me tenía miedo. Hasta la misma Clara, que nunca
había temido mi mal genio, en parte porque yo me cuidaba mucho de dirigirlo contra
ella, andaba asustada. Verla temerosa de mí me ponía frenético.
Poco a poco Clara fue cambiando. Se veía cansada y noté que se alejaba de mí. Ya
no me tenía simpatía, mis dolores no le daban compasión sino fastidio, me di cuenta
que eludía mi presencia. Me atrevería a decir que en esa época se sentía más a gusto
ordeñando las vacas con Pedro Segundo que haciéndome compañía en el salón.
Mientras más distante estaba Clara, más grande era la necesidad que yo sentía de su
amor. No había disminuido el deseo que tuve de ella al casarme, quería poseerla
completamente, hasta su último pensamiento, pero aquella mujer diáfana pasaba por
mi lado como un soplo y aunque la sujetara a dos manos y la abrazara con brutalidad,
no podía aprisionarla. Su espíritu no estaba conmigo. Cuando me tuvo miedo, la vida
se nos convirtió en un purgatorio. En el día cada uno andaba ocupado en lo suyo. Los
dos teníamos mucho que hacer. Sólo nos encontrábamos a la hora de la comida y
entonces era yo el que hacía toda la conversación, porque ella parecía vagar en las
nubes. Hablaba muy poco y había perdido esa risa fresca y atrevida que fue lo primero
que me gustó en ella, ya no echaba para atrás la cabeza, riéndose con todos los
dientes. Apenas sonreía. Pensé que la edad y mi accidente nos estaban separando, que
estaba aburrida de la vida matrimonial, esas cosas ocurren en todas las parejas y yo
no era un amante delicado, de esos que regalan flores a cada rato y dicen cosas
bonitas. Pero intenté acercarme a ella. ¡Cómo lo intenté, Dios mío! Me aparecía en su
cuarto cuando estaba afanada en sus cuadernos de anotar la vida o en la mesa de tres
patas. Traté inclusive de compartir esos aspectos de su existencia, pero a ella no le
gustaba que leyeran sus cuadernos y mi presencia le cortaba la inspiración cuando
conversaba con sus espíritus, de modo que tuve que desistir. También abandoné el
propósito de establecer una buena relación con Blanca. Mi hija desde chica era rara y
nunca fue la niña cariñosa tierna que yo habría deseado. En realidad parecía un
quirquincho. Desde que me acuerdo fue arisca conmigo y no tuvo que superar el
complejo de Edipo, porque nunca lo tuvo. Pero ya era una señorita, parecía inteligente
y madura para su edad, estaba muy unida a su madre. Pensé que podría ayudarme y
La casa de los espíritus
Isabel Allende
108
traté de conquistarla como aliada, le hacía regalos, trataba de bromear con ella, pero
también me eludía. Ahora, que ya estoy muy viejo y puedo hablar de eso sin perder la
cabeza de rabia, creo que la culpa de todo la tuvo su amor por Pedro Tercero García.
Blanca era insobornable. Nunca pedía nada, hablaba menos que su madre y si yo la
obligaba a darme un beso de saludo, lo hacía de tan mala gana, que me dolía como
una bofetada. «Todo cambiará cuando regresemos a la capital y hagamos una vida
civilizada», decía yo entonces, pero ni Clara ni blanca demostraban el menor interés
por dejar Las Tres Marías, por el contrario, cada vez que yo mencionaba el asunto,
Blanca decía que la vida en el campo le había devuelto la salud, pero todavía no se
sentía fuerte, y Clara me recordaba que había mucho que hacer en el campo, que las
cosas no estaban como para dejarlas a medio hacer. Mi mujer no echaba de menos los
refinamientos a que había estado acostumbrada y el día que llegó a Las Tres Marías el
cargamento de muebles y artículos domésticos que encargué para sorprenderla, se
limitó a encontrarlo todo muy bonito. Yo mismo tuve que disponer dónde se colocarían
las cosas, porque a ella parecía no importarle en lo más mínimo. La nueva casa se
vistió con un lujo que nunca había tenido, ni siquiera en los esplendorosos días previos
a mi padre, que la arruinó. Llegaron grandes muebles coloniales de encina rubia y
nogal, tallados a mano, pesados tapices de lana, lámparas de fierro y cobre martillado.
Encargué a la capital una vajilla de porcelana inglesa pintada a mano, digna de una
embajada, cristalería, cuatro cajones atiborrados de adornos, sábanas y manteles de
hilo, una colección de discos de música clásica y frívola, con su moderna vitrola.
Cualquier mujer se habría encantado con todo eso y habría tenido ocupación para
varios meses organizando su casa, menos Clara, que era impermeable a esas cosas.
Se limitó a adiestrar un par de cocineras y a entrenar a unas muchachas, hijas de los
inquilinos, para que sirvieran en la casa, y apenas se vio libre de las cacerolas y la
escoba, regresó a sus cuadernos de anotar la vida y a sus cartas del tarot en los
momentos de ocio. Pasaba la mayor parte del día ocupada en el taller de costura, la
enfermería y la escuela. Yo la dejaba tranquila, porque esos quehaceres justificaban su
vida. Era una mujer caritativa y generosa, ansiosa por hacer felices a los que la
rodeaban, a todos menos a mí. Después del derrumbe reconstruimos la pulpería y por
darle gusto, suprimí el sistema de papelitos rosados y empecé a pagar a la gente con
billetes, porque. Clara decía que eso les permitía comprar en el pueblo y ahorrar. No
era cierto. Sólo servía para que los hombres hieran a emborracharse a la taberna de
San Lucas v las mujeres y los niños pasaran necesidades. Por ese tipo de cosas
peleábamos mucho. Los inquilinos eran la causa de todas nuestras discusiones. Bueno,
no todas. También discutíamos por la guerra mundial. Y> seguía los progresos de las
tropas nazis en un mapa que había puesto en la pared del salón, mientras Clara tejía
calcetines para los soldados aliados. Blanca se agarraba la cabeza a dos manos, sin
comprender la causa de nuestra pasión por una guerra que no tenía nada que ver con
nosotros y que estaba ocurriendo al otro lado del océano. Supongo que también
teníamos malentendidos por otros motivos. En realidad, muy pocas veces estábamos
de acuerdo en algo. No creo que la culpa de todo fuera mi mal genio, porque yo era un
buen marido, ni sombra del tarambana que había sido de soltero. Ella era la única
mujer para mí. Todavía lo es.
Un día Clara hizo poner un pestillo a la puerta de su habitación y no volvió a
aceptarme en su cama, excepto en aquellas ocasiones en que yo forzaba tanto la
situación, que negarse habría significado una ruptura definitiva. Primero pensé que
tenía alguno de esos misteriosos malestares que dan a las mujeres de vez en cuando,
o bien la menopausia, pero cuando el asunto se prolongó por varias semanas, decidí
hablar con ella. Me explicó con calma que nuestra relación matrimonial se había
deteriorado y por eso había perdido su buena disposición para los retozos carnales.
La casa de los espíritus
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Dedujo naturalmente que sí no teníamos nada que decirnos, tampoco podíamos
compartir la cama, y pareció sorprendida de que yo pasara todo el día rabiando contra
ella y en la noche quisiera sus caricias. Traté de hacerle ver que en ese sentido los
hombres y las mujeres somos algo diferentes y que la adoraba, a pesar de todas mis
mañas, pero fue inútil. En ese tiempo me mantenía más sano y más fuerte que ella, a
pesar de mi accidente y de que Clara era mucho menor. Con la edad yo había
adelgazado. No tenía ni un gramo de grasa en el cuerpo y guardaba la misma
resistencia y fortaleza de mi juventud. Podía pasarme todo el día cabalgando, dormir
tirado en cualquier parte, comer lo que fuera sin sentir la vesícula, el hígado y otros
órganos internos de los cuales la gente habla constantemente. Eso sí, me dolían los
huesos. En las tardes frías o en las noches húmedas el dolor de los huesos aplastados
en el terremoto era tan intenso, que mordía la almohada para que no se oyeran mis
gemidos. Cuando ya no podía más, me echaba un largo trago de aguardiente y dos
aspirinas al gaznate, pero eso no me aliviaba. Lo extraño es que mi sensualidad se
había hecho más selectiva con la edad, pero era casi tan inflamable como en mi
juventud. Me gustaba mirar a las mujeres, todavía me gusta. Es un placer estético,
casi espiritual. Pero sólo Clara despertaba en mí un deseo concreto e inmediato,
porque en nuestra larga vida en común habíamos aprendido a conocernos y cada uno
tenía en la punta de los dedos la geografía precisa del otro. Ella sabía dónde estaban
mis puntos más sensibles, podía decirme exactamente lo que necesitaba oír. A una
edad en la que la mayoría de los hombres está hastiado de su mujer y necesita el
estímulo de otras para encontrar la chispa del deseo, yo estaba convencido que sólo
con Clara podía hacer el amor como en los tiempos de la luna de miel,
incansablemente. No tenía la tentación de buscar a otras.
Recuerdo que empezaba a asediarla al caer la noche. En las tardes se sentaba a
escribir y yo fingía saborear mi pipa, pero en realidad la estaba espiando de reojo.
Apenas calculaba que iba a retirarse -porque empezaba a limpiar la pluma y cerrar los
cuadernos- me adelantaba. Me iba cojeando al baño, me acicalaba, me ponía una bata
de felpa episcopal que había comprado para seducirla, pero que ella nunca pareció
darse cuenta de su existencia, pegaba la oreja a la puerta y la esperaba. Cuando la
escuchaba avanzar por el corredor, le salía al asalto. Lo intenté todo, desde colmarla
de halagos y regalos, hasta amenazarla con echar la puerta abajo y molerla a
bastonazos, pero ninguna de esas alternativas resolvía el abismo que nos separaba.
Supongo que era inútil que yo tratara de hacerle olvidar con mis apremios amorosos
en la noche, el mal humor con que la agobiaba durante el día. Clara me eludía con ese
aire distraído que acabé por detestar. No puedo comprender lo que me atraía tanto de
ella. Era una mujer madura, sin ninguna coquetería, que arrastraba ligeramente los
pies y había perdido la alegría injustificada que la hacía tan atrayente en su juventud.
Clara no era seductora ni tierna conmigo. Estoy seguro que no me amaba. No había
razón para desearla en esa forma descomedida y brutal que me sumía en la
desesperación y el ridículo. Pero no podía evitarlo. Sus gestos menudos, su tenue olor
a ropa limpia y jabón, la luz de sus ojos, la gracia de su nuca delgada coronada por sus
rizos rebeldes, todo en ella me gustaba. Su fragilidad me producía una ternura
insoportable. Quería protegerla, abrazarla, hacerla reír como en los viejos tiempos,
volver a dormir con ella a mi lado, su cabeza en mi hombro, las piernas recogidas
debajo de las mías, tan pequeña y tibia, su mano en mi pecho, vulnerable y preciosa.
A veces me hacía el propósito de castigarla con una fingida indiferencia, pero al cabo
de unos días me daba por vencido, porque parecía mucho más tranquila y feliz cuando
yo la ignoraba. Taladré un agujero en la pared del baño para verla desnuda, pero eso
me ponía en tal estado de turbación, que preferí volver a tapiarlo con argamasa. Para
herirla, hice ostentación de ir al Farolito Rojo, pero su único comentario fue que eso
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era mejor que forzar a las campesinas, lo cual me sorprendió, porque no imaginé que
supiera de eso. En vista de su comentario, volví a intentar las violaciones, nada más
que para molestarla. Pude comprobar que el tiempo y el terremoto hicieron estragos
en mi virilidad y que ya no tenía fuerzas para rodear la cintura de una robusta
muchacha y alzarla sobre la grupa de mi caballo, y, mucho menos, quitarle la ropa a
zarpazos y penetrarla contra su voluntad. Estaba en la edad en que se necesita ayuda
y ternura para hacer el amor. Me había puesto viejo, carajo.
Él fue el único que se dio cuenta que se estaba achicando. Lo notó por la ropa. No
era simplemente que le sobrara en las costuras, sino que le quedaban largas las
mangas y las piernas de los pantalones. Pidió a Blanca que se la acomodara en la
máquina de coser, con el pretexto de que estaba adelgazando, pero se preguntaba
inquieto si Pedro García, el viejo, no le habría puesto al revés los huesos y por eso se
estaba encogiendo. No se lo dijo a nadie, igual como no habló nunca de sus dolores,
por una cuestión de orgullo.
Por esos días se preparaban las elecciones presidenciales. En una cena de políticos
conservadores en el pueblo, Esteban Trueba conoció al conde Jean de Satigny. Usaba
zapatos de cabritilla y chaquetas de lino crudo, no sudaba como los demás mortales y
olía a colonia inglesa, estaba siempre tostado por el hábito de meter una pelota a
través de un pequeño arco con un palo, a plena luz del mediodía y hablaba arrastrando
las últimas sílabas de las palabras y comiéndose las erres. Era el único hombre que
Esteban conocía, que se pusiera esmalte brillante en las uñas y se echara colirio azul
en los ojos. Tenía tarjetas de presentación con escudo de armas de su familia y
observaba todas las reglas conocidas de urbanidad y otras inventadas por él, como
comer las alcachofas con pinzas, lo cual provocaba estupefacción general. Los hombres
se burlaban a sus espaldas, pero pronto se vio que trataban de imitar su elegancia, sus
zapatos de cabritilla, su indiferencia y su aire civilizado. El título de conde lo colocaba
en un nivel diferente al de los otros emigrantes que habían llegado de Europa Central
huyendo de las pestes del siglo pasado, de España escapando de la guerra, del Medio
Oriente con sus negocios de turcos y armenios del Asia a vender su comida típica y sus
baratijas. El conde De Satigny no necesitaba ganarse la vida, como lo hizo saber a
todo el mundo. El negocio de las chinchillas era sólo un pasatiempo para él.
Esteban Trueba había visto las chinchillas merodeando por su propiedad. Las cazaba
a tiros, para que no le devoraran las siembras, pero no se le había ocurrido que esos
roedores insignificantes pudieran convertirse en abrigos de señora. Jean de Satigny
buscaba un socio que pusiera el capital, el trabajo, los criaderos y corriera con todos
los riesgos, para dividir las ganancias en un cincuenta por ciento. Esteban Trueba no
era aventurero en ningún aspecto de la vida, pero el conde francés tenía la gracia
alada y el ingenio que podían cautivarlo, por eso perdió muchas noches desvelado
estudiando la proposición de las chinchillas y sacando cuentas. Entretanto, monsieur
De Satigny, pasaba largas temporadas en Las Tres Marías, como invitado de honor.
Jugaba con su pelotita a pleno sol, bebía cantidades exorbitantes de jugo de melón sin
azúcar y rondaba delicadamente las cerámicas de Blanca. Llegó, incluso, a proponer a
la muchacha exportarlas a otros lugares donde había un mercado seguro para las
artesanías indígenas. Blanca trató de sacarlo de su error, explicándole que ella no tenía
nada de indio y que su obra tampoco, pero la barrera del lenguaje impidió que él
comprendiera su punto de vista. El conde fue una adquisición social para la familia
Trueba, porque desde el momento en que se instaló en su propiedad, les llovieron las
invitaciones de los fundos vecinos, a las reuniones con las autoridades políticas del
pueblo y a todos los acontecimientos culturales y sociales de la región. Todos querían
estar cerca del francés, con la esperanza de que algo de su distinción se contagiara,
La casa de los espíritus
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las jovencitas suspiraban al verlo y las madres lo anhelaban como yerno, disputándose
el honor de invitarlo. Los caballeros envidiaban la suerte de Esteban Trueba, que había
sido elegido para el negocio de las chinchillas. La única persona que no se deslumbró
por los encantos del francés y ni se maravilló por su forma de pelar una naranja con
cubiertos, sin tocarla con los dedos, dejando las cáscaras en forma de flor, o su
habilidad para citar a los poetas y filósofos franceses en su lengua natal, era Clara, que
cada vez que lo veía tenía que preguntarle su nombre y se desconcertaba cuando lo
encontraba en bata de seda camino al baño de su propia casa. Blanca, en cambio, se
divertía con él y agradecía la oportunidad de lucir sus mejores vestidos, peinarse con
esmero y arreglar la mesa con la vajilla inglesa y los candelabros de plata.
-Por lo menos nos saca de la barbarie -decía.
Esteban Trueba estaba menos impresionado por la burumballa del noble, que por las
chinchillas. Pensaba cómo diablos no se le había ocurrido la idea de curtirles el pellejo,
en vez de perder tantos años criando esas malditas gallinas que se morían de cualquier
diarrea de morondanga y esas vacas que por cada litro de leche que se les ordeñaba,
consumían una hectárea de forraje y una caja de vitaminas y además llenaban todo de
moscas y de mierda. Clara y Pedro Segundo García, en cambio, no compartían su
entusiasmo por los roedores, ella por razones humanitarias, puesto que le parecía
atroz criarlos para arrancarles el cuero, y él porque nunca había oído hablar de
criaderos de ratones.
Una noche el conde salió a fumar uno de sus cigarrillos orientales, especialmente
traídos del Líbano ¡vaya uno a saber dónde queda eso!, como decía Trueba, y a
respirar el perfume de las flores que subía en grandes bocanadas desde el jardín e
inundaba los cuartos. Paseó un poco por la terraza y midió con la vista la extensión de
parque que se extendía alrededor de la casa patronal. Suspiró, conmovido por aquella
naturaleza pródiga que podía reunir en el más olvidado país de la tierra todos los
climas de su invención, la cordillera y el mar, los valles y las cumbres más altas, ríos
de agua cristalina y una benigna fauna que permitía pasear con toda confianza, con la
certeza de que no aparecerían víboras venenosas o fieras hambrientas, y, para total
perfección, tampoco había negros rencorosos o indios salvajes. Estaba harto de
recorrer países exóticos detrás de negocios de aletas de tiburón para afrodisíacos,
ginseng para todos los males, figuras talladas por los esquimales, pirañas
embalsamadas del Amazonas y chinchillas para hacer abrigos de señora. Tenía treinta
y ocho años, al menos ésos confesaba, y sentía que por fin había encontrado el paraíso
en la tierra, donde podía montar empresas tranquilas con socios ingenuos. Se sentó en
un tronco a fumar en la oscuridad. De pronto vio una sombra agitarse y tuvo la idea
fugaz de que podía ser un ladrón, pero enseguida la desechó, porque los bandidos en
esas tierras estaban tan fuera de lugar como las bestias malignas. Se aproximó con
prudencia y entonces divisó a Blanca, que asomaba las piernas por la ventana y se
deslizaba como un gato por la pared, cayendo entre las hortensias sin el menor ruido.
Vestía de hombre, porque los perros ya la conocían y no necesitaba andar en cueros.
Jean de Satigny la vio alejarse buscando las sombras del alero de la casa y de los
árboles, pensó seguirla, pero tuvo miedo de los mastines y pensó que no había
necesidad de eso para saber dónde iba una muchacha que salta por una ventana en la
noche. Se sintió preocupado, porque lo que acababa de ver ponía en peligro sus
planes.
Al día siguiente, el conde pidió a Blanca Trueba en matrimonio. Esteban, que no
había tenido tiempo para conocer bien a su hija, confundió su plácida amabilidad y su
entusiasmo por colocar los candelabros de plata en la mesa, con amor. Se sintió muy
satisfecho de que su hija, tan aburrida y de mala salud, hubiera atrapado al galán más
solicitado de la región. «¿Qué habrá visto en ella?», se preguntó, extrañado. Manifestó
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al pretendiente que debía consultarlo con Blanca, pero que estaba seguro de que no
habría ningún inconveniente y que, por su parte, se adelantaba a darle la bienvenida a
la familia. Hizo llamar a su hija, que en ese momento estaba enseñando geografía en
la escuela, y se encerró con ella en su despacho. Cinco minutos después se abrió la
puerta violentamente y el conde vio salir a la joven con las mejillas arreboladas. Al
pasar por su lado le lanzó una mirada asesina y volteó la cara. Otro menos tenaz,
habría cogido sus valijas y se habría ido al único hotel del pueblo, pero el conde dijo a
Esteban que estaba seguro de conseguir el amor de la joven, siempre que le dieran
tiempo para ello. Esteban Trueba le ofreció que se quedara como huésped en Las Tres
Marías mientras lo considerara necesario. Blanca nada dijo, pero desde ese día dejó de
comer en la mesa con ellos y no perdió oportunidad de hacer sentir al francés que era
indeseable. Guardó sus vestidos de fiesta y los candelabros de plata y lo evitó
cuidadosamente. Anunció a su padre que si volvía a mencionar el asunto del
matrimonio regresaba a la capital en el primer tren que pasara por la estación y se iba
de novicia a su colegio.
-¡Ya cambiará de opinión! -rugió Esteban Trueba.
-Lo dudo -respondió ella.
Ese año la llegada de los mellizos a Las Tres Marías, fue un gran alivio. Llevaron una
ráfaga de frescura y bullicio al clima oprimente de la casa. Ninguno de los dos
hermanos supo apreciar los encantos del noble francés, a pesar de que él hizo
discretos esfuerzos por ganar la simpatía de los jóvenes. Jaime y Nicolás se burlaban
de sus modales, de sus zapatos de marica y su apellido extranjero, pero Jean de
Satigny nunca se molestó. Su buen humor terminó por desarmarlos y convivieron el
resto del verano amigablemente, llegando incluso a aliarse para sacar a Blanca del
emperramiento en que se había hundido.
-Ya tienes veinticuatro años, hermana. ¿Quieres quedarte para vestir santos?
-decían.
Procuraban entusiasmarla paras que se cortara el pelo y copiara los vestidos que
hacían furor en las revistas, pero ella no tenía ningún interés en esa moda exótica, que
no tenía la menor oportunidad de sobrevivir en la polvareda del campo.
Los mellizos eran tan diferentes entre sí, que no parecían hermanos. Jaime era alto,
fornido, tímido y estudioso. Obligado por la educación del internado, llegó a desarrollar
con los deportes una musculatura de atleta, pero en realidad consideraba que ésa era
una actividad agotadora e inútil. No podía comprender el entusiasmo de Jean de
Satigny por pasar la mañana persiguiendo una bola con un palo para meterla en un
hoyo, cuando era tanto más fácil colocarla con la mano. Tenía extrañas manías que
empezaron a manifestarse en esa época y que fueron acentuándose a lo largo de su
vida. No le gustaba que le respiraran cerca, que le dieran la mano, que le hicieran
preguntas personales, le pidieran libros prestados o le escribieran cartas. Esto
dificultaba su trato con la gente, pero no consiguió aislarlo, porque a los cinco minutos
de conocerlo saltaba a la vista que, a pesar de su actitud atrabiliaria, era generoso,
cándido y tenía una gran capacidad de ternura, que él procuraba inútilmente disimular,
porque lo avergonzaba. Se interesaba por los demás mucho más de lo que quería
admitir, era fácil conmoverlo. En Las Tres Marías los inquilinos lo llamaban «el
patroncito» y acudían a él cada vez que necesitaban algo. Jaime los escuchaba sin
comentarios, contestaba con monosílabos y terminaba dándoles la espalda, pero no
descansaba hasta solucionar el problema. Era huraño y su madre decía que ni siquiera
cuando era pequeño se dejaba acariciar. Desde niño tenía gestos extravagantes, era
capaz de quitarse la ropa que llevaba puesta para dársela a otro, como lo hizo en
varias oportunidades. El afecto y las emociones le parecían signos de inferioridad y
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sólo con los animales perdía las barreras de su exagerado pudor, se revolcaba por el
suelo con ellos, los acariciaba, les daba de comer en la boca y dormía abrazado con los
perros. Podía hacer lo mismo con los niños de muy corta edad, siempre que nadie
estuviera observando, porque frente a la gente prefería el papel de hombre recio y
solitario. La formación británica de doce años de colegio, no pudo desarrollar en él
spleen, que se consideraba el mejor atributo de un caballero. Era un sentimental
incorregible. Por eso se interesó en la política y decidió que no sería abogado, como su
padre le exigía, sino médico, para ayudar a los necesitados, como le sugirió su madre,
que le conocía mejor. Jaime había jugado con Pedro Tercero García durante toda su
infancia, pero fue ese año que aprendió a admirarlo. Blanca tuvo que sacrificar un par
dé encuentros en el río, para que los dos jóvenes se reunieran. Hablaban de justicia,
de igualdad, del movimiento campesino, del socialismo, mientras Blanca los escuchaba
con impaciencia, deseando que acabaran pronto para quedarse sola con su amante.
Esa amistad unió a los dos muchachos hasta la muerte, sin que Esteban Trueba lo
sospechara.
Nicolás era hermoso como una doncella. Heredó la delicadeza y la transparencia de
la piel de su madre, era pequeño, delgado, astuto y rápido como un zorro. De
inteligencia brillante, sin hacer ningún esfuerzo sobrepasaba a su hermano en todo lo
que emprendían juntos. Había inventado un juego para atormentarlo: le llevaba la
contra en cualquier tema y argumentaba con tanta habilidad y certeza, que terminaba
por convencer a Jaime que estaba equivocado, obligándolo a admitir su error.
-¿Estás seguro de que yo tengo la razón? -decía finalmente Nicolás a su hermano.
-Sí, tienes razón -gruñía Jaime, cuya rectitud le impedía discutir de mala fe.
-¡Ah! Me alegro -exclamaba Nicolás-. Ahora yo te voy a demostrar que el que tiene
la razón eres tú y el equivocado soy yo. Te voy a dar los argumentos que tú tenías que
haberme dado, si fueras inteligente.
Jaime perdía la paciencia y le caía a golpes, pero enseguida se arrepentía, porque
era mucho más fuerte que su hermano y su propia fuerza lo hacía sentirse culpable. En
el colegio, Nicolás usaba su ingenio para molestar a los demás y cuando se veía
obligado a enfrentar una situación de violencia, llamaba a su hermano para que lo
defendiera mientras él lo animaba desde atrás. Jaime se acostumbró a dar la cara por
Nicolás y llegó a parecerle natural ser castigado en su lugar, hacer sus tareas y tapar
sus mentiras. El principal interés de Nicolás en ese período de su juventud aparte de
las mujeres, fue desarrollar la habilidad de Clara para adivinar el futuro. Compraba
libros sobre sociedades secretas, de horóscopos y de todo lo que tuviera características
sobrenaturales. Ese año le dio por desenmascarar milagros, se compró Las Vidas de
Los Santos en edición popular y pasó el verano buscando explicaciones pedestres a las
más fantásticas proezas de orden espiritual. Su madre se burlaba de él.
-Si no puedes entender cómo funciona el teléfono, hijo -decía Clara-, ¿cómo quieres
comprender los milagros?
El interés de Nicolás por los asuntos sobrenaturales comenzó a manifestarse un par
de años antes. Los Fines de semana que podía salir del internado, iba a visitar a las
tres hermanas Mora en su viejo molino, para aprender ciencias ocultas. Pero pronto se
vio que no tenía ninguna disposición natural para la clarividencia o la telequinesia, de
modo que tuvo que conformarse con la mecánica de las cartas astrológicas, el tarot y
los palitos chinos. Como una cosa trae a la otra, conoció en casa de las Mora a una
hermosa joven de nombre Amanda, algo mayor que él, que lo inició en la meditación
yoga y en la acupuntura, ciencias con las cuales Nicolás llegó a curar el reuma y otras
dolencias menores, que era más de lo que conseguiría su hermano con la medicina
tradicional, después de siete años de estudio. Pero todo eso fue mucho después. Ese
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verano tenía veintiún años y se aburría en el campo. Su hermano lo vigilaba
estrechamente, para que no molestara a las muchachas, porque se había
autodesignado defensor de la virtud de las doncellas de Las Tres Marías, a pesar de lo
cual Nicolás se las arregló para seducir a casi todas las adolescentes de la zona, con
artes de galantería que jamás se habían visto por aquellos lugares. El resto del tiempo
lo pasaba investigando milagros, tratando de aprender los trucos de su madre para
mover el salero con la fuerza de la mente, y escribiendo versos apasionados a
Amanda, que se los devolvía por correo, corregidos y mejorados, sin que ello lograra
desanimar al joven.
Pedro García, el viejo, murió poco antes de las elecciones presidenciales. El país
estaba convulsionado por las campañas políticas, los trenes de triunfo cruzaban de
Norte a Sur llevando a los candidatos asomados en la cola, con su corte de
proselitistas, saludando todos del mismo modo, prometiendo todos las mismas cosas,
embanderados y con una sonajera de orfeón y altoparlantes que espantaba la quietud
del paisaje y pasmaba al ganado. El viejo había vivido tanto, que ya no era más que
un montón de huesitos de cristal cubiertos por un pellejo amarillo. Su rostro era un
encaje de arrugas. Cloqueaba al caminar, con un tintineo de castañuelas, no tenía
dientes y sólo podía comer papilla de bebé, además de ciego se había quedado sordo,
pero nunca le falló el reconocimiento de las cosas y la memoria del pasado y de lo
inmediato. Murió sentado en su silla de mimbre al atardecer. Le gustaba colocarse en
el umbral de su rancho a sentir caer la tarde, que la adivinaba por el cambio sutil de la
temperatura, por los sonidos del patio, el afán de las cocinas, el silencio de las gallinas.
Allí lo encontró la muerte. A sus pies, estaba su bisnieto Esteban García, que ya tenía
alrededor de diez años, ocupado en ensartar los ojos a un pollo con un clavo. Era hijo
de Esteban García, el único bastardo del patrón que llevó su nombre, aunque no su
apellido. Nadie recordaba su origen ni la razón por la cual llevaba ese nombre, excepto
él mismo, porque su abuela, Pancha García, antes de morir alcanzó a envenenar su
infancia con el cuento de que si su padre hubiera nacido en el lugar de Blanca, Jaime o
Nicolás, habría heredado Las Tres Marías y podría haber llegado a Presidente de la
República, de haberlo querido. En aquella región sembrada de hijos ilegítimos y de
otros legítimos que no conocían a su padre, él fue probablemente el único que creció
odiando su apellido. Vivió castigado por el rencor contra el patrón, contra su abuela
seducida, contra su padre bastardo y contra su propio inexorable destino de patán.
Esteban Trueba no lo distinguía entre los demás chiquillos de la propiedad, era uno
más del montón de criaturas que cantaban el himno nacional en la escuela y hacían
cola para su regalo de Navidad. No se acordaba de Pancha García ni de haber tenido
un hijo con ella, y mucho menos de aquel nieto taimado que lo odiaba, pero que lo
observaba de lejos para imitar sus gestos y copiar su voz. El niño se desvelaba en la
noche imaginando horribles enfermedades o accidentes que ponían fin a la existencia
del patrón y todos sus hijos, para que él pudiera heredar la propiedad. Entonces
transformaba Las Tres Marías en su reino. Esas fantasías las acarició toda su vida, aun
después de saber que jamás obtendría nada por vía de la herencia. Siempre reprochó
a Trueba la existencia oscura que forjó para él y se sintió castigado, inclusive en los
días en que llegó a la cima del poder y los tuvo a todos en su puño.
El niño se dio cuenta que algo había cambiado en el anciano. Sé acercó, lo tocó y el
cuerpo se tambaleó. Pedro García cayó al suelo como una bolsa de huesos. Tenía las
pupilas cubiertas por la película lechosa que las fue dejando sin luz a lo largo de un
cuarto de siglo. Esteban García tomó el clavo y se disponía a pincharle los ojos, cuando
llegó Blanca y lo apartó de un empujón, sin sospechar que esa criatura hosca y
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malvada era su sobrino y que dentro de algunos años sería el instrumento de una
tragedia para su familia.
-Dios mío, se murió el viejecito -sollozó inclinándose sobre el cuerpo jibarizado del
anciano que pobló su infancia de cuentos y protegió sus amores clandestinos.
A Pedro García, el viejo, lo enterraron con un velorio de tres días en el que Esteban
Trucha ordenó que no se escatimara el gasto. Acomodaron su cuerpo en un cajón de
pino rústico, con su traje dominguero, el mismo que usó cuando se casó y que se
ponía para votar y recibir sus cincuenta pesos en Navidad. Le pusieron su única camisa
blanca, que le quedaba muy holgada en el cuello, porque la edad lo había encogido, su
corbata de luto y un clavel rojo en el ojal, como siempre que se enfiestaba. Le
sujetaron la mandíbula con un pañuelo y le colocaron su sombrero negro, porque había
dicho muchas veces, que quería quitárselo para saludar a Dios. No tenía zapatos, pero
Clara sustrajo unos de Esteban Trucha, para que todos vieran que no iba descalzo al
Paraíso.
Jean de Satigny se entusiasmó con el funeral, extrajo de su equipaje una máquina
fotográfica con trípode y tomó tantos retratos al muerto, que sus familiares pensaron
que le podía robar el alma ,v, por precaución, destrozaron las placas. Al velatorio
acudieron campesinos de toda la región, porque Pedro García, en su siglo de vida
estaba emparentado con muchos paisanos de provincia. Llegó la meica, que era aún
más anciana que él, con varios indios de su tribu, que a una orden suya comenzaron a
llorar al finado y no dejaron de hacerlo hasta que terminó la parranda tres días
después. La gente se juntó alrededor del rancho del viejo a beber vino, tocar la
guitarra y vigilar los asados. También llegaron dos curas en bicicleta, a bendecir los
restos mortales de Pedro García y a dirigir los ritos fúnebres. Uno de ellos era un
gigante rubicundo con fuerte acento español, el padre José Dulce María, a quien
Esteban Trucha conocía de nombre. Estuvo a punto de impedirle la entrada a su
propiedad, pero Clara lo convenció de que no era el momento de anteponer sus odios
políticos al fervor cristiano de los campesinos. «Por lo menos pondrá algo de orden en
los asuntos del alma», dijo ella. De modo que Esteban Trueba terminó por darle la
bienvenida e invitarlo a que se quedara en su casa con el hermano lego, que no abría
la boca y miraba siempre al suelo, con la cabeza ladeada y las manos juntas. El patrón
estaba conmovido por la muerte del viejo que le había salvado las siembras de las
hormigas y la vida de yapa, y quería que todos recordaran ese entierro como un
acontecimiento.
Los curas reunieron a los inquilinos y visitantes en la escuela, para repasar los
olvidados evangelios y decir una misa por el descanso del alma de Pedro García.
Después se retiraron a la habitación que se les había destinado en la casa patronal,
mientras los demás continuaban la juerga que había sido interrumpida por su llegada.
Esa noche Blanca esperó que se callaran las guitarras y el llanto de los indios y que
todos se fueran a la cama, para saltar por la ventana de su habitación y enfilar en la
dirección habitual, amparada por las sombras. Volvió a hacerlo durante las tres noches
siguientes, hasta que los sacerdotes se fueron. 'Iodos, menos sus padres, se enteraron
de que Blanca se juntaba con uno de ellos en el río. Era Pedro Tercero García, que no
quiso perderse el funeral de su abuelo y aprovechó la sotana prestada para arengar a
los trabajadores casa por casa, explicándoles que las próximas elecciones eran su
oportunidad de sacudir el yugo en que habían vivido siempre. Lo escuchaban
sorprendidos y confusos. Su tiempo se medía por estaciones, sus pensamientos por
generaciones, eran lentos y prudentes. Sólo los más jóvenes, los que tenían radio y
oían las noticias, los que a veces iban al pueblo y conversaban con los sindicalistas,
podían seguir el hilo de sus ideas. Los demás lo escuchaban porque el muchacho era el
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héroe perseguido por los patrones, pero en el fondo estaban convencidos de que
hablaba tonterías.
-Si el patrón descubre que vamos a votar por los socialistas, nos jodimos -dijeron.
-¡No puede saberlo! El voto es secreto -alegó el falso cura.
-Eso cree usted, hijo -respondió Pedro Segundo, su padre-. Dicen que es secreto,
pero después siempre saben por quién votamos. Además, si ganan los de su partido,
nos van a echar a la calle, no tendremos trabajo. Yo he vivido siempre aquí. ¿Qué
haría?
-¡No pueden echarlos a todos, porque el patrón pierde más que ustedes si se van!
-arguyó Pedro Tercero.
-No importa por quién votemos, siempre ganan ellos.
-Cambian los votos -dijo Blanca, que asistía a la reunión sentada entre los
campesinos.
-Esta vez no podrán -dijo Pedro Tercero-. Mandaremos gente del partido para
controlar las mesas de votación y ver que sellen las urnas.
Pero los campesinos desconfiaban. La experiencia les había enseñado que el zorro
siempre acaba por comerse a las gallinas, a pesar de las baladas subversivas que
andaban de boca en boca cantando lo contrario. Por eso, cuando pasó el tren del
nuevo candidato del Partido Socialista, un doctor miope y carismático que movía a las
muchedumbres con su discurso inflamado, ellos lo observaron desde la estación,
vigilados por los patrones que montaron un cerco a su alrededor, armados con
escopetas de caza y garrotes. Escucharon respetuosamente las palabras del candidato,
pero no se atrevieron a hacerle ni un gesto de saludo, excepto unos pocos braceros
que acudieron en pandilla, provistos de palos y picotas, y lo vitorearon hasta
desgañitarse, porque ellos no tenían nada que perder, eran nómadas del campo,
vagaban por la región sin trabajo fijo, sin familia, sin amo y sin miedo.
Poco después de la muerte y el memorable entierro de Pedro García, el viejo, Blanca
comenzó a perder sus colores de manzana y a sufrir fatigas naturales que no eran
producidas por dejar de respirar y vómitos matinales que no eran provocados por
salmuera caliente. Pensó que la causa estaba en el exceso de comida, era la época de
los duraznos dorados, los damascos, el maíz tierno preparado en cazuelas de barro y
perfumado con albahaca, era el tiempo de hacer las mermeladas y las conservas para
el invierno. Pero el ayuno, la manzanilla, los purgantes y el reposo no la curaron.
Perdió el entusiasmo por la escuela, la enfermería y hasta por sus Nacimientos de
barro, se puso floja y somnolienta, podía pasar horas echada en la sombra mirando el
cielo, sin interesarse por nada. La única actividad que mantuvo fueron sus escapadas
nocturnas por la ventana cuando tenía cita con Pedro Tercero en el río.
Jean de Satigny, que no se había dado por vencido en su asedio romántico, la
observaba. Por discreción, pasaba unas temporadas en el hotel del pueblo y hacía
algunos viajes cortos a la capital, de donde regresaba cargado de literatura sobre las
chinchillas, sus jaulas, su alimento, sus enfermedades, sus métodos reproductivos, la
forma de curtirles el cuero y, en general, todo lo referente a esas pequeñas bestias
cuyo destino era convertirse en estolas. La mayor parte del verano el conde fue
huésped en Las Tres Marías. Era un visitante encantador, bien educado, tranquilo y
alegre. Siempre tenía una frase amable en la punta de los labios, celebraba la comida,
los divertía en las tardes tocando el piano del salón, donde competía con Clara en los
nocturnos de Chopin y era una fuente inagotable de anécdotas. Se levantaba tarde y
pasaba una o dos horas dedicado a su arreglo personal, hacía gimnasia, trotaba
alrededor de la casa sin importarle las burlas de los toscos campesinos, se remojaba
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en la bañera con agua caliente y se demoraba mucho en elegir la ropa para cada
ocasión. Era un esfuerzo perdido, puesto que nadie apreciaba su elegancia y a menudo
lo único que conseguía con sus trajes ingleses de montar, sus chaquetas de terciopelo
y sus sombreros tiroleses con pluma de faisán, era que Clara, con la mejor intención,
le ofreciera ropa más apropiada para el campo. Jean no perdía el buen humor,
aceptaba las sonrisas irónicas del dueño de casa, las malas caras de Blanca y la
perenne distracción de Clara, que al cabo de un año seguía preguntándole su nombre.
Sabía cocinar algunas recetas francesas, muy aliñadas y magníficamente presentadas,
con las que contribuía cuando tenían invitados. Era la primera vez que veían a un
hombre interesado en la cocina, pero supusieron que eran costumbres europeas y no
se atrevieron a hacerle bromas, para no pasar por ignorantes. De sus viajes a la
capital traía, además de lo concerniente a las chinchillas, las revistas de moda, los
folletines de guerra que se habían popularizado para crear el mito del soldado heroico
y novelas románticas para Blanca. En la conversación de sobremesa, a veces se refería
con tono de mortal aburrimiento, a sus veranos con la nobleza europea en los castillos
de Liechtenstein o en la Costa Azul. Nunca dejaba de decir que estaba feliz de haber
cambiado todo eso por el encanto de América. Blanca le preguntaba por qué no había
elegido el Caribe, o por lo menos un país con mulatas, cocoteros y tambores, si lo que
buscaba era exotismo, pero él sostenía que no había en la tierra otro sitio más
agradable que ese olvidado país al final del mundo. El francés no hablaba de su vida
personal, excepto para deslizar algunas claves imperceptibles que permitían al
interlocutor astuto darse cuenta de su esplendoroso pasado, su fortuna incalculable y
su noble origen. No se conocía con certeza su estado civil, su edad, su familia o de qué
parte de Francia provenía. Clara era de opinión que tanto misterio era peligroso y trató
de desentrañarlo con las cartas del tarot, pero Jean no permitía que le echaran la
suerte ni que se escrutaran las líneas de su mano. Tampoco se sabía su signo zodiacal.
A Esteban Trueba todo eso le tenía sin cuidado. Para él era suficiente que el conde
estuviera dispuesto a entretenerlo con una partida de ajedrez o de dominó, que fuera
ingenioso y simpático y nunca pidiera dinero prestado. Desde que Jean de Satigny
visitaba la casa, era mucho más soportable el aburrimiento del campo, donde a las
cinco de la tarde no había nada más que hacer. Además le gustaba que los vecinos lo
envidiaran por tener a ese huésped distinguido en Las Tres Marías.
Se había corrido la voz de que Jean pretendía a Blanca Trueba, pero no por eso dejó
de ser el galán predilecto de las madres casamenteras. Clara también lo estimaba,
aunque en ella no había ningún cálculo matrimonial. Por su parte, Blanca acabó
acostumbrándose a su presencia. Era tan discreto y suave en el trato, que poco a poco
Blanca olvidó su proposición matrimonial. Llegó a pensar que había sido algo así como
una broma del conde. Volvió a sacar del armario los candelabros de plata, a poner la
mesa con la vajilla inglesa y a usar sus vestidos de ciudad en las tertulias de la tarde.
A menudo Jean la invitaba al pueblo o le pedía que lo acompañara a sus numerosas
invitaciones sociales. En esas oportunidades Clara tenía que ir con ellos, porque
Esteban Trueba era inflexible en ese punto: no quería que vieran a su hija sola con el
francés. En cambio, les permitía pasear sin chaperona por la propiedad, siempre que
no se alejaran demasiado y que regresaran antes que oscureciera. Clara decía que si
se trataba de cuidar la virginidad a la joven eso era mucho más peligroso que ir a
tomar té al fundo de los Uzcátegui, pero Esteban estaba seguro de que no había nada
que temer de Jean, puesto que sus intenciones eran nobles, pero había que cuidarse
de las malas lenguas, que podían destrozar la honra a su hija. Los paseos campestres
de Jean y de' Blanca consolidaron una buena amistad. Se llevaban bien. A los dos les
gustaba salir a media mañana a caballo, con la merienda en un canasto y varios
maletines de lona y cuero con el equipo de Jean. El conde aprovechaba todas las
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paradas para colocar a Blanca contra el paisaje y fotografiarla, a pesar de que se
resistía un poco, porque se sentía vagamente ridícula. Ese sentimiento se justificaba al
ver los retratos revelados, donde aparecía con una sonrisa que no era la suya, en una
postura incómoda y con un aire de infelicidad, debido, según Jean, a que no era capaz
de posar con naturalidad y, según ella, a que la obligaba a ponerse torcida y aguantar
la respiración durante largos segundos, hasta que se imprimiera la placa. Por lo
general escogían un lugar sombrío debajo de los árboles, colocaban una manta sobre
la yerba y se acomodaban para pasar algunas horas. Hablaban de Europa, de libros, de
anécdotas familiares de Blanca o de los viajes de Jean. Ella le regaló un libro del Poeta
y él se entusiasmó tanto, que aprendió largos pasajes de memoria y podía recitar los
versos sin vacilar. Decía que era lo mejor que se había escrito en materia de poesía y
que ni siquiera en francés, el idioma de las artes, había nada que pudiera compararse.
No hablaban de sus sentimientos. Jean era solícito, pero no era suplicante o insistente,
sino más bien hermanable y burlón. Si le besaba la mano para despedirse, lo hacía con
una mirada de escolar que restaba todo romanticismo al gesto. Si le admiraba un
vestido, un guiso o una figura del Nacimiento, su tono tenía un dejo irónico que
permitía interpretar la frase de muchas maneras. Si cortaba flores para ella o la
ayudaba a desmontar del caballo, lo hacía con un desenfado que convertía la
galantería en una atención de amigo. De todos modos, para prevenir, Blanca le hizo
saber, cada vez que se presentó la ocasión, que no se casaría ni muerta con él. Jean
de Satigny sonreía con su brillante sonrisa de seductor, sin decir nada, y Blanca no
podía menos que notar que era mucho más apuesto que Pedro Tercero.
Blanca no sabía que Jean la espiaba. La había visto saltar por la ventana vestida de
hombre en muchas ocasiones. La seguía un trecho, pero se revolvía, temeroso de que
lo sorprendieran los perros en la oscuridad. Pero, por la dirección que ella tomaba,
había podido determinar que siempre iba rumbo al río.
Entretanto, Trueba no terminaba de decidirse respecto a las chinchillas. A modo de
prueba, accedió a instalar una jaula con algunas parejas de esos roedores, imitando en
pequeña escala la gran industria modelo. Fue la única vez que se vio a Jean de Satigny
arremangado trabajando. Sin embargo, las chinchillas se contagiaron de una
enfermedad privativa de las ratas y se fueron muriendo todas en menos de dos
semanas. Ni siquiera pudieron curtir las pieles, porque el pelo se les puso opaco y se
les desprendía del cuero como plumas de un ave remojada en agua hirviendo. Jean vio
horrorizado aquellos cadáveres despelucados, con las patas tiesas y los ojos en blanco,
que echaban por tierra las esperanzas de convencer a Esteban Trucha, quien perdió
todo entusiasmo por la peletería al ver esa mortandad.
-Si la peste le hubiera dado a la industria modelo, estaría totalmente arruinado
-concluyó Trucha.
Entre la peste de las chinchillas y las escapadas de Blanca, el conde pasó varios
meses perdiendo su tiempo. Empezaba a estar cansado de aquellas tramitaciones y
pensaba que Blanca jamás se iba a fijar en sus encantos. Vio que el criadero de
roedores no tenía para cuándo concretarse y decidió que era mejor precipitar las
cosas, antes que otro más avispado se quedara con la heredera. Además, Blanca
comenzaba a gustarle, ahora que estaba más robusta y con esa languidez que había
atenuado sus modales de campesina. Prefería a las mujeres plácidas y opulentas y la
visión de Blanca echada sobre almohadones observando el cielo a la hora de la siesta,
le recordaba a su madre. A veces conseguía conmoverlo. Jean aprendió a adivinar, por
pequeños detalles imperceptibles para los demás, cuándo Blanca tenía planeada una
excursión nocturna al río. En esas ocasiones, la joven se quedaba sin cenar,
pretextando dolor de cabeza, se despedía temprano y había un brillo extraño en sus
pupilas, una impaciencia y un anhelo en sus gestos que él reconocía. Una noche
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decidió seguirla hasta el final, para terminar con esa situación que amenazaba con
prolongarse indefinidamente. Estaba seguro que Blanca tenía un amante, pero creía
que no podía ser nada serio. Personalmente, Jean de Satigny no tenía ninguna fijación
con la virginidad y no se había planteado ese asunto cuando decidió pedirla en
matrimonio. Lo que le interesaba de ella eran otras cosas, que no se perderían por un
momento de placer en el lecho del río.
Después que Blanca se retiró a su habitación y el resto de la familia también, Jean
de Satigny se quedó sentado en el salón a oscuras, atento a los ruidos de la casa,
hasta la hora que calculó que ella saltaría por la ventana. Entonces salió al patio y se
plantó entre los árboles a esperarla. Estuvo agazapado en la sombra más de media
hora, sin que nada anormal turbara la paz de la noche. Aburrido de esperar, se
disponía a retirarse, cuando se fijó que la ventana de Blanca estaba abierta. Se dio
cuenta que había saltado antes que él se apostara en el jardín a vigilarla.
-Merde -masculló en francés.
Rogando que los perros no alertaran a toda la casa con sus ladridos y que no le
saltaran encima, se dirigió hacia el río, por el camino que otras veces había visto tomar
a Blanca. No estaba acostumbrado a andar con su fino calzado por la tierra arada, ni a
saltar piedras y sortear charcos, pero la noche estaba muy clara, con una hermosa
luna llena iluminando el cielo en un resplandor fantasmagórico y apenas se le pasó el
temor de que aparecieran los perros, pudo apreciar la belleza del momento. Anduvo un
buen cuarto de hora antes de avistar los primeros cañaverales de la orilla y entonces
duplicó su prudencia y se acercó con más sigilo, cuidando sus pisadas para que no
aplastaran ramas que pudieran delatarlo. La luna se reflejaba en el agua con un brillo
de cristal y la brisa mecía suavemente las cañas y las copas de los árboles. Reinaba el
más completo silencio y por un instante tuvo la fantasía de que estaba viviendo un
sueño de sonámbulo, en el cual caminaba y caminaba, sin avanzar, siempre en el
mismo sitio encantado, donde el tiempo se había detenido y donde trataba de tocar los
árboles, que parecían al alcance de la mano, y se encontraba con el vacío. Tuvo que
hacer un esfuerzo para recuperar su habitual estado de ánimo, realista y pragmático.
En un recodo del paisaje, entre grandes piedras grises iluminadas por la luz de la luna,
los vio tan cerca, que casi podía tocarlos. Estaban desnudos. El hombre estaba de
espaldas, cara al cielo, con los ojos cerrados, pero no tuvo dificultad en reconocer al
sacerdote jesuita que había ayudado la misa del funeral de Pedro García, el viejo. Eso
le sorprendió. Blanca dormía con la cabeza apoyada en el vientre liso y moreno de su
amante. La tenue luz lunar ponía reflejos metálicos en sus cuerpos y Jean de Satigny
se estremeció al ver la armonía de Blanca, que en ese momento le pareció perfecta.
Tomó casi un mimito al elegante conde francés abandonar el estado de ensueño en
que lo sumió la vista de los enamorados, la placidez de la noche, la luna y el silencio
del campo, y darse cuenta de que la situación era más grave de lo que había
imaginado. En la actitud de los amantes reconoció el abandono propio de quienes se
conocen de muy largo tiempo. Aquello no tenía el aspecto de una aventura erótica de
verano, como había supuesto, sino más bien de un matrimonio de la carne y el
espíritu. Jean de Satigny no podía saber que Blanca y Pedro Tercero habían dormido
así el primer día que se conocieron y que continuaron haciéndolo cada vez que
pudieron a lo largo de esos años, sin embargo, lo intuyó por instinto.
Procurando no hacer ni el menor ruido que pudiera alertarlos, dio media vuelta y
emprendió el regreso, pensando cómo enfrentar el asunto. Al llegar a la casa, ya había
tomado la decisión de contárselo al padre de Blanca, porque la ira siempre pronta de
Esteban Trueba le pareció el mejor medio para resolver el problema. «Que se las
arreglen entre los nativos», pensó.
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Jean de Satigny no esperó la mañana. Golpeó la puerta de la habitación de su
anfitrión y antes que éste alcanzara a despabilarse completamente del sueño, le zampó
su versión. Dijo que no podía dormir por el calor y que, para tomar aire, había
caminado distraídamente en dirección al río y se había encontrado con el deprimente
espectáculo de su futura novia durmiendo en brazos del jesuita barbudo, desnudos a la
luz de la luna. Por un momento, eso despistó a Esteban Trueba, que no podía imaginar
a su hija acostada con el padre José Dulce María, pero enseguida se dio cuentas de lo
que había pasado, de la burla de que había sido objeto durante el entierro del viejo y
de que el seductor no podía ser otro que Pedro Tercero García, ese maldito hijo de
perra que lo tendría que pagar con su vida. Se puso los pantalones a toda prisa, se
calzó las botas, se echó la escopeta al hombro y descolgó de la pared su fusta de
jinete.
-Usted me espera aquí, don -ordenó al francés, quien de todos modos no tenía
ninguna intención de acompañarlo.
Esteban Trueba corrió al establo y se montó en su caballo sin ensillarlo. Iba
resoplando de indignación, con los huesos soldados reclamando por el esfuerzo y el
corazón galopándole en el pecho. «Los voy a matar a los dos» rezongaba como una
letanía. Salió a la carrera en la dirección que había señalado el francés, pero no tuvo
necesidad de llegar hasta el río, porque a medio camino se encontró con Blanca que
regresaba a la casa canturreando, con el pelo desordenado, la ropa sucia, y ese aire
feliz de quien no tiene nada que pedirle a la vida. Al ver a su hija, Esteban Trueba no
pudo contener su mal carácter y se le fue encima con el caballo y la fusta en el aire, la
golpeó sin piedad, propinándole un azote tras otro, hasta que la muchacha cayó y
quedó tendida inmóvil en el barro. Su padre saltó del caballo, la sacudió hasta que la
hizo volver en sí y le gritó todos los insultos conocidos y otros inventados en el
arrebato del momento.
-¡Quién es! ¡Dígame su nombre o la mato! -le exigió.
-No se lo diré nunca -sollozó ella.
Esteban Trueba comprendió que ése no era el sistema para obtener algo de esa hija
suya que había heredado su propia testarudez. Vio que se había sobrepasado en el
castigo, como siempre. La subió al caballo y volvieron a la casa. El instinto o el
alboroto de los perros, advirtieron a Clara y a los sirvientes, que esperaban en la
puerta con todas las luces encendidas. El único que no se veía por ninguna parte, era
el conde, que en el tumulto aprovechó para hacer sus maletas, enganchó los caballos
al coche y se fue discretamente al hotel del pueblo.
-¡Qué has hecho, Esteban, por Dios! -exclamó Clara al ver a su hija cubierta de
barro y sangre.
Clara y Pedro Segundo García llevaron a Blanca en brazos a su cama. El
administrador había empalidecido mortalmente, pero no dijo ni una sola palabra. Clara
lavó a su hija, le aplicó compresas frías en los moretones y la arrulló hasta que
consiguió tranquilizarla. Después que la dejó dormitando, fue a enfrentarse con su
marido, que se había encerrado en su despacho y allí paseaba furioso dando golpes
con la fusta a las paredes, maldiciendo y pateando los muebles. Al verla, Esteban
dirigió toda su furia contra ella, la culpó de haber criado a Blanca sin moral, sin
religión, sin principios, como una atea libertina, peor aún, sin sentido de clase, porque
se podía entender que lo hiciera con alguien bien nacido, pero no con un patán, un
gaznápiro, un cerebro caliente, ocioso, bueno para nada.
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-¡Debí haberlo matado cuando se lo prometí! ¡Acostándose con mi propia hija! ¡Juro
que lo voy a encontrar y cuando lo agarre lo capo, le corto las bolas, aunque sea lo
último que haga en mi vida, juro por mi madre que se va a arrepentir de haber nacido!
-Pedro Tercero García no ha hecho nada que no hayas hecho tú -dijo Clara, cuando
pudo interrumpirlo-. Tú también te has acostado con mujeres solteras que no son de
tu clase. La diferencia es que él lo ha hecho por amor. Y Blanca también.
Trueba la miró, inmovilizado por la sorpresa. Por un instante su ira pareció
desinflarse y se sintió burlado, pero inmediatamente una oleada de sangre le subió a la
cabeza. Perdió el control y descargó un puñetazo en la cara a su mujer, tirándola
contra la pared: Clara se desplomó sin un grito. Esteban pareció despertar de un
trance, se hincó a su lado, llorando, balbuciendo disculpas y explicaciones, llamándola
por los nombres tiernos que sólo usaba en la intimidad, sin comprender cómo había
podido levantar la mano a ella, que era el único ser que realmente le importaba v a
quien jamás, ni aun en los peores momentos de tu vida en común, había dejado de
respetar. La alzó en brazos, la sentó amorosamente en un sillón, mojó un pañuelo para
ponerle en la frente y trató de hacerla beber un poco de agua. Por último, Clara abrió
los ojos. Echaba sangre por la nariz. Cuando abrió la boca, escupió varios dientes, que
cayeron al suelo y un hilo de saliva sanguinolenta le corrió por la barbilla y el cuello.
Apenas Clara pudo enderezarse, apartó a Esteban de un empujón, se puso de pie
con dificultad y salió del despacho, tratando de caminar erguida. Al otro lado de la
puerta estaba Pedro Segundo García, que alcanzó a sujetarla en el momento que
trastabillaba. Al sentirlo a su lado, Clara se abandonó. Apoyó la cara tumefacta en el
pecho de ese hombre que había estado a su lado durante los momentos más difíciles
de su vida, y se puso a llorar. La camisa de Pedro Segundo García se tiñó de sangre.
Clara no volvió a hablar a su marido nunca más en su vida. Dejó de usar su apellido
de casada y se quitó del dedo la fina alianza de oro que él le había colocado más de
veinte años atrás, aquella noche memorable en que Barrabás murió asesinado por un
cuchillo de carnicero.
Dos días después, Clara y Blanca abandonaron Las Tres Marías y regresaron a la
capital. Esteban quedó humillado y furioso, con la sensación de que algo se había roto
para siempre en su vida.
Pedro Segundo fue a dejar a la patrona y a su hija a la estación. Desde la noche
aquella, no había vuelto a verlas y permanecía silencioso y huraño. Las acomodó en el
tren y después se quedó con el sombrero en la mano, los ojos bajos, sin saber cómo
despedirse. Clara lo abrazó. Al principio él se mantuvo rígido y desconcertado, pero
pronto lo vencieron sus propios sentimientos y se atrevió a rodearla tímidamente con
los brazos y depositar un beso imperceptible en su pelo. Se miraron por última vez a
través de la ventanilla y los dos tenían los ojos llenos de lágrimas. El fiel administrador
llegó a su casa de ladrillos, hizo un bulto con sus escasas pertenencias, envolvió en un
pañuelo el poco dinero que había podido ahorrar en todos esos años de servicio y
partió. Trucha lo vio despedirse de los inquilinos y montar en su caballo. Trató de
detenerlo explicándole que lo que había ocurrido no tenía nada que ver con él, que no
era justo que por las culpas de su hijo perdiera el trabajo, los amigos, la casa y su
seguridad.
-No quiero estar aquí cuando encuentre a mi hijo, patrón -fueron las últimas
palabras de Pedro Segundo García antes de partir al trote hacia la carretera.
¡Qué solo me sentí entonces! Ignoraba que la soledad no me abandonaría nunca
más y que la única persona que volvería a tener cerca de mí en el resto de mi vida,
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sería una nieta bohemia y estrafalaria, con el pelo verde como Rosa. Pero eso sería
varios años más tarde.
Después de la partida de Clara, miré a mi alrededor y vi muchas caras nuevas en
Las Tres Marías. Los antiguos compañeros de ruta estaban muertos o se habían
alejado. Ya no tenía a mi mujer ni a mi hija. El contacto con mis hijos era mínimo.
Habían fallecido mi madre, mi hermana, la buena Nana, Pedro García, el viejo. Y
también Rosa me vino a la memoria como un inolvidable dolor. Ya no podía contar con
Pedro Segundo García, que estuvo a mi lado durante treinta y cinco años. Me dio por
llorar. Se me caían solas las lágrimas y me las sacudía a manotazos, pero venían otras.
¡Váyanse todos al carajo!, bramaba yo por los rincones de la casa. Me paseaba por los
cuartos vacíos, entraba al dormitorio de Clara y buscaba en su ropero y en su cómoda
algo que ella hubiera usado, para acercármelo a la nariz y recuperar, aunque fuera por
un momento fugaz, su tenue olor a limpieza. Me tendía en su cama, hundía la cara en
su almohada, acariciaba los objetos que había dejado sobre el tocador y me sentía
profundamente desolado.
Pedro Tercero García tenía toda la culpa de lo que había pasado. Por él se había
alejado Blanca de mi lado, por él yo había discutido con Clara, por él se había ido del
fundo Pedro Segundo, por él los inquilinos me miraban con recelo y cuchicheaban a
mis espaldas. Siempre había sido un revoltoso y lo que yo debí hacer desde el principio
era echarlo a patadas. Dejé pasar el tiempo por respeto a su padre y a su abuelo y el
resultado fue que ese mocoso de porquería me quitó lo que más amaba en el mundo.
Fui al retén del pueblo y soborné a los carabineros para que me ayudaran a buscarlo.
Les di orden de no meterlo preso, sino de entregármelo sin alboroto. En el bar, en la
peluquería, en el club y en el Farolito Rojo, eché a correr la voz de que había una
recompensa para quien me entregara al muchacho.
-Cuidado, patrón. No se ponga a hacer justicia por su propia mano, mire que las
cosas han cambiado mucho desde los tiempos de los hermanos Sánchez -me
advirtieron. Pero yo no quise escucharlos. ¿Qué habría hecho la justicia en ese caso?
Nada.
Pasaron como quince días sin ninguna novedad. Salía a recorrer el fundo, entraba en
las propiedades vecinas, espiaba a los inquilinos. Estaba convencido que me escondían
al muchacho. Subí la recompensa y amenacé a los carabineros con hacerlos destituir,
por incapaces, pero todo fue inútil. Con cada hora que pasaba me aumentaba la rabia.
Comencé a beber como nunca lo había hecho, ni en mis años de soltería. Dormía mal y
volví a soñar con Rosa. Una noche soñé que la golpeaba como a 'Clara y que sus
dientes también rodaban por el suelo, desperté gritando, pero estaba solo y nadie me
podía oír. Estaba tan deprimido, que dejé de afeitarme, no me cambiaba ropa, creo
que tampoco me bañaba. La comida me parecía agria, tenía un sabor de bilis en la
boca. Me rompí los nudillos golpeando las paredes y reventé un caballo galopando para
espantar la furia que me estaba consumiendo las entrañas. En esos días nadie se me
acercaba, las empleadas me servían la mesa temblando, lo cual me ponía peor.
Un día estaba en el corredor, fumando un cigarro antes de la siesta, cuando se
acercó un niño moreno y se me plantó al frente en silencio. Se llamaba Esteban García.
Era mi nieto, pero yo no lo sabía y sólo ahora, debido a las terribles cosas que han
ocurrido por obra suya, me he enterado del parentesco que nos une. Era también nieto
de Pancha García, una hermana de Pedro Segundo, a quien en realidad no recuerdo.
-¿Qué es lo que quieres, mocoso? -pregunté al niño.
-Yo sé dónde está Pedro Tercero García -me respondió.
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Di un salto tan brusco que se volteó el sillón de mimbre donde estaba sentado,
agarré al muchacho por los hombros y lo zarandeé.
-¿Dónde? ¿Dónde está ese maldito? -le grité.
-¿Me va a dar la recompensa, patrón? -balbuceó el niño aterrorizado.
-¡La tendrás! Pero primero quiero estar seguro de que no me mientes. ¡Vamos,
llévame donde está ese desgraciado!
Fui a buscar mi escopeta y salimos. El niño me indicó que teníamos que ir a caballo,
porque Pedro Tercero estaba escondido en el aserradero de los Lebus, a varias millas
de Las Tres Marías. ¿Cómo no se me ocurrió que estaría allí: Era un escondite perfecto.
En esa época del año el aserradero
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